_
_
_
_

Una frontera móvil entre México y Estados Unidos

Desde hace años, el Gobierno mexicano trata de detener el flujo migrante cada vez más al sur, mientras el vecino norteño restringe vías de entrada como el asilo

Personas de diversas nacionalidades hacen fila en el Puente Fronterizo Paso del Norte, el 10 de octubre en Ciudad Juárez, Chihuahua.
Personas de diversas nacionalidades hacen fila en el Puente Fronterizo Paso del Norte, el 10 de octubre en Ciudad Juárez, Chihuahua.Nayeli Cruz
Pablo Ferri

Como en anteriores ocasiones, la migración protagoniza los discursos de los candidatos de cara a las elecciones en Estados Unidos, fenómeno politizado como pocos. Con tonos y matices distintos, los dos aspirantes, Kamala Harris y Donald Trump, han señalado su intención de endurecer la llegada de migrantes al país. La primera, moderada, aboga por mantener las políticas restrictivas de asilo y refugio de la actual administración, que dirige Joe Biden. Con una retórica inflamada, el segundo apuesta por emprender la mayor deportación de la historia.

Gane quien gane, el hecho es que México se ha convertido en el socio ideal de EE UU en la materia. La frontera ya no discurre entre Tijuana y Matamoros. O no solo. Ahora es móvil y, dependiendo de la cantidad de personas que busquen Eldorado –o de la percepción sobre ello que se tenga al norte del río Bravo– puede moverse cientos de kilómetros al sur, hacia el embudo que forman Chiapas y la península de Yucatán. “Ambos candidatos están en contra de que lleguen más personas”, explica Eunice Rendón, coordinadora de Agenda Migrante, organización que estudia el fenómeno.

“Siempre va a ser peor Trump”, matiza la experta. “Primero, porque ordenó deportaciones de migrantes, territorio adentro. Y luego, por su lenguaje agresivo. El lenguaje importa. Durante su administración, los crímenes de odio crecieron un 20%. La gente se siente habilitada a dar rienda suelta a su racismo. Eso con Biden no se ha visto tanto”, añade. La vuelta de Trump supondría un retorno al esquema de 2018 y 2019, pico de la crisis entre México y Estados Unidos por los flujos migratorios.

En los meses finales de 2018, México esperaba un cambio de guardia en el Gobierno. El sexenio de Enrique Peña Nieto languidecía. Andrés Manuel López Obrador había ganado las elecciones en julio y trabajaba ya en las líneas maestras de su mandato. Experto en el dominio del relato, el futuro presidente veía, sin embargo, que algunos hilos escapaban a su control, situaciones que dominarían los primeros meses de su administración, y que complicarían la narrativa que pretendía instalar, esa idea de un gobierno humanista, que respetaba los derechos humanos.

En octubre de aquel año, la primera de varias caravanas migrantes, que remontaban Centroamérica con destino a Estados Unidos, llegaba a la frontera sur de México. Eran cientos de ciudadanos, principalmente de Honduras, pero también de El Salvador y Guatemala, que viajaban juntos, una forma de protegerse de las mafias, que durante años les habían hostigado en su camino al norte, principalmente en la ruta del golfo. Su objetivo, en general, no era cruzar a Estados Unidos y evitar a las autoridades, rutina de cientos de miles de mexicanos en las décadas anteriores. Al contrario, era entregarse y pedir asilo.

Una migrante es detenida por agentes de la Patrulla Fronteriza tras cruzar a Estados Unidos desde México, en Sunland Park, Nuevo México.
Una migrante es detenida por agentes de la Patrulla Fronteriza tras cruzar a Estados Unidos desde México, en Sunland Park, Nuevo México.Jose Luis Gonzalez (REUTERS)

Las formas de los flujos migratorios cambiaban. Las crisis climática y de inseguridad en los países del triángulo norte centroamericano empujaban a miles de ciudadanos fuera de sus comunidades. En muchos casos eran solo niños, que viajaban sin la compañía de sus familias. Llegar a EE UU era el objetivo y el derecho de asilo, pedido por razones humanitarias, o el refugio, el canal para alcanzarlo. Las detenciones de migrantes en el sur de aquel país empezaron a crecer y la Casa Blanca, ocupada entonces por Trump, puso el grito en el cielo.

Los primeros meses del Gobierno de López Obrador, en general todo 2019, estuvieron dominados por las gambetas y regates de sus altos funcionarios ante los alaridos de Trump, que amenazaba con imponer aranceles a las exportaciones mexicanas, si el país vecino no detenía a los migrantes en su camino al norte. El Ejecutivo de López Obrador había anunciado un acercamiento humanista a la crisis migrante, consciente de las penalidades en el camino, los secuestros y extorsiones a que eran sometidos. Pero no había contado con las amenazas de Trump.

El entonces presidente de la gran potencia norteamericana, que había llegado a la Casa Blanca con la promesa de construir un muro en la frontera, para controlar los flujos migratorios, forzaba, consciente o no, una solución parecida miles de kilómetros más al sur. México pagaría por el muro, lanzó Trump, bravuconamente, en más de una ocasión. Aunque López Obrador negara esta posibilidad, lo cierto es que los grandes operativos policiales en la frontera sur de México, en ciudades como Tapachula, o el mismo río Suchiate, que separa el país de Guatemala, se hicieron mucho más comunes.

Hay cantidad de ejemplos de operativos policiales en 2019 y 2020, en que agentes empujan a migrantes a embudos de detención, algunos sobre la misma ribera del Suchiate. Mediáticamente, los operativos eran útiles, respuestas a las amenazas de Trump. Pero en la práctica, orillaba a los migrantes a conducirse con clandestinidad, espacio favorito de las mafias. De una u ora manera, los migrantes seguían llegando. El Gobierno de Trump trató de restringir el derecho de asilo, obligando a los solicitantes a que esperasen la resolución de sus solicitudes en México.

López Obrador estuvo de acuerdo, pero solo en el caso de mexicanos y centroamericanos. Ya para entonces, mediados de 2019, migrantes de otros países de América Latina y de diferentes partes del mundo sabían que el derecho al asilo estadunidense era una buena puerta de entrada a país. Solo tenían que llegar, entregarse a las autoridades, asumir una detención corta y, luego, la liberación, a la espera de la resolución de sus solicitudes. Aunque los tribunales tumbaban la mayoría, para cuando lo hacían habían pasado años y los migrantes ya habían empezado a construir una vida allí.

Decenas de migrantes latinoamericanos cruzan hacia México desde Guatemala a través del río Suchiate, en octubre de 2024.
Decenas de migrantes latinoamericanos cruzan hacia México desde Guatemala a través del río Suchiate, en octubre de 2024.Nayeli Cruz

La pandemia

Luego llegó la pandemia de COVID-19. En Estados Unidos, el Gobierno de Trump aprovechó para rescatar una vieja directiva sanitaria, conocida como título 42, que permitía que los agentes de migración expulsaran a los migrantes de vuelta a México, sin darles derecho a pedir asilo. México estaba de acuerdo, pero, de nuevo, solo con sus nacionales y los centroamericanos. EE UU podía devolver a otros migrantes a sus países, aunque en algunos casos, con las relaciones diplomáticas delicadas o inexistentes, no había más opción que, después de detenerlos, dejarlos en libertad.

El título 42 estuvo en vigor durante años, bien entrada la administración del sucesor de Trump, el demócrata Joe Biden. En México, mientras tanto, la situación no cambió demasiado. El Gobierno militarizó en la práctica el Instituto Nacional de Migración (Inami), y potenció su comisión de apoyo al refugiado. La lógica de contención de las agencias generaba bolsas de migrantes por todo el territorio y cantidad de problemas y tragedias. En marzo de 2023, un incendio en una instalación del Inami en Ciudad Juárez dejó 40 muertos y 27 heridos. Entre las víctimas había ciudadanos de Guatemala, Venezuela, Honduras, Ecuador…

La misma forma de lidiar con esta tragedia revelaba el enfoque del Gobierno de López Obrador con los migrantes. Detenidos con uso excesivo de la fuerza, las personas retenidas allí habían estado más horas encerradas de las que la ley permite, sin alimentos, ni agua suficiente, ni atención jurídica. En algunos casos, las autoridades los detuvieron pese a que llevaban sus papeles en regla. La sala en que estaban retenidos estaba cerrada con llave, sin extintores, ni ventilación y con los detectores de humo estropeados. En un caso, incluso, metieron a una de las víctimas en una bolsa para cadáveres, pese a que aún estaba viva.

No está claro si la tragedia de Juárez ha supuesto cambio alguno en el acercamiento del Gobierno a la crisis migrante, antes con López Obrador, o ahora, con Claudia Sheinbaum. La derogación del título 42, dos meses después del incendio, precedió la implementación de una nueva medida del Gobierno de Biden, que restringía aún más el derecho de asilo. Biden exigía que cualquier solicitante debía hacerlo a través de una app del Gobierno, excluyendo a cualquiera que se entregara a las autoridades en suelo estadounidense.

A finales del año pasado, la llegada de migrantes se desplomó. México complementó las restricciones del país vecino, mandando a migrantes varados en el norte al sur, por avión o carretera, una forma de entorpecer su camino. Aun así, los migrantes siguen llegando. Tratan de llegar al norte por caminos aislados, escondidos en camiones, jugándose la vida. En un trabajo sobre la criminalidad en la frontera de Chiapas, EL PAÍS documentaba hace unos meses cómo las mafias en Tapachula marcaban a los migrantes, como ganado, señal de que habían pagado su particular peaje. Hace unas semanas, militares acribillaban a seis migrantes, que trataban de escapar en un camión en la misma región.

Gane quien gane ahora en EE UU, parece difícil que la inercia a la cerrazón cambie. Con una victoria de Harris, el Gobierno podría tratar de relanzar el acuerdo que impulsó Biden, fracasado en el Congreso, que planeaba contratar más agentes de la Patrulla Fronteriza y nutrir el cuerpo de jueces de los tribunales que manejan casos de migración, para disminuir los tiempos de espera en solicitudes de asilo. Ahora mismo, hay más de tres millones pendientes de resolver. La vuelta de Trump, en cambio, abriría de nuevo un periodo de incertidumbre a ambos lados de la frontera. Abonado a la estridencia, el republicano trataría de inundar sus primeros meses con golpes de efecto, que seguramente repercutirían en su vecino del sur.



Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Pablo Ferri
Reportero en la oficina de Ciudad de México desde 2015. Cubre el área de interior, con atención a temas de violencia, seguridad, derechos humanos y justicia. También escribe de arqueología, antropología e historia. Ferri es autor de Narcoamérica (Tusquets, 2015) y La Tropa (Aguilar, 2019).
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_