‘El regreso de García Márquez a Colombia’, adelanto de la antología de textos de Julio Scherer
EL PAÍS publica un fragmento de la recopilación de artículos ‘Periodismo para la historia’, sobre el trabajo de uno de los grandes maestros del periodismo mexicano
EL PAÍS adelanta un fragmento de Periodismo para la historia (Grijalbo), la antología de textos periodísticos de uno de los grandes maestros del periodismo en México: Julio Scherer García. Las piezas que conforman este libro son “una reproducción fiel” de los publicados en la fecha en la que se indica en cada capítulo, tanto en La Extra y Excélsior como en la revista fundada por el mismo Scherer, Proceso, en noviembre de 1976.
Scherer García escribió su primer texto como reportero el 21 de marzo de 1948, en la segunda edición de Últimas Noticias de Excélsior, titulado: Universidad del crimen. Más de dos millones anuales para degenerar a los menores, tenía 21 años de edad y denunciaba la corrupción institucional. Unos 67 años después se publicó de forma póstuma el último artículo que escribió: Morir a tiempo.
El regreso de García Márquez a Colombia
La noticia se hizo presente el pasado 28 de octubre. García Márquez regresaba a Colombia. La ausencia del escritor se había prolongado como una pequeña muerte: cuatro años y medio justos sin la brisa cálida de Cartagena de Indias, solitaria la casa que había construido para amanecer frente al Caribe y bañarse en los verdes, los azules, los morados, los amarillos y los plateados inventados por las nubes, el sol y la luna.
Si acaso un par de noches habría reposado en su recámara, mientras la sala de cine permanecía hermética con sus bien distribuidos sillones de piel oscura para el comentario inevitable de las películas recién vistas. El agua de la alberca, agua de manantial, era un lujo de la naturaleza, y la biblioteca se conservaba como un templo silencioso. En ella, el Gabo no había escrito una línea.
Alta y enorme, la casa sobresalía con impudicia en el paisaje marino, pero, así la hubiera querido más alta y más grande el nobel, no habría habido cartaginés que se enfrentara a sus sueños y caprichos. Y ahí estaba, soberbia y abandonada.
La primicia del viaje se conoció a media mañana, en el aeropuerto de Toluca. Carlos Fuentes, el rector Juan Ramón de la Fuente, Manuel Arango y Federico Reyes Heroles asistirían al Foro Iberoamérica 2004 que abriría el presidente Álvaro Uribe, a las 12 en punto del día siguiente.
No contaban con el Gabo, invitado al evento y al mundo entero. Era sobradamente comentada su vida cada vez más recogida, la timidez que lo acompañaba desde los primeros balbuceos, el alejamiento sin disimulo de los medios de comunicación. “Escribo para no hacer declaraciones”, decía como coartada.
Apareció de pronto, la sonrisa a medias de su bien llevada vejez, vencedor de un cáncer antiguo que no había podido con él. Lo imaginé divertido y asustado, que a él todo le da miedo, pero el miedo le gusta. Después de la sorpresa y los parabienes, le preguntó el rector:
—¿Alguien sabe que vas a Cartagena?
—Ahora lo saben ustedes, un minuto antes absolutamente nadie, ni aquí ni allá —repuso el Gabo, ya para entonces centro de atracción por la fuerza de su gloria.
Del vuelo a Cartagena no hay crónica posible. Los cinco amigos, acompañados de sus esposas, platicaron en la voz confidente de los matrimonios largos.
***
En la pista de aterrizaje de Cartagena, la primera sacudida del escritor se dio con el maletero. Dueño del privilegio de la información oportuna, se había apresurado para tenerlo a la distancia de un close up, extenderle la mano antes que nadie, sonreírle. A unos pasos observaban los mexicanos y más tarde evocaría el rector:
“Se abrazaron en un abrazo largo. El fenotipo los igualaba”.
A partir de ese momento, el tiempo fue a la zaga de los acontecimientos. En unos segundos Colombia sabía del hijo predilecto. Su arribo al hotel Charleston Santa Teresa fue un tumulto: empleados, huéspedes, muchachas, ancianos, un gentío que crecía incesante, se apoderó del personaje. Todos tenían algo que decirle, sin saber qué. A toda carrera se presentaron Luis Cebrián, Jesús de Polanco, Patricia Botín, Carmen Iglesias, Belisario Betancur, el también expresidente Samper. Se escuchaban voces: “Gabo, Gabito, ya está el nobel, don premio, Gabrielito”. Desnuda el alma, el Gabo se rendía a la emoción. Dijo entonces:
“Yo sentí que me moría, pero sabía que ese día no me podía morir”. En la capilla del hotel, habilitada como auditorio, Fuentes pronunció las palabras de bienvenida para todos los asistentes al Foro, a uno solo dedicadas: “Tengo el mayor gusto de estar con ustedes y con mi cuate Gabriel García Márquez”. A los aplausos siguió un silencio momentáneo. Había ánimo de fiesta.
***
A riesgo de los apretones inevitables y los golpes involuntarios, a nadie se le habría ocurrido apartar al escritor de los hombres y mujeres que le hablaban y tocaban los brazos, la espalda. Ahí estaban los títulos universales: Cien años de soledad, El otoño del patriarca, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba, Vivir para contarla, Historia de mis putas tristes, los textos periodísticos. Eran visibles las ediciones maltratadas, las encuadernaciones de cantos dorados, los volúmenes apenas adquiridos en las librerías cercanas, compras emergentes.
Posesionado de una mesa e instalado en una silla de mimbre, el Gabo se comportaba con exquisitez. Miraba a los ojos de la persona que lo solicitaba y le hablaba de tú o de usted, según el caso. “¿Cómo te llamas?” o “Le ruego su nombre, señora”. Junto con el autógrafo dibujaba la flor de tallo delgado que tanto le complace. A veces añadía algunas palabras en el lenguaje de los amigos, un recuerdo del tiempo misterioso, el que ya no existe.
***
Se levantó tarde y pidió un wiski, el primero de los muchos de esa jornada sin fatiga. Caminaría al azar por las calles de Cartagena, se perdería en el lugar más seguro del planeta, olvidado del acoso que ha sido su vida desde hace más de 30 años.
En el vestíbulo del hotel saludó pausada, tranquilamente. Ya en la calle se comunicaría con las manos en movimiento continuo, el gesto entusiasta, el cuerpo inclinado para acariciar a un niño, los pasos ajustados al paso de un paisano torpe. Sería un lugar común describirlo en su diálogo con un bolero, pero no resultaría tan socorrido el espectáculo de señoras que abandonaban sus compras en las butics de moda para mirar de cerca a la celebridad.
Cayó la noche y el Gabo quiso reunirse con los vallenatos. Evocaría el gozo que no rinde cuentas, el romanticismo apenas malicioso de la primera mitad del siglo pasado, y comprobaría, por qué no, que la sangre conservaba su densidad y su temperatura. Se aproximó a Mercedes y empezó a bailar al ritmo suave que inspiran los valles colombianos. La pareja discurría nuevos pasos y hubo momentos, difíciles de creer, en que el hombre y la mujer planeaban y parecían deslizarse sobre una pista de hielo.
—Esa noche vi el encuentro del Gabo con él mismo —me diría el doctor De la Fuente.
—No lo entiendo —y no entendía esa frase que tantas veces he escuchado.
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