Sangre sobre sangre en Taxco: el Jueves Santo que conmocionó a México
EL PAÍS reconstruye el asesinato de una niña y el linchamiento de la supuesta culpable en la localidad guerrerense, donde la furia vecinal se toma la justicia por su mano con el telón de fondo del crimen organizado
En la Semana Santa se desencadenaron todos los demonios en Taxco, uno de los pueblos más bellos de México, con un caserío blanco encaramado en un cerro, de calles de piedra empinadas, vistosas iglesias y callejones escalonados que agotan a los más jóvenes. Por uno de ellos caminaba aquel miércoles de vacaciones la niña Camila, de ocho años, hasta la casa de su amiga para jugar con ella en la piscina hinchable. No era la primera vez que iba, pero sí la última que se la vio viva, en una imagen registrada en la cámara que instaló un vecino después de que trataran de asaltarle tiempo atrás. Antes de que se hallara el cadáver a unos kilómetros de la localidad, decenas de taxqueños se concentraron frente a la vivienda durante horas, esperando que la policía sacara a los supuestos culpables, una mujer y dos de sus hijos. La turbamulta acabó por asaltar la vivienda y arrastró callejón abajo a los detenidos. A la mujer, Ana Rosa, le reventaron el cuerpo a golpes hasta la muerte y a los dos muchachos los dejaron malheridos ante una extraña inacción de los agentes. Muerte y venganza servidas en directo por decenas de periodistas que habían acudido a cubrir la famosa Semana Santa del pueblo, donde los flagelantes salpican con su sangre la noche del jueves. Sangre sobre sangre.
No había piscina en aquella casa donde la niña encontró la muerte, por asfixia, señaló la autopsia. Y decir casa es decir mucho. En lo alto del estrecho callejón, que se culmina tras remontar más de 50 escalones y varias rampas, una cinta policial de plástico pretende cerrar el paso al patio donde se alinean unas plantas en botes de cualquier cosa y la puerta franca deja ver un espacio de unos 20 metros cuadrados que es cocina, comedor y dormitorio. En el ángulo de la izquierda, un colchón desnudo; un metro más allá, la mesa revuelta con pastillas para dormir, más pastillas sobre el incómodo sofá de dos plazas; a la derecha, la humilde cocina con cazos y cacerolas colgados en la pared. Todo está en un desorden inmóvil en el jacal de suelo terroso y techo de lámina. Una lavadora en el patio, lo mismo que el cuartucho abierto donde solo hay una taza de váter. “Cómo iba a haber alberca para bañarse, si el piso está disparejo”, dice la vecina de enfrente, que con solo moverse dos metros desde su puerta puede tocar el rocoso zaguán de la mujer linchada. El mismo donde antes también jugó su nieto con la niña muerta y con la hija de Ana Rosa, la mujer que la citó para bañarse aquella tarde.
La escasa información policial deja paso a las declaraciones de vecinos y familiares de la víctima. Se sabe que al poco de desaparecer la niña llegó al celular de la madre una petición de rescate por 250.000 pesos (unos 15.000 dólares, o euros). Ya entonces andaban buscando a la cría, que no llegaba a casa. “La asesina”, como llaman ahora los vecinos a Ana Rosa, contestó que nunca había acudido a su invitación. Pero se ve que no contaba con las cámaras privadas del callejón, que mostraban la imagen de Camila. Tampoco con las que hay en el edificio abajo en la carretera, donde se ve a la supuesta culpable y a un taxista conocido en el pueblo por José, meter en el maletero del coche un bulto envuelto en una bolsa negra y algo de ropa. El tal José está detenido, dicen que era el novio de la mujer. “Que va, ella andaba con un combiero, el taxista no era su pareja”, señala la vecina. Los combieros son los que llevan las combis, unas furgonetas pequeñas de transporte público.
Esta es una historia de taxistas, uno de los colectivos más vinculados con el crimen organizado en Guerrero, el convulso y violento Estado mexicano al que pertenece Taxco. “Aquí se oyen balaceras muchas noches”, dice otro vecino, que se muestra tranquilo por unos días con la presencia en la puerta de la niña muerta de una pareja de policías estatales que protege a la madre de Camila, Margarita. Mago, le dicen. Abajo en la carretera, otra pareja de uniformados custodia la zona, día y noche. ¿A qué tanta protección a las víctimas? El asunto pinta oscuro. Al marido de la mujer linchada, taxista, lo mataron tiempo ha. Los dos hijos ahora golpeados y detenidos, también son taxistas. Y el hombre que llegó a recoger el cadáver de la pequeña, lo es igualmente. Los vecinos del callejón de los Jardines pronuncian las palabras clásicas del que no quiere decir más y que tanto se escuchan por todo México: “Andaban en malos pasos”. De tarde en tarde, la capital de Guerrero, Chilpancigo, se desbarata entre taxis y autobuses locales ardiendo cuando los grupos armados se revuelven por su parte del pastel. Los taxistas son presa fácil de la delincuencia organizada. Los extorsionan para que se pongan a su servicio. En los taxis se puede trasladar mercancía ilegal, andan por todos lados, se conocen los caminos, miran y cuentan. Y ay del que no lo haga. Unas imágenes recientes estremecieron en México cuando unos sicarios golpeaban a taxistas en Acapulco porque no les habían prestado la información que requerían. Ana Rosa, la mujer linchada, preguntaba mucho: ¿Así que tiene usted un hijo en Estados Unidos? ¿Le enviará dinero entonces? “Y yo le contestaba a todo, sin saber…”, dice el tendero. También la madre de Camila tiene un marido en Estados Unidos, que según algunas versiones ya es exmarido. Nadie sabe si ha venido al entierro de la niña. Acapulco, como Taxco, son ciudades muy turísticas y el crimen ya no es solo narcocrimen, está metido en cualquier negocio que deje dinero. El turismo es otra gallina que pone huevos de oro.
Entre la noche del miércoles y la tarde del jueves Santo, a pleno sol, horas antes de que las procesiones hicieran su recorrido, la tensión se corta frente a la casa de Ana Rosa y una pregunta vuela entre los curiosos y medio país que observa en vilo el desenlace del crimen, que se investiga protocolariamente como un feminicidio. ¿Por qué la policía no saca a los sospechosos de la casa? Pasan largas horas con la población concentrada hasta que se desata el pandemonio. A golpes echan abajo las puertas y sacan a la mujer y a los dos hijos que, supuestamente, habían llegado en sus taxis enterados de lo que estaba pasando. Nadie sabe si la niña pequeña y la mayor, de unos 14 años, estaban entonces en la vivienda, pero no se las ve. Hasta después. “Salió la mayor y se abrazaba a su novio llorando: mi mamá, mi mamá”, relata la vecina, que más de una semana después todavía tiene el susto metido en el cuerpo. En aquellas horas, la policía no les dejaba salir y se atrincheraron detrás de los visillos.
Callejón abajo llevan a la mujer hasta la carretera donde se agolpan decenas de personas a gritos. Los periodistas graban la tarde de sangre desde los drones. Seguramente nunca antes se tuvo un reporte tan completo de un linchamiento criminal. A patada limpia se resuelve el caso sin saber aún si la mujer es o no culpable o de qué. El cuerpo se ve como un pelele maltratado, una furia que deja pequeñas las oscuras procesiones de Semana Santa donde los encruzados de Taxco portan haces de espinos como penitencia. Ana Rosa está en manos de hombres y mujeres que desahogan su rabia: “Mátenla, perra, rómpanle las costillas, en la cara, en la cara”, azuzan a los que patean. “Es menos de lo que te mereces, maldita”. “Las niñas no se tocan”, se oyen voces en coro, como si se tratara de una manifestación ordinaria, mientras acaban con la vida de una mujer sin derecho a réplica. De nada le sirve a la desafortunada agarrarse a las piernas de un policía que se mantiene hierático. Herida, los agentes logran subirla a la batea descubierta del coche patrulla, también a uno de sus hijos, con la cara ensangrentada como un nazareno. Nadie se conforma. La vapulean, le tiran de la melena negra, le arrancan la camiseta, le patean la cabeza y logran sacarlos del furgón para continuar con la golpiza. Los periodistas relatan en directo con la respiración agitada sin dar crédito a lo que están viendo. No entienden por qué la patrulla no enciende el motor y se larga con los heridos en lugar de dejárselos arrebatar. Un nuevo grupo de guardias nacionales logra sacar a los hijos del tumulto, uno ya encarcelado y otro, de 17 años, recluido en un centro de menores a la espera del proceso judicial. La madre corre otra suerte. Prácticamente muerta, la suben de nuevo a la furgoneta policial que, en lugar de trasladarla de urgencia al hospital, la deposita en dependencias de la Fiscalía transportada de pies y manos con la cabeza exánime y la melena hacia el suelo. El vía crucis no parece tener fin.
Las declaraciones del alcalde de Taxco, Mario Figueroa Mundo, y del secretario de Seguridad de esta localidad de algo más de 105.000 habitantes, Doroteo Eugenio Vázquez, acaban de poner la guinda al pastel de la estupefacción. ¿Por qué no llevaron a la mujer al hospital? “No sabíamos la gravedad, los policías no tienen los conocimientos de un doctor; lo que pretendíamos era resguardarla en el Ministerio Público para que [allí] se dijera lo que se debía de hacer. Si la llevábamos al hospital, la turba se iba a ir hacia allá y no tendríamos cómo protegerla”, declaró el alcalde. Todos se escudaron en la escasa capacidad policial del pueblo, que no fue secundada por poderes superiores, dijeron. De ahí la tardanza en sacar a los sospechosos y ponerlos a recaudo, argumentaron, y de la inacción de los agentes antes la turba enloquecida, que no hicieron ni un disparo al aire, cuando la policía en México es de tiro fácil. Si la sospechosa pudo haber declarado quién o quiénes estaban detrás del secuestro y muerte de la niña, su boca está sellada para siempre.
Para completar el despropósito, faltaba el jefe de los policías, Doroteo Eugenio Vázquez, que se despachó, en medio del dolor de la familia, culpando a la madre de la niña muerta por no haberla protegido convenientemente. “Hubo una responsabilidad maternal y hay una omisión, porque si yo como padre tengo un hijo, debo vigilarlo, guiarlo, orientarlo. Aquí supuestamente la señora dejó salir a su niña sin las medidas de seguridad pertinentes”, declaró a los noticieros con elocuencia mejorable. Seis largos días después, renunció a su cargo.
México es un país acostumbrado a los linchamientos, que hace años se circunscribían a espacios rurales y se achacaban a ritos ancestrales con los que el tiempo no ha podido, así como a un hartazgo de la población ante la justicia que nunca llega. Chismes sin fundamento, que se tornan venganzas contra desconocidos en las que se purga la rabia por la miseria y el abandono institucional. Ya no es solo eso. Los expertos sostienen que el crimen organizado ha llevado los linchamientos también a las zonas urbanas, lastimadas de igual modo con enormes bolsas de penuria y estrecheces.
“Ahora tenemos evidencias de que muchos casos han sido orquestados o promovidos por la delincuencia organizada. No son aislados, hay una responsabilidad directa de estos criminales”, contestaba en entrevista a este periódico hace un año Tadeo Luna, criminólogo y estudioso de este fenómeno social en la Universidad Iberoamericana de Puebla. En el caso de Camila pudieron darse las dos circunstancias: la furia de los habitantes por la niña muerta que piden justicia mientras la toman por su mano y quizá oscuros manejos del crimen en una ciudad que los últimos meses ha vivido un rosario de violencias que paralizaban el transporte y cerraban los colegios y el comercio, o baleaban el coche del alcalde. La ciudad de la plata, decían las crónicas, está perdiendo brillo por culpa de los grupos armados.
El criminólogo de la universidad poblana dice hoy que quizá la policía muestra esa inacción por miedo a la masa enfurecida. También sugiere que “en muchos casos no saben cómo hacer, porque son muy pocos los Estados que tiene un protocolo de actuación para casos de linchamientos”, afirma. Pero su idea de fondo es que “el linchamiento le es funcional al Estado en el sentido de que mantiene la violencia en una dirección distinta, es decir, que la gente se tome la justicia por su cuenta es más cómodo para las autoridades que el hecho de que se organicen para exigirles seguridad, justicia y celeridad en las investigaciones”. Con esta lógica, continúa, “si la autoridad actúa, les colocaría en el centro de la violencia y no les conviene”. Caso cerrado. Quizá el crimen también prefiere que los supuestos culpables estén muertos en lugar de haciendo declaraciones a la policía. En todo caso, las autoridades han prometido la consabida investigación y lucha contra la impunidad.
Entre el callejón de las Flores y el de los Jardines hay apenas 100 metros, los que recorrió la niña Camila aquella tarde para no volver. Su cuerpo ya está bajo tierra y los vecinos echaron otro en el recurrente panteón de los linchados, para desazón de la madre de la niña, no solo porque fuera amiga y vecina de Ana Rosa: “Yo la quería viva, para que sufra el mismo tiempo que yo voy a sufrir, pero ella pudriéndose en la cárcel por lo que hizo”.
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