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ESTAR SIN ESTAR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tiempo y Destiempo

Será por la olla del calor que derrite neuronas y alarga los tiempos como relojes pintados por Dalí, pero estas líneas se distraen en la contemplación oscilante del tiempo como quien mira por el fondo de una botella de agua tibia

Ilustración: Jorge F. Hernández
Ilustración: Jorge F. HernándezJorge F. Hernández

En España es común decir que son las ocho menos diez para indicar las siete horas con cincuenta minutos, que por el contrario, en México son normalmente señaladas como “diez para las ocho”. El madrileño o murciando que indica la hora menos los minutos que faltan para su llegada da por hecho que esa hora es una cita inaplazable, mientras que en la Ciudad de México hay miles de sobrevivientes de terremotos y demás desgracias que no pueden dar por hechas las horas para las que aún faltan y están pendientes de cumplirse los minutos que las preceden.

Es de caballeros subrayar que llegar a tiempo implica no solo tardarse en cumplir una cita, sino también evitar llegar con antelación. Llegar a tiempo sería entonces sinónimo de estar puntualmente a la hora señalada y esos minutos que se mientan como pendientes no son más que una nebulosa impalpable de lo incierto. Luego están las legiones que seguimos marcando las horas en cuadrículas jornaleras, medir las veinticuatro horas de cada día incluso en nombrarlas por dígitos: las veinte con veinte, las veintidós treinta, etcétera. No pocos jóvenes desconocen este sistema y recurren al intento de cálculo o al telefonito para traducir las centenas en guarismos digeribles y en los Estados Unidos de Norteamérica (o en el mundo del cine de Hollywood) es ya lugar común considerar de “uso exclusivo del ejército” o de los dinámicos enredos del espionaje el uso de las once horas de la noche como “eleven hundred”.

Será por la olla del calor que derrite neuronas y alarga los tiempos como relojes pintados por Dalí, pero estas líneas se distraen en la contemplación oscilante del tiempo como quien mira por el fondo de una botella de agua tibia. Los autobuses parecen serpentear las calles de manera chiclosa, los turistas llevan ventiladores en la visera de sus gorras, el pavimento tortura las patas de los perritos falderos y se eleva por doquier un ligero aroma de transpiraciones ajenas que honra al culto del sobaco y redefine la palabra axila. Huele a sudor el que llega tarde o a destiempo y la dependienta que intenta cerrar anticipadamente el mostrador de sus ventas; huele a sudor el anciano incólume que dormita en la banca de un parque que está a punto de dejar de ser público, pues cierra sus puertas ante el ardor de las ramas, el peligro de incendios forestales en pleno jardín o el contagio de desmayos y caídas por puro golpe de calor.

Surge entonces la duda metódica de querer ser puntual en la cocción y envío de párrafos que —en otras condiciones climáticas— se cuajarían con rapidez y puntualidad. El punto de la estilográfica parece retrasarse y la prosa crónica quizá se vuelve más reflexiva y, por ende, deprimida ante un sinsentido profundo de los tiempos que vivimos y los destiempos que nos aquejan, los retrasos que incluso alivian y la puntual cronometría de las estupideces y abusos cíclicos que nos asedian incluso en la sombra demencial del calentamiento global, poco a poco, asándonos como propedéutico a los futuros congelamientos de confinamientos rotativos para que volvamos a perder el sentido añejo del tiempo.

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