China, la India y Brasil: las potencias emergentes que no se pliegan ante los aranceles de Trump
La mayoría de BRICS negocia con el republicano desde la firmeza, una estrategia diferente a la de la UE, que ha cedido para firmar un acuerdo comercial con EE UU, y que de momento reporta buenos resultados a Pekín
Pie en pared frente a la agresiva política arancelaria de Donald Trump, sin precedentes en la era moderna. En contraste con la actitud conciliadora de la Unión Europea o de Japón, que no han tardado en ceder ante al presidente estadounidense para evitar un choque comercial de consecuencias indescifrables —pero graves, muy graves—, un ramillete de potencias emergentes, todas ellas pertenecientes al grupo de los BRICS, sí está plantando cara. Pese a lo mucho que se juegan, ni la India, ni Brasil —ambas soportan el mayor arancel de cuantos ha impuesto el republicano (50%)—, ni China (30%), ni —en menor medida— Sudáfrica (también 30%) han optado por el camino más corto: dar su brazo a torcer. La llamada de este viernes entre el presidente estadounidense, Donald Trump, y su homólogo chino, Xi Jinping, refrenda —al menos a corto plazo— los resultados de esa estrategia. Ambos dirigentes transmitieron una imagen de entendimiento al final de la conversación telefónica, aunque evitaron ofrecer detalles sobre cómo queda la guerra arancelaria entre los dos países tras ese diálogo.
Cada caso es un mundo. En el de China, la motivación del arancel estadounidense está a caballo entre lo económico y lo geopolítico: el déficit comercial de Washington con Pekín es enorme, como también lo es el temor a que el gigante asiático acabe desplazándole de la cúspide mundial. En el de la India entra en juego un elemento externo, Rusia: el argumento de la Casa Blanca es que le compra ingentes volúmenes de petróleo, financiando así indirectamente su campaña bélica en Ucrania. En los de Brasil y Sudáfrica, todo es político: el juicio al expresidente Jair Bolsonaro, amigo y aliado de Trump, y la supuesta persecución a los granjeros afrikáners (blancos y descendientes de los colonos europeos).
Sin embargo, todos ellos —y muy particularmente los tres primeros— comparten el rechazo frontal al giro comercial de Washington. Puertas abiertas a negociar, sí, pero con mucha mayor firmeza que otros grandes damnificados. Empezando por la UE y siguiendo por México o Canadá, que aunque retóricamente también se han mantenido firmes, no han dejado de hacer guiños para evitar una ruptura total en la relación comercial más engrasada del globo.
Pekín: pulso sin apenas daños
China ha sido la potencia que con más firmeza ha sostenido el pulso a Trump. Y ha salido, de momento, casi intacta de la contienda. Habiendo sufrido ya en carne propia la furia arancelaria del republicano en su primer mandato, se preparó a conciencia para esta segunda batalla. Definió los sectores con los que podría hacer daño a Estados Unidos si las cosas se ponían feas —y se pusieron feas—, y ha replicado cada gravamen con una andanada comercial equivalente. En paralelo, ha denunciado toda nueva ronda de impuestos ante la Organización Mundial del Comercio (OMC, otro objetivo predilecto de Washington, de la que Pekín se ha convertido en paradójica valedora). Algo que no ha hecho, por ejemplo, la UE, también acérrima defensora del ente intergubernamental con sede en Ginebra (Suiza).
Pekín ha respondido con una retórica implacable, incluso belicosa, llegando a desempolvar los discursos de Mao Zedong en los tiempos de la guerra de Corea, la última que enfrentó a ambas potencias en el campo de batalla. “No importa cuánto dure esta guerra; nunca cederemos”. China, llegó a asegurar un portavoz oficial, está lista para enfrentarse con EE UU “hasta el final” en una guerra arancelaria “o cualquier otro tipo de guerra”.
El baile de cañonazos fue un crescendo de gravámenes cruzados que alcanzaron en abril la cifra estratosférica del 145% de EE UU sobre los bienes chinos y del 125% en sentido contrario. Casi de un día para otro, los fletes de China a EE UU cayeron un 64%: los intercambios quedaban prácticamente inhabilitados y el muro comercial equivalía ya a un embargo de facto. Pekín replicaba tocando una fibra particularmente sensible, al restringir las exportaciones de minerales críticos, imprescindibles para las industrias punteras y la de defensa.
Solo entonces Washington se sentó a negociar. Ambas partes lograron templar gaitas a partir de mayo, con dos encuentros de alto nivel entre los responsables de las carteras económicas y comerciales, y dos conversaciones telefónicas entre Trump y Xi, a las que seguirán, según lo anunciado este viernes, reuniones en persona en octubre y después en 2026. Tras el primer contacto, se rebajaron los aranceles: pasaron a ser del 30% de EE UU a China y al 10% en sentido contrario. Y Washington decretó una tregua hasta agosto, que luego prolongó hasta noviembre.
China ha aprovechado la nueva geopolítica de Trump contra todos para desplegar, ante el resto del mundo, la imagen de socio económico fiable y defensor de la globalización. Con un muy relevante acercamiento a la India, con quien arrastraba una larga lista de desencuentros diplomáticos y escaramuzas fronterizas.
Nueva Delhi: de aliado a enemigo
La India —el país más poblado del planeta, una potencia en auge y la quinta economía mundial— era clave de bóveda de la estrategia estadounidense para contrarrestar el ascenso de China. Sin embargo, sus lazos energéticos con Rusia, a quien compra ingentes volúmenes de petróleo a precios por debajo de mercado, ha sido el argumento de Trump para sacar su látigo arancelario. A finales de julio, cuando concluía el plazo para la tregua parcial, Washington castigó a los productos indios con un arancel del 25%.
Ante la constatación de que el primer ministro Narendra Modi no cedía ni un milímetro, Trump anunció que duplicaba el golpe hasta el 50%. Cuando el gravamen entró en vigor, a finales de agosto, destacó una voz en defensa de Nueva Delhi: la de Pekín. Y en una caprichosa sincronía, tres días después, el primer ministro indio aterrizaba en China, donde se sumaba a una cumbre de altos vuelos junto a Xi y el líder ruso, Vladímir Putin.
La cita de la Organización de Cooperación de Shanghái, que reunió a una veintena de líderes, sirvió de plataforma para que China desplegara de nuevo sus encantos diplomáticos frente a la política de barreras de Trump. Es, quizá, el ejemplo más evidente de cómo la agresividad arancelaria puede volverse en contra de EE UU, enemistándose con un aliado histórico en una región tan crítica como Asia-Pacífico y acercándolo, a su vez, a un rival sistémico. Algo que ha quedado patente en los recientes fastos en Tianjin y en Pekín.
Brasilia: Lula se envuelve en la bandera
Cuando Trump castigó a Brasil con un arancel del 50%, él mismo reconoció que los motivos eran políticos y no comerciales: el saldo bilateral es ventajoso para EE UU. El republicano exigió, sin ningún recato, que la justicia del país sudamericano enterrase un proceso judicial que le trae malos recuerdos: el que sentó en el banquillo y ha condenado a Jair Bolsonaro y a varios generales por intento de golpe de Estado.
El presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, se envolvió rápidamente en la bandera nacional, acusó a Trump de creerse un emperador y amenazó con aranceles recíprocos. Lula ha recuperado popularidad con el discurso soberanista. Y el balance comercial de agosto ya refleja el bofetón de Trump sobre su propia economía: las exportaciones a EE UU caen un 18% interanual, mientras que los envíos a China se disparan un 30%.
Más allá de la retórica, el veterano líder de la izquierda latinoamericana ha optado por la cautela y por la receta tradicional de la diplomacia brasileña: denuncia a Washington en la OMC y estrechar su coordinación con Xi, Modi y otros líderes del llamado Sur Global en busca de nuevos mercados.
No desaprovechar, claro, cualquier oportunidad de diálogo con Washington. Pero siempre desde una posición de firmeza. Nunca en 201 años de relación diplomática las dos democracias más pobladas de América tuvieron una crisis de esta magnitud.
Lula exige que esa eventual negociación se centre exclusivamente en la cuestión comercial, ni tocar el caso Bolsonaro. Si no, no hay nada de qué hablar. “La soberanía de Brasil es innegociable”, reitera el presidente. Esta misma semana, en una entrevista con la cadena británica BBC, ha subrayado que no tiene “ninguna relación” con el republicano y que “el pueblo estadounidense pagará por los errores que Trump está cometiendo en su relación con Brasil”.
El número dos del Departamento de Estado de EE UU, Christopher Landau, recibió recientemente a una delegación de los directamente afectados: los exportadores brasileños. El estadounidense les dejó claro, según el diario Folha de S.Paulo, que el gravamen está motivado por lo que él denomina “caza de brujas” contra Bolsonaro. Y que el tema a tratar es ese, no asuntos comerciales.
Los empresarios brasileños que hacen negocios con EE UU se encuentran en esa incómoda situación que conoce cualquier hijo de unos padres divorciados que se han dejado de hablar y están en pie de guerra. La condena a Bolsonaro ya se conoce: 27 años de prisión. La incógnita ahora es si Trump aumentará todavía más los aranceles.