Korina y Denís enfrentan a sus torturadores (y la impunidad)
La justicia mexicana encarcela a tres marinos por torturar a una pareja de mujeres en 2011. Menos del 1% de denuncias por este delito llegan ante el juez
Suena a lugar común, pero la vida se abre paso por los lugares más insospechados, así tenga encima el cemento de varias capas de trauma y brutalidad. Nadie esperaría una sonrisa de Korina Utrera y Denís Blanco después de todo lo que han pasado, menos un chiste o una broma. Pero ahí están. En 2011, marinos las detuvieron y torturaron. Abusaron sexualmente de ellas. Luego un juez las mandó a prisión: los marinos las acusaban de ser parte de Los Zetas. Allá estuvieron cinco años y tres meses. Salieron absueltas en 2016 y empezaron a denunciar y ahora por fin, hace unas semanas, otro juez mandó a los torturadores a prisión.
El miedo es que el proceso contra los marinos quede en fuegos de artificio. En 2020, la Fiscalía mexicana inició 5.000 investigaciones por tortura y solo dos llegaron ante el juez, según la CIDH. En este caso, su insistencia y la de sus abogadas, parte del equipo del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro, ha sido fundamental. De los cuatro acusados, tres están ya entre rejas. Al momento de su detención y pese al proceso iniciado en su contra hacía años, los tres eran agentes en activo de la Armada. El cuarto acusado sigue en búsqueda y captura.
Para las dos mujeres, el miedo es también otras cosas: un recuerdo perdido que aflora en la conciencia un día cualquiera, la sensación de rechazo en el pueblo, la pérdida irrecuperable de la adultez y sus perspectivas… Y pese a ello las bromas afloran, las sonrisas aparecen. Al fin y al cabo están vivas y hubo momentos en que aquello -la propia vida- parecía deshacerse. Este lunes, las dos recordaban sus primeros días en la cárcel. Utrera decía: “Denís me tejió un anillo con hilo negro. Puso nuestra iniciales y un corazón en medio. Me lo mandó con las señoras que repartían la comida, ¡lo puso entre el pollo y la ensalada!”. Las dos se echaron a reír.
Originarias de Veracruz, Blanco y Utrera, que entonces contaban 31 y 23 años, eran pareja cuando todo aquello ocurrió. En 2011 vivían en Zempoala, Veracruz, de donde era la segunda. Allí trabajaban en un bar. Las cosas no marchaban demasiado bien entre ellas, no sabían si seguir juntas o no. A mediados de año, Utrera decidió probar suerte en Villahermosa, al sur de Veracruz. Poco después, Blanco la siguió. Era la última oportunidad, eso pensaban entonces. Pero apenas tuvieron tiempo de probarse.
En la mañana del 27 de agosto, hombres encapuchados irrumpieron en su casa de malas maneras. Se les echaron encima, gritando, maldiciendo. Ellas solo alcanzaron a ver un letrero que leía “Marina” en su pecho. Las cacheteban, les decían que no se hicieran “pendejas”. Entre golpe y golpe, ellas trataban de dar algún dato que revelara el equívoco. No podían ser quienes los marinos estaban buscando. En algún momento gritaron, “¡ella es mi novia!”, palabras que actuaron como carburante en la agresividad de esos hombres, según cuentan. A partir de entonces, la saña aumentó. La tortura y los abusos siguieron por 30 horas.
La Marina y Calderón
Penúltimo año del Gobierno de Felipe Calderón, 2011 marcó el inicio de la ofensiva contra Los Zetas. Integrantes del grupo criminal habían perpetrado matanzas de migrantes en Tamaulipas en los años anteriores, habían lanzado cacerías contra poblaciones enteras en Coahuila. Su marca y sus formas se extendían más allá del noreste, lugar donde habían prosperado. Enzarzado en una guerra contra el narcotráfico desde hacía cinco años, el Gobierno y sus estrategas cambiaron el guion. La guerra ya no sería contra el narco, al menos contra todo el narco. Los Zetas se convertían en el objetivo principal.
El problema del plan maestro del Ejecutivo fue la brutalidad de las corporaciones que lo pusieron en práctica, amparadas en el empuje de los mandos. De 2006 a 2012, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) recibió más de 30.000 quejas contra servidores públicos del ramo de seguridad, principalmente por tortura, ejecuciones, cateos ilegales, desaparición forzada y detenciones arbitrarias. La abogada Melissa Zamora, del Centro Pro, dice: “Hemos documentado otros casos de mujeres sobrevivientes de tortura sexual cometida por elementos de la Secretaría de la Marina, incluso en la misma zona y en años cercanos a los de esta investigación, que incluso podrían constituir un patrón”.
Periodistas y organizaciones de defensa de derechos humanos han documentado decenas de casos de tortura cometida por marinos y militares esos años en todo el país. En 2013, por ejemplo, marinos detuvieron ilegalmente, torturaron y entregaron a policías para que armaran una historia de detención falsa a varios habitantes del Estado de México y Guerrero, en su lucha contra el grupo criminal de La Familia Michoacana. En 2011, agentes de la Fiscalía militar detuvieron y torturaron a una docena de compañeros en Saltillo, Coahuila, por su presunta cercanía con Los Zetas. EL PAÍS ha documentado ambos casos. En ninguno hay detenidos por la tortura.
La pesadilla que vivieron Korina Utrera y Denís Blanco en Villahermosa muestra una forma de actuar que trasciende lo mafioso. No solo fueron confundidas con integrantes de Los Zetas y agredidas en su propia casa, a pesar de sus intentos de demostrar que aquello era un error, sino que sus atacantes se ensañaron con ellas por su orientación sexual, llegando a extremos de violencia cuyas secuelas físicas duraron años. En el caso de Utrera, por ejemplo, uno de los marinos la violo con sus manos enguantadas en la batea de una camioneta, provocando abrasiones y lesiones, visibles todavía años después, cuando peritos de la CNDH documentaron el caso.
Para Zamora, la detención de los marinos es una noticia estupenda, aunque debería servir para escalar la cadena de mando de la dependencia. “Este avance es relevante frente a la impunidad que impera en la mayoría de las denuncia de tortura, pero como en otros casos, sólo se apunta a los responsables directos, y no a aquellas personas o estructuras encargadas de que estas prácticas no ocurran al interior de la institución”, señala la abogada.
El miedo y la ansiedad
“Todo esto me da mucho frío”, murmuraba el lunes Denís Blanco. Ella y Utrera repasaban el ataque y sus años en a cárcel, un lustro que concluyó con una sentencia absolutoria de 98 páginas, documento que echa por tierra la versión de los marinos. Utrera recordaba la actitud de los agresores el día del ataque: “Yo les escuché decir mientras me estaban torturando, ‘es que buey, no es ella’. Quiero decir, hacen las cosas nada más por hacerlas”.
Varios casos de violaciones graves a derechos humanos cometidas por autoridades desde los años de Calderón muestran que la fabricación de mentiras judiciales bajo el ala institucional es tristemente común. Una unidad de la Fiscalía mexicana ha pasado los últimos tres años destejiendo la verdad urdida por sus antecesores en torno al caso Ayotzinapa, el ataque de criminales y policías contra estudiantes normalistas, ante los ojos de militares, que monitorearon los eventos en tiempo real. La mentira ahí era tan robusta que apenas la semana pasada, casi ocho años después del ataque, los investigadores descubrieron que precisamente efectivos de la Marina manipularon uno de los escenarios donde ocurrieron los hechos.
El caso de Blanco y Utrera muestra otro montaje, que coloca a las mujeres en un lugar distinto a una hora distinta de la real, manipulando droga. En un país donde la mayoría de delitos no se castigan, ellas dos pasaron cinco años en varias prisiones, penalizadas desde su entrada. “Nada más llegar nos separaron”, decía Utrera, “a mí me metieron en el modulo de las lesbianas. Nos llamaban los niñitos, los vatitos”. Pese a todo lo que había pasado y a su separación en prisión, las mujeres encontraron fuerzas para el amor. Blanco le tejió el anillo a Utrera, una forma de decirle que quería seguir siendo su novia. Utrera le mandó días más tarde una pulsera y le dijo que sí.
Mientras ellas peleaban por su vida, empezaron a moverse en los juzgados. Lo primero era demostrar su inocencia y luego, probar la tortura. Todo en medio de un clima de absoluta volatilidad, cambios de módulo y prisión incluidos. Una vez, cuando estaban presas en Mexicali, las autoridades penitenciarias las sacaron de allí por miedo a un motín. “Decían que los hombres querían pasar a nuestros módulos. Era peligroso. Ya habían pasado alguna vez y habían embarazo a custodias”, explicaba Blanco.
Con el tiempo, la justicia les dio la razón y el juez las sacó de prisión. Ya fuera, ellas y las abogadas trabajaron para empujar el caso contra los marinos, un camino sembrado de minas. En agosto del año pasado, por ejemplo, la Fiscalía federal presentó el caso al juez y pidió detenerlos. Pero el juez negó las detenciones porque “no se acreditaba que el sufrimiento generado a las mujeres fuera grave”.
Las mujeres recurrieron y finalmente en noviembre, un tribunal superior accedió y ordenó detener a los agresores, cosa que ocurrió finalmente a finales de febrero. Cuando Blanco y Utrera supieron de las detenciones, más que alivio, sintieron una mezcla de miedo y ansiedad. Los años que han pasado desde su liberación les han enseñado que la vida no perdona y los vecinos menos. “Todo el mundo me dio la espalda”, dice Utrera, “yo era muy amiguera y ahora ya ni me saludan”.
Las mujeres conviven además con el miedo a una posible represalia de compañeros de los marinos. Utrera cuenta por ejemplo la reacción de su papá cuando supo que los habían encarcelado: “Ay no, Kori, está bien, pero van a venir por nosotros”. Así, las escenas son del todo extrañas, porque mientras los marinos están en la cárcel, ellas no salen por miedo. Eso por no hablar de la pelea de años con la maltrecha Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas que aún hoy no las ha indemnizado, como víctimas que son de las fuerzas del Estado.
Blanco y Utrera ya no son pareja, pero se respetan y quieren. Y además de compartir un pasado terrible y cantidad de planes que no fueron, aún encuentran espacio para burlarse de las novias que una y otra tuvieron en prisión, cuando el encantamiento del anillo y la pulsera dejó de funcionar y asumieron la realidad mínima de sus celdas estrechas. Las mujeres parecían en paz. O todo lo en paz que alguien puede estar cuando el Estado te pasa por encima.
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