Elisa Carrillo: “Nunca se me ha dado nada fácil”
La bailarina mexicana se fue del país a los 16 años y ha llegado a lo más alto de la escena internacional. Recibe a EL PAÍS en casa de sus padres, en Coyoacán, mientras se prepara para presentar ‘Bolero’
–Prevenidos. ¿Elisa, estás lista? Luz prevenida. Desde el tapping.
Elisa Carrillo aparece sola en el escenario del Centro Nacional de las Artes. Está de pie y con la malla parece desnuda. Tiene el pelo atado con una trenza color obsidiana que le llega hasta debajo del busto. Se sacude y la despeina. Mide más que un metro setenta sobre el escenario, poseída por la música, las piernas poderosas que la llevan de un lado al otro. Es el ensayo previo a la presentación de The Wall en Ciudad de México, una coreografía de danza contemporánea que cuestiona los muros, los físicos y los mentales. Ella ha traspasado varios.
“Elisa Carrillo”, cuenta de sí misma en un video de su página de Facebook, “es una mujer mexicana que se convirtió en primera bailarina del Ballet Estatal de Berlín”. La danza la ha definido desde niña. Se fue de su país a los 16 años y llegó a lo más alto de la escena internacional. Fue la primera mexicana en ganar los tres premios más importantes de la danza: el Prix Benois, el Alma de la Danza de Rusia y el Festival Dance Open de San Petersburgo. Hoy vive en Alemania, pero cada año vuelve a México.
–Está arriba–, dice la niña que abre la puerta. –Mi mamá.
La pequeña, alta para sus seis años, enseña el camino. Es la casa de sus abuelos, donde su madre, Elisa Carrillo, vivió cuando era también niña. La bailarina baja. Acaba de llegar del ensayo de The Wall. La trenza le dejó ondas en el pelo negro. Estos días no hay lugar en su agenda: se levanta pasadas las cinco de la mañana y termina tarde en la noche. En el medio, entrenamientos, juntas, entrevistas, presentaciones. Desde que llegó a México, no ha tenido tiempo de salir al jardín de casa de sus padres –saldrá esta tarde por primera vez para que le tomen fotos–. “Mayita, si quieres puedes sentarte aquí, mi amor”, le propone a la niña. No pierde la calidez ni la postura.
Carrillo nació en Texcoco, en el Estado de México, hace 41 años, y fue la última de tres hermanos. Cuando la familia se mudó a Ciudad de México, su madre, Elisa Cabrera, la empezó a llevar a clases de danza en una escuela privada de la colonia Escandón. “¿Para qué?”, le preguntaba su marido, Miguel Carrillo. “Bueno, para que camine derechita y elegante”, se ríe ahora Cabrera. Los dos conversan en uno de los estudios de la casa familiar en Coyoacán. El padre de Carrillo cree que el don le llegó a su hija en algún gen que, por circunstancias de la vida, ni él, ingeniero, ni ella, médica, desarrollaron.
Los maestros notaron pronto las aptitudes de la niña y a los siete años ingresó a la escuela de danza del Instituto Nacional de Bellas Artes. La madre de Carillo muestra fotos de esa época. El archivo que ha armado es enorme y meticuloso porque con él espera hacer un museo. Cabrera muestra una foto de la joven bailarina en el escenario a mediados de los noventa. Es el Concurso Nacional de Ballet Clásico Infantil y Juvenil en el que Carrillo obtuvo una medalla de oro que le valió una beca para estudiar en The English National Ballet School, en Reino Unido. Allí llegaron madre e hija el día del sepelio de la princesa Diana, el 6 de septiembre de 1997, cuando Carrillo tenía 15 años 10 meses.
“Estábamos fascinados con que ella hubiera obtenido esta beca”, cuenta su maestra Elsa Recagno, ya fallecida, en un video colgado en el perfil de YouTube de Carrillo. Los profesores habían visto “algo especial” en la niña. “Para bailar el ballet clásico se necesita una cierta proporción: piernas largas, pies con mucho empeine, el cuello largo, la cabeza ovalada. Luego viene una prueba de condiciones, donde se le ve la flexibilidad, el en dehors, que es la rotación hacia afuera de la región pélvica y de los pies”, explica la veterana bailarina en la grabación. Carrillo lo tenía todo.
Sentada en el salón de casa de sus padres, la bailarina agrega lo que ella cree más importante: “Hay que tener un aura especial y sobresalir entre todos los demás”. “Siempre puede haber bailarines que giren, que salten, que levanten la pierna más que el otro, pero el ballet clásico no es solo eso, es el corazón. Cuando un primer bailarín se para en el escenario, lo llena sin necesidad de hacer nada”. Quizás por eso la eligieron, con 18 años, para entrar al Ballet de Stuttgart, en Alemania, y más tarde al Ballet Estatal de Berlín, uno de los más importantes del mundo, donde hoy es primera bailarina.
Un trabajo de tiempo completo
En su entorno, coinciden en que Carrillo es muy disciplinada. También ella reconoce que es parte de la fórmula: “El trabajo, la disciplina y no darte por vencido ayudan”. Trabaja ocho horas diarias, de lunes a sábado, y si hay función los domingos el lunes arranca de nuevo. El entrenamiento incluye clases y preparación física. Cuida su alimentación, pero si está en México no se priva de los guisados de su madre. Al día siguiente, se asegura de sumar minutos a su entrenamiento. En una entrevista con el diario La Jornada en 2014 contaba: “El peso realmente no importa. El mío varía entre 52 y 53 kilos. La gente siempre dice que tienes que pesar 50 kilos y eso no es cierto. Si mides 1,75 no puedes pesar 50 kilos”.
La bailarina hace hincapié, también, en la salud psicológica. “Para llegar tienes que ser mentalmente muy fuerte porque pisar un escenario y hacer una parte principal no es fácil. Te estresas, te preocupas, puedes tener miedos, inseguridades… A todos nos pasa”, cuenta Carrillo. Hablar con sus colegas –incluido su marido, Mihkail Kaniskin, que también es bailarín– la hace sentirse mejor cuando la presión es demasiada. Un “Elisa, es que yo también siento terror” la ayuda, cuenta. Y la perspectiva que le dan sus padres a casi 10.000 kilómetros: “Nadie me va a matar si algo no funciona”.
‘Onegin’, un bolero y la Blancanieves morena
“Lo que están bailando, se llama Onegin. Mi sueño es bailarlo”. Eso le susurró Carrillo a su madre cuando llegaron a Stuttgart, mientras pasaban delante de uno de los salones de la compañía a la que acababa de entrar. La bailarina interpretó poco después a Tatiana, la parte principal de ese ballet, que está inspirado en la obra de Alexandr Pushkin. El 31 de julio cumplirá otro de sus sueños cuando interprete Bolero, una coreografía de Maurice Béjart para la pieza clásica del compositor Maurice Ravel. “Es como un maratón, es mortal. Sobre todo aquí en México con la altura. Los pasos se repiten, los detalles de los brazos y de las piernas son simples, pero mientras más simple más complicado”, asegura.
Bailar, describe, no es dejarse ir y esperar que “las cosas se dan nada más como magia”: “Todo el tiempo tienes que estar controlando”. Para lograrlo, habla consigo misma cuando está arriba del escenario. “A ver, respira. ¿Qué sigue? Tú puedes”, se oye decir. “Hay momentos que son clave y no puedo perder la concentración, pero sé que cuando llegue a tal punto ya voy a poder estar…”. Carillo suelta el aire y extiende los brazos. “Eso, ¿no? Esos segundos, tan cortos, hacen valer todo lo que hayas pasado”.
–¿Ha sufrido para llegar?
–¡Hasta la fecha!– Carrillo ríe fuerte y continúa. –Siempre. No digo que todo el tiempo sufras, porque no haría algo que solo es sufrimiento. Pero claro que sí. En cada paso de mi carrera ha habido momentos muy difíciles, de dolor, de desesperación, también de sufrimiento físico. A veces uno ve la parte bonita de los sueños, pero no es todo color de rosa. Hay días en los que piensas que no puedes. Creo también que es necesario para aprender y valorar lo que haces. La danza me transformó en quien soy ahora, me fue guiando y se volvió mi vida. A mí nunca se me ha dado nada fácil. Pero de alguna manera llegué.
Un maestro en Europa le dijo una vez que las bailarinas tenían que ser todas de piel blanca. “Era de las pocas que tenía otro tono de piel y rasgos más indígenas. Había algo de mí que me hacía sentir menos. No es de que a mí no me gustara ser como soy, sino que estaba en un mundo donde no todas eran como yo”, recuerda. A pesar de eso, años después interpretó a una Blancanieves morena que sería para su carrera un “parteaguas”. “Era una Blancanieves contemporánea. El coreógrafo quería tener la Blancanieves que se imaginaba y yo la podía interpretar. No era nada más el tono de la piel: era su movimiento, su sensualidad”.
Las compañías internacionales se han estado cuestionando sus propias prácticas en los últimos años. La Ópera de París elaboró en 2021 un informe en el que concluyó que la diversidad era “la gran ausente” de la institución; el New York City Ballet ya había eliminado en 2014 el black y el yellowface —usados para interpretar personajes considerados exóticos—; un año más tarde lo hizo el Royal Ballet de Londres; el mismo Ballet Estatal de Berlín inició una investigación tras una queja interna por racismo. Carrillo opina que estos debates “están afectando a la danza”. “Hay lugares donde se están cortando ballets”, señala y continúa: “Jamás me he sentido mal por maquillarme. Haciendo El lago de los cisnes hasta las bailarinas blancas se ponen un maquillaje especial. Yo interpreto y me tengo que convertir en el personaje”.
Difundir la danza en México
La bailarina se levanta del sillón para salir al jardín. Después de un día de ensayo, a su cuerpo le cuesta salir de la quietud en la que lleva una hora. La puerta de la casa de sus padres ha quedado bloqueada con cajas color rosa llenas de las zapatillas de danza que usarán los bailarines en Danzatlán, el encuentro internacional de danza más grande del país que se celebra hasta el 1 de agosto. Carrillo y su esposo, el bailarín ruso Mikhail Kaniskin, dirigen la Fundación Elisa Carrillo Cabrera, que organiza el festival. Los bailarines se conocieron hace 20 años, cuando los dos eran parte del elenco del ballet de Stuttgart.
Además de difundir la danza en México, la fundación entrega becas y apoyos a estudiantes de ballet. Desde su fundación en 2012, han entregado una veintena. “Hay mucho talento”, defiende la artista, “pero aún hay gente en el país que no conoce la danza y no piensan que se pueda disfrutar de ella”. Carrillo se queda contenta si, tras una función, los espectadores ríen, lloran o se enojan porque lo que vieron no les gustó. “Por lo menos fueron dos horas que les di alguna emoción”, explica. “Las máquinas no pueden hacer eso. Es lo único que en el futuro nos va a ayudar a seguir siendo seres humanos. Porque todo lo puede hacer un robot, pero ¿arte?“.
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