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“La güerificación mental del mexicano me preocupa un montón”

El escritor Julián Herbert advierte que el lenguaje políticamente correcto es una solución “fácil”: “Si me subo a ese tren, solo me estoy haciendo güey con la realidad”

Antonio Ortuño
Retrato del escritor mexicano Julián Herbert durante la FIL de 2019.
Retrato del escritor mexicano Julián Herbert durante la FIL de 2019.FERIA DEL LIBRO DE GUADALAJARA

Nació en el sur del país pero desde la adolescencia vive en el norte. Acota que se consideró un escritor “del norte” solo cuando serlo carecía de prestigio. Se hizo conocido como poeta pero se consagró con una novela, Canción de tumba (Premio Elena Poniatowska 2012), ampliamente reeditada y traducida, y pionera en la lengua castellana de la reciente ola narrativa de autoficción. Ahora es un explorador habitual de la crónica y la no ficción. Vivió en un sitio llamado Ciudad Frontera y su trabajo literario pareciera residir aún allí, en las orillas y los límites. No cabe duda de que Julián Herbert (Acapulco, 1971) se siente cómodo en las charlas que saltan de la observación social a la reflexión literaria.

Pregunta. Tu condición migrante tiene una importancia central en tus obras. ¿Cómo era el país en que creciste y cómo el que ves ahora?

Respuesta. Voy a contestar al revés, partiendo del final de tu pregunta para ir hacia el principio, por una cosa muy básica, que tiene que ver con que hace rato fui al súper. Mi sensación de ir al súper fue muy proustiana, en el sentido de un regreso a la infancia muy intenso, muy cabrón. La sensación visceral de: “Estamos metidos en una bronca tremenda”. Y también la sensación de los estantes medio vacíos, de que este momento, más allá de las decisiones políticas, el momento de la pandemia, le pega mucho —en mi caso al menos, pero lo veo en otras personas— a un sentimiento del pasado y un sentimiento de circularidad nefasta. Porque mi sensación de la discusión contemporánea tiene que ver con lo mal que se está llevando a cabo el tema del petróleo en México, tiene que ver con el culto a la personalidad del presidente y con señalamientos que el poder no quiere ver y, al mismo tiempo, con un extremo empresarial que te quiere salvar con discursos que son del tipo de “No me ayudes, compadre”, o sea, que dan pánico también. Siento mucha desazón. La polarización que veo en el país me regresa a ese sentimiento de la infancia, que para mí fue la crisis de los ochenta, que en mi experiencia es el momento en el que más he padecido en mi vida. Entre 1981 y 1984, más o menos, la sensación de zozobra fue muy directa, porque mi familia perdió su casa. Vivimos casi en la miseria, cabrón, y tuvimos que irnos a distintas casas incluso, los hermanos. Y hay una cosa muy básica que va más allá de la parte intelectual, que es cómo vives estas experiencias como papá, cómo vives estas experiencias como un güey que tiene una familia y tiene que responder a ese contexto. Entonces tengo esta sensación de que hay un presidente que es José López Portillo, ¿no?, y luego se quita la máscara y debajo está De la Madrid, luego se quita la máscara y debajo está Salinas. Y así te vas hasta llegar a López Obrador, pero es el mismo güey con ocho máscaras distintas, y en el fondo lo que no ha cambiado nada es que la clase política de este país está podrida.

P. Tú eres uno de esos escritores que no se fueron a vivir a Ciudad de México para impulsar su carrera. ¿Qué significa vivir en un país tan centralista política, económica y culturalmente, como México?

R. En las últimas dos décadas hubo cambios muy importantes en la cultura, en la manera en la que se concibe la cultura desde la ciudadanía, desde la vida cotidiana. No es fácil crecer y desarrollarte en estas zonas [“periféricas”] o mantenerte acá. De alguna manera también es una periferia buscada, tampoco quisiera romantizarla, porque yo creo que es una periferia que a muchos de nosotros nos dio un espacio de poder y un espacio de discurso. Precisamente porque no estás en el desgaste cotidiano. Hay una moneda de cambio en no vivir en la Condesa o en la Roma. Te da cierta perspectiva de las cosas. Puedes responder más despacio a la discusión literaria, por ejemplo, puedes ir un poco más lento. Mi sensación como narrador y con los narradores de esta generación, y algunos un poco más jóvenes como, por ejemplo, Fernanda Melchor, es que empezamos más lento, que no tenías que estar todo el tiempo quemándote por publicar tu novela a los 22 años… Y de pronto se pierde de vista el impacto que tuvo, no sé si lo va a seguir teniendo, pero el impacto que tuvo el Fonca [Fondo Nacional para la Cultura y las Artes] en muchos escritores. Porque no era solamente el paro de que te den una lana para trabajar, tener un ingreso, una entrada de dinero, sino la asesoría, la red de comunicación… Aunque se diga que el Fonca ha beneficiado mucho más al centro del país, creo que tuvo un efecto, para mi generación, muy importante. Al mismo tiempo, México sí sigue siendo un país sumamente centralista, con un discurso muy ensimismado en muchos de los casos, pero por lo mismo, creo yo… No te ven venir… [risas]. Perdón que lo diga así, con una imagen tan de barrio, pero sí es una condición que como escritor puede ser muy atractiva. Porque no te ven venir. Me acuerdo mucho de una polémica que hubo entre Eduardo Antonio Parra y Christopher Domínguez Michael sobre lo que estaba pasando con la literatura escrita en el norte de México, por ejemplo, hace veinte años. Si uno regresa a esa polémica en este momento, pues no hay punto, ya no hay caso para la discusión. Si tú tienes a un narrador diciéndote dos o tres cosas, y al crítico más prestigioso del país diciendo lo contrario, y resulta que el narrador le atinó a todas y el crítico más serio y más importante del país andaba medio desenganchado, pues sí ves que es un tema acerca de la cultura en términos geográficos también, ¿no?

P. En un primer momento fuiste reconocido como poeta. A partir de Canción de tumba lo has sido como narrador, pero también has incursionado en la no ficción, en la crónica. Es decir, has ido saltando entre géneros. ¿Qué cosas de algunas de estas vertientes literarias te llevas a las demás? ¿Qué significa para ti ese trabajo “poliamoroso” en términos literarios?

R. Me gusta mucho esa definición de poliamoroso.... Yo creo que tiene que ver con la migración. Para mí tiene que ver con haber salido de Acapulco y haber llegado a Coahuila, y tiene que ver con cosas de la cultura pop. Tiene que ver con mixturas… Hay una cierta fuerza inherente, desde mi perspectiva, hacia lo impuro, hacia esa cosa fronteriza… Por ejemplo, tiene que ver con la lengua inglesa, yo creo. Yo nunca estudié formalmente inglés, pero en la calle, en Acapulco, oyes inglés todo el tiempo. Los niños hablan inglés ahí porque andan en la Costera consiguiéndose una moneda. Luego en… en la frontera, en Ciudad Frontera, ¡yo crecí en un pueblo que se llama Ciudad Frontera! Y la infancia es destino, dicen. Entonces, también, en ese pueblo la televisión que veía era el canal 8 de Laredo, que es un canal de televisión en inglés. Mi sensación es vivir en esa zona fronteriza de lenguajes y la sensación de estar escuchando, de este lado de la oreja, rock todo el tiempo, porque es lo que había en la casa y lo que oía mi hermano mayor, y del otro lado, en el barrio, todo el tiempo cumbias… Había una cosa ahí muy flexible. Para aterrizar en la literatura, yo siempre parto de la idea de la poesía para lo que hago, pero también son condiciones cognitivas, porque yo siempre empiezo por la oreja, a través de la poesía. Pero como buen neurótico, como buen obsesivo-compulsivo, quiero que las cosas tengan un cierto orden. Entonces, esta tensión entre el flujo de lo sonoro y la necesidad de un orden, a mí me empujó desde el principio a la poesía narrativa y luego a buscar las distintas formas de la prosa. Muchos escritores de mi generación se formaron en otras cosas, estudiaron economía, o no sé… Yo estudié letras, que es una cosa que se volvió rara con el paso del tiempo. Y este rollo con las formas... Para mí, más que ser experimental es medieval. La literatura medieval era así, muy impura, y los géneros estaban mezclados y de repente en las novelas aparece a la mitad un poema, y luego están contándote una historia, o digamos Historia, con mayúsculas, pero está narrada como novela…

P. La literatura del norte del país cobró notoriedad a principios de este siglo en México y dejó toda una serie de nombres propios a seguir. Daniel Sada o Élmer Mendoza ya son escritores del todo el orbe hispánico. Roberto Bolaño llegó a decir que Sada era el mejor escritor de su generación. Literariamente es muy evidente, digamos, tu filiación, pero también tu tensión con la literatura del norte. ¿Cómo te ubicas en ese mapa?

R. Eso también se me hace que es un tema muy chingón… Yo creo que me sentí más escritor norteño en la medida en que no valía gran cosa serlo, ¿no? Como Dani Sada, característicamente... Porque ese güey inventó un lenguaje, inventó un norte. Yo crecí en la pequeña región donde sucede la mayor parte de las páginas escritas por Sada y, bueno, es un mundo que escribe de manera muy precisa, y al mismo tiempo que no existe. Es uno que se inventó Daniel, con una potencia lingüística y una imaginación muy impresionantes. Pero Daniel Sada no estaba usufructuando ser un escritor norteño, digamos, ¿no? A mí me importa mucho vivir aquí, vivir en Saltillo, vivir aquí en la esquina donde vivo, enfrente de un antiguo cine que pintó Edward Hopper. Pero con los temas y las metáforas que se fueron volvieron básicas para hablar de “literatura norteña” ahí ya traté de pintar mi raya. Todavía a veces visito esos temas y a veces me cruzo por ahí, pero prefiero que sea por accidente o que yo no me dé cuenta; no lo busco, incluso trato de irme más hacia otro lado, geográficamente y lingüísticamente. Yo creo que hay muchos discernimientos mitificados de uno como escritor, ¿no? Trato de sacarles un poco el cuerpo a esos discernimientos mitificados, a esa noción de que tú eres un “poeta de la tradición” o “de la transparencia”, o que eres “un escritor norteño”… Todas esas posibilidades y etiquetas me parecen interesantes, pero también es un riesgo engancharse con ellos y quedarse ahí, porque siento que se te mella el filo. Sí, para mí la relación con el norte en esta época tiene menos que ver con la literatura que con la vida cotidiana. Me gusta mucho vivir en el norte. Es una zona que me produce muchas imágenes mentales. Y prefiero lidiar con el tráfico de Saltillo. Dos días del tráfico de Ciudad de México y ya me estoy asfixiando.

Retrato del escritor mexicano Julián Herbert.
Retrato del escritor mexicano Julián Herbert.FERIA DEL LIBRO DE GUADALAJARA

P. En Canción de tumba, pero también en Un mundo infiel y en tus cuentos, en tus crónicas, asoma la calle, la vida cotidiana del país. Hay un contexto en el que suceden las cosas y ese contexto es México. ¿Qué tan importante es para ti contar el país?

R. Los escritores de otras generaciones, y pienso concretamente en Carlos Fuentes, narraron México programáticamente. Es decir, en la obra de Fuentes, para bien y para mal, hay un programa narrativo en torno a la construcción y el análisis de México. Y para muchos de nosotros eso resulta muy chabacano ya, ¿no? Pero también creo en México como tema, creo que es un país fascinante de narrar. Muchos escritores extranjeros lo vieron así. Porque México está lleno de metáforas acerca del lado oscuro de la carretera. Lo que a mí me pasa con narrar México es que yo voy por el material. Hay una densidad que tienen los materiales y uno va ahí un poco como minero. A mí no me tocó París y no me tocó tampoco Uganda. Trabajo con lo que tengo a la mano y a veces me gusta ir a otros territorios y a otras culturas, pero siempre inevitablemente las voy a ver con este marco de barbarie. Porque los europeos y los gringos siempre dicen que, de un modo o de otro, nosotros no somos Occidente, somos la periferia. Y yo les tomo la palabra, güey: yo soy un pinche bárbaro, yo soy un pinche bárbaro latinoamericano, mestizo, injertado de apache y lo que me interesa más de la cultura occidental es cómo la puedo barbarizar.

P. Hace años se publicaron varias novelas importantes cuyo tema central es la hiperviolencia mexicana y una de las vetas de esa hiperviolencia tiene que ver con la que se ejerce contra los migrantes. Tú pusiste sobre la mesa una pieza distinta con La casa del dolor ajeno rastreando las raíces xenofóbicas en el pasado, en la masacre de chinos en Torreón. ¿Qué encontraste en esa indagación que te pareció relevante de llevar a este debate abierto?

R. Empecé queriendo hacer una crónica de unas veinte páginas para publicarla. Mi intención era entrevistar taxistas, ese era mi plan original. Y lo que fue saliendo, lo que creo que me pegó muy fuerte, fue este rollo de que hayan enterrado a estos güeyes [las víctimas de la matanza] en una fosa común afuera del panteón. O sea, ¿ni siquiera como muertos pueden entrar en nuestra realidad? Y para mí eso le pega muy de lleno a mi tesis sobre este tema, que es el combustible que significa la impunidad. Yo creo que la impunidad, y esto funciona en distintas capas, es uno de los elementos que más combustible le ponen a la forma en que se practica la violencia en México. Hay muchos factores en distintos lugares para que la violencia se estructure, ¿no? Se habla de esto, cómo surgen los grupos violentos y luego pierden su función, pero mantienen su poder. O sea, más allá de la guerrilla, más allá de la autodefensa, ahí se van generando estructuras violentas, pero estas estructuras violentas nunca son desarticuladas, para empezar, porque nunca hay un estado de derecho que llegue ahí a decir: “A ver, güey, ¿quién hizo qué? ¿Cómo sucedió esto?”. Ni siquiera el relato es posible y eso es una de las cosas que si tratas de contar la historia de un feminicida, tratas de rastrear un feminicida en México, va a estar muy difícil darle la forma del relato, esa cosa que Revueltas llamaba el realismo dialéctico. Que la realidad cobre una cierta estructura que la vuelva narrable. Entonces, la impunidad es lo inenarrable y a mí eso es lo que me interesaba sacar de La casa del dolor ajeno. Y por eso no es una novela, sino una crónica y por eso tiene esta forma como rizomática de ir hasta el pasado chino y luego tratar de llegar hasta el presente, incluso hay un pasaje sobre una serie de asesinatos en Apatzingán o una mención a Ayotzinapa. Porque para mí el tema es que no hay una estructura narrativa porque no hay un estado de derecho. Uno tiene que inventarse las estructuras narrativas de esta realidad. También para mí el tema ahí era pensar cómo un país cuya vida y economía dependen tanto de la migración puede ser tan ciego frente a quienes migran. Los mexicanos tenemos esta cosa rara que si nos ponen un espejo enfrente todos somos más o menos güeros, ¿no? Entonces eso para mí siempre ha sido muy extraño. Esa “güerificación” mental del mexicano me alarma un montón. En México parecería que todos descendemos de Agustín de Iturbide.... Lo que a mí me interesa mucho decir en La casa del dolor ajeno es que, por ejemplo, la gente de Torreón habla mucho de los migrantes que vinieron de Alemania, y la realidad es que Torreón es una ciudad hecha de migrantes que venían de México, que venían del centro del país. El 80% de ellos, gente muy pobre y desempleada como en cualquier ciudad que está en desarrollo. Entonces, esa como romantización del mexicano, de sus espacios y sus territorios… Me pasó ahora, más allá del conflicto político, cuando el gobernador de Jalisco, en un estallido de violencia, dice: “En Jalisco no resolvemos así las cosas”. Y yo pienso: “Güey, ¿dónde estabas mientras el Cártel Jalisco Nueva Generación ha asolado este país?”. Y no es por hablar mal del gobernador de Jalisco, ni de Jalisco, esa es la realidad nacional. Hace poco recordaba que Foucault dice que el verdadero enemigo es el fascismo que tenemos en la cabeza y que nos hace amar lo que nos oprime. Eso es algo muy fuerte en México, esos brotes de racismo y esa lucha contra los migrantes en el fondo es convertirnos, como sociedad, en las herramientas de aquello que nos oprime a nosotros también.

P. En el presente existen una serie de debates que tienen que ver con la posición que guarda la literatura ante las controversias sociales. Se discute si los personajes de una novela deberían o no comportarse con respecto a ciertas ópticas o si al momento de abordar un tipo de comportamiento, el escritor está justificándolo o incluso promoviéndolo. ¿Cómo se cruza ese campo minado que queda, a veces, para el escritor?

R. Yo creo que en este momento lo más honrado es decir: “Güey, no sé”, yo empezaría por ahí. En este momento particular estoy en el estado de confusión por muchas cuestiones sociales y políticas, pero también personales y existenciales. Me recuerda mucho este momento en la juventud cuando empiezas a escribir y no estás seguro. Estás ahí como en ese erotismo de lo estético, ¿no? Tengo dos o tres certezas que no vienen de ninguna clase de sabiduría, sino de la convicción. Yo tengo la convicción de que esta madre [la escritura] es una artesanía. Y, como artesanía, tiene una técnica. A mí me importan mucho la discusión social y la discusión política, y me gusta estar ahí, pero de pronto me sorprende que la discusión de lo técnico de la literatura haya pasado a un segundo término. Si yo quisiera discutir a la sociedad, me hubiera formado como sociólogo y me dedicaría a la sociología ¿no? La discusión de lo social es importante, pero porque cruza el barrio donde vivo, que es el barrio de la literatura... Un cineasta puede discutir de filosofía y puede discutir de identidad de género, pero un cineasta siempre sabe cómo es un emplazamiento, cómo se llaman los encuadres, tiene una conciencia de cómo va a editar y conoce la amplitud de sus lentes. Y tú puedes ser una gran compositora y una feminista feroz, pero el mecanismo con el que compones finalmente tiene un principio matemático, una técnica y un aprendizaje. Si yo tengo que escoger entre un personaje higiénico para la realidad y un personaje que refleje la realidad en la que vivo, voy a escoger, diez de diez veces, un personaje que refleje la realidad. Entonces, también creo que eso pasa con los lenguajes políticamente correctos, que para mí son una de las cosas que más le pegan a la cultura en general. Los lenguajes políticamente correctos son fáciles de practicar. Tú dices ‘todes’ y resuelves un problema, el de un falso neutro dentro de un idioma que ha sido históricamente sexista. Entonces, ‘todes’. Es una solución muy rápida, muy fácil. Y a mí me parece que las soluciones fáciles no son para una mente que pone la razón estética por delante. Más allá de cuál sea su identidad de género, sexual, etcétera. Me parece que a la banda que se dedica a las artes, lo que más nos mueve y más nos interesa son las soluciones difíciles, porque las soluciones difíciles lo que hacen es sacar la entraña del conflicto. Tzvetan Todorov decía que el lenguaje fácil, el lenguaje de la propaganda, se convierte en palabras bellas para camuflar la ausencia de hechos. Entonces, a mí me parece que lo políticamente correcto tiende a ponerle un barniz del lenguaje y ponerle un barniz de inclusión a una realidad que no es incluyente. Ese también es otro de los temas: a mí me convendría ser políticamente correcto. En esta época es muy conveniente ser políticamente correcto, pero mi realidad cotidiana es que yo soy un güey que se dedica a un oficio, tengo cincuenta años, lo practico con alguna habilidad y si yo viviera a mil kilómetros de donde vivo al norte, viviría poca madre, y mi realidad es que vivo a esos mil kilómetros al sur y eso ya me partió la madre, y el discurso políticamente correcto no lo va a resolver. Y no es como que yo sea un güey oprimido, ¿no? Pertenezco a la clase media, tengo una cierta estabilidad y un cierto prestigio, y vivo en un país de gente que está oprimidísima y jodidísima y si me subo en el tren de lo políticamente correcto, pues nada más estoy haciéndome güey con una realidad que está ahí y no solamente con esa realidad, sino con mis carencias.... Finalmente, en última instancia, yo lo que quiero es escribir un libro que sea estéticamente relevante y que me importe. Me parece una chinga que tengas que escribir cosas que no te importan para que el mundo piense que eres una buena persona. A mí no me importa que el mundo piense que soy una buena persona. Mi hijo tiene 10 años y acaba de empezar a escribir una novela… Y yo de pronto lo veo escribir toda la mañana sin parar y pienso: “Güey, ¿cuándo dejé de pensar así? ¿Cuándo dejé de ser esa clase de escritor que es mi hijo de 10 años?”. Quiero volver a ser ese güey. No quiero que me acepten en el próximo partido más liberal de México. Lo que quiero es volver a escribir así, cabrón.

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