Occidente pierde el pulso en África

China, India, Rusia o Turquía ganan presencia en el continente en todos los ámbitos, mientras actores como Europa y EE UU evidencian su retroceso

El Museo de las Civilizaciones Negras, inaugurado el 6 de diciembre de 2018 en el centro de Dakar y construido con financiación de China, fue diseñado con el objetivo de resaltar la contribución de África al patrimonio cultural y científico mundial. / MARTA MOREIRAS

A Malick Seck le gusta salir temprano de su casa para escapar de los atascos. Funcionario del Gobierno senegalés, recorre cada día 35 kilómetros para llegar a su oficina, situada en la nueva ciudad de Diamniadio, a las afueras de Dakar. Tras dejar atrás el Museo de las Civilizaciones Negras y el Gran Teatro, financiados por China, se sumerge en el fragor de la autopista de peaje construida por una empresa francesa. Absorto en sus pensamientos, atraviesa una urbanización le...

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A Malick Seck le gusta salir temprano de su casa para escapar de los atascos. Funcionario del Gobierno senegalés, recorre cada día 35 kilómetros para llegar a su oficina, situada en la nueva ciudad de Diamniadio, a las afueras de Dakar. Tras dejar atrás el Museo de las Civilizaciones Negras y el Gran Teatro, financiados por China, se sumerge en el fragor de la autopista de peaje construida por una empresa francesa. Absorto en sus pensamientos, atraviesa una urbanización levantada por una compañía india y vislumbra, a poca distancia, el perfil del enorme estadio de fútbol despachado en apenas dos años por una constructora turca. A escasos metros, la obra de la flamante nueva fábrica de vacunas financiada por la Unión Europea asoma de sus cimientos.

En apenas 35 kilómetros, Malick transita por una miniatura de la nueva África. Potencias y países emergentes como China, India, Rusia o Turquía ganan presencia en el continente en todos los ámbitos, desde la seguridad hasta las infraestructuras, la cultura o el comercio, mientras un Occidente en claro retroceso se aferra a sus últimos resquicios de presencia y poder y busca vías para recuperar parte del terreno perdido en los últimos lustros.

La competición se libra a lo largo y ancho del continente. A veces, lejos de los focos; otras, en primera fila del escenario geopolítico, como en el caso de la República Democrática del Congo, que el 20 de diciembre ha celebrado elecciones legislativas, aún sin resultados definitivos. La RDC es un símbolo, por su tamaño ―unos 100 millones de habitantes, una extensión equivalente a cinco veces España―, recursos ―con sus enormes reservas de materias primas estratégicas, como el cobalto―, y conflictividad ―debido a la terrible violencia que durante lustros ha azotado su zona oriental―.

China cultiva desde hace décadas con fuerza sus relaciones con la RDC, como hace con muchos otros países africanos, y está muy bien posicionada ahí. Hoy, Occidente intenta reaccionar, como ejemplifica un proyecto de corredor de transportes desde la RDC hasta la costa atlántica de Angola, que la UE y EE UU anunciaron en pleno G-20 de Nueva Delhi. Mientras, los políticos congoleños buscan reequilibrar las relaciones con China, que perciben como abusivamente favorables a los intereses de Pekín, y negocian la salida de la misión de la ONU en el país. Es un retrato del gran juego africano en esta década.

Por un lado, potencias globales que compiten a codazos para situarse en África. Por el otro, países africanos que diversifican sus relaciones, buscan aprovechar al máximo esa competencia. La ola de neosoberanismo que recorre África, que coincide con una grave crisis de confianza en los organismos internacionales, la empuja hacia esa pragmática diversificación.

“El aumento del interés de las potencias por el continente africano es evidente desde hace tiempo”, dice Giovanni Carbone, profesor de la Universidad de Milán y jefe del programa África en el Instituto de Estudios de Política Internacional. “En los últimos años está cambiando, en parte, la naturaleza de la atención. Si desde el año 2000 dominaban los intereses económicos, hoy una parte del interés ha virado hacia consideraciones geopolíticas”.

Los motivos de interés por África son múltiples: las perspectivas de crecimiento demográfico y económico, y los recursos naturales, entre ellos. Pero en los últimos años dos factores concretos agudizan ese interés. Por un lado, una competición entre potencias cada vez más descarnada, que incita a buscar aliados, amigos, o votos en el resto del mundo. Por el otro, la creciente relevancia de algunas materias primas estratégicas.

Un grupo de jóvenes juega al fútbol en SD City.

“África cuenta con una enorme cantidad de recursos que son clave para la energía del futuro, minerales que hacen falta para la transición energética”, asegura el economista y profesor bisauguineano Carlos Lopes, “todos están interesados ahora en este continente. Y los cambios en la geopolítica mundial permiten que África elija los socios económicos y comerciales que más le convienen. Ya nadie puede venir a imponernos nada”. Además, el proceso interno de integración africano, que comenzó el 1 de enero de 2021 con el nacimiento de la Zona de Libre Comercio Continental (ZLEC), está favoreciendo la conciencia de que se debe negociar como continente y no por países. “El viejo modelo de bloques regionales dentro de África ha sido superado”, añade.

China

Pekín marcó el camino. En los años noventa del siglo pasado, impulsada por sus propias necesidades internas, supo ver las oportunidades que África representaba. Si en 2003 su stock de inversión en el continente era de 4.900 millones de dólares, en 2020 se elevaba ya a 473.500 millones. Ya es el primer socio comercial de África y sus 10.000 empresas presentes en el continente, según el informe McKinsey, no están solo en la minería y las infraestructuras, sino que se extienden por los sectores de la energía, el transporte, la banca, la agricultura o las nuevas tecnologías. Seis países, entre ellos Nigeria, Etiopía, Angola o la propia RDC, acumulan el 45% de la inversión. China también es un referente central como acreedor de una parte muy significativa de la deuda africana, una cuestión que ha estrechado lazos pero que, cada vez más, desata fricciones vinculadas a la insostenibilidad de la misma.

China prioriza el peso económico, la existencia de recursos naturales y de grandes mercados internos. Que la propia sede de la Unión Africana en Adís Abeba fuera un regalo del gigante asiático es más que simbólico. Pero, según subraya Carbone, desde el principio Pekín también tuvo en consideración la importancia de estrechar lazos para contar con socios en foros internacionales, tanto por lo que concierne la cuestión Taiwán, así como, cada vez más, por los múltiples pulsos globales con EE UU.

Turquía

Siguiendo los pasos de China, Turquía ha ido ganando músculo en África. Según Türk Eximbank, el brazo financiero del expansionismo turco, su inversión superaba los 85.000 millones de dólares en 2022, con unos intercambios comerciales por valor de 40.700 millones frente a los 5.400 de 2003.

La proyección de Turquía en África tiene dos emblemas subrayados con frecuencia: la gran expansión de su red diplomática en el continente ―de 12 embajadas en 2012 a 44 en 2022―, así como la de las rutas aéreas de Turkish Airlines ―60 destinos en 39 países antes de la pandemia―. Su potente industria de telenovelas proyecta soft power también en África.

India

El caso de India es aún más paradigmático. Hoy es el segundo socio comercial de África tras China, con la industria farmacéutica o las telecomunicaciones como principales sectores de inversión.

Más allá de la dimensión económica, Nueva Delhi desarrolla su proyecto político de convertirse en el gran referente del Sur Global, esa heterodoxa galaxia de países que comparte una agenda de desarrollo, que rehúye una alineación fija con alguna de las grandes potencias. Por supuesto, los países africanos son parte esenciales del concepto de Sur Global, y la India cultiva los lazos. El año de presidencia del G-20, recién terminado, ha representado un fuerte acelerón en esa senda.

Rusia

La economía, los préstamos, las carreteras o los mercados no son sino la punta de lanza de un cambio más profundo. En muchas circunstancias, países gobernados por regímenes nacionalistas y con praxis autoritarias de distinta intensidad, se han convertido no solo en socios estrechos sino también en un modelo de desarrollo a seguir mientras el paradigma occidental hace aguas por todos lados.

La ola de golpes de Estado en el Sahel de los últimos tres años ilustra la profundidad de este cambio. Los militares de Malí, Burkina Faso y Níger, países donde Francia tenía desplegadas sus tropas contra el yihadismo, se hicieron con el poder propulsados por una creciente corriente antioccidental. Los regímenes democráticos apuntalados por París no habían sido capaces, ya no de garantizar la integridad territorial de los estados, sino de asegurar la supervivencia o las necesidades básicas de grandes franjas de su población.

En ese contexto, Rusia se ha posicionado como la gran alternativa frente a Occidente en materia de seguridad. Ya era el principal suministrador de armas del continente. Hoy, además, su presencia militar, sobre todo mediante los mercenarios de Wagner haciendo el trabajo sucio, no deja de crecer.

Rusia ha acelerado en su proyección en África, en clave de contraposición a Occidente, buscando ganar espacio allá donde emergen tensiones entre países africanos y occidentales”, dice Carbone.

Para Adib Bencherif, investigador especializado en el Sahel de la Universidad canadiense de Sherbrook, “la penetración rusa se aprovecha de una cierta nostalgia del papel desempeñado por la Unión Soviética en África, su apoyo a los movimientos de liberación. Cuando la invasión de Ucrania, muchos países africanos se resistieron a condenarla. Ahí también está la herencia del no alineamiento, el no querer verse envueltos en una guerra entre Occidente y Rusia de cuya toma de partido pueden salir perjudicados”.

Occidente

El cuestionamiento a Occidente alcanza todos los ámbitos. El 29 de junio de 2019, los 15 países de Comunidad Económica de Estados de África occidental aprobaban el proyecto de moneda única Eco con el objetivo, entre otros, de enterrar de una vez el franco CFA, la moneda heredada del colonialismo que comparten ocho países de la región.

“Esta moneda es un auténtico anacronismo”, asegura el economista senegalés Ndongo Samba Sylla, “se creó tras la II Guerra Mundial para permitir la recuperación de Francia y desde entonces no ha generado ningún desarrollo en África”. La desaparición del franco CFA se ha convertido en el objetivo de cientos de activistas de un panafricanismo de nuevo cuño, como el polémico Kemi Seba, quien se hizo famoso tras ser detenido en 2017 en Dakar por quemar un billete de 5.000 francos CFA (unos 7,5 euros).

En la votación de la resolución de la Asamblea de las Naciones Unidas que condenaba la invasión rusa de Ucrania y fue aprobada con 141 votos a favor, 5 en contra y 35 abstenidos, el voto mostró que África era un continente poco propenso a acompañar los intereses de Occidente. Un 51% de los países africanos votó a favor (28 de 54), frente a un 81% en el resto del mundo. 17 se abstuvieron, 8 no participaron en la votación y uno (Eritrea) votó en contra.

Kilómetro 32 de la Autopista A1 de peaje que une el centro de Dakar con el Aeropuerto Internacional Blaise Diagne. A la derecha se observa el Estadio de Senegal y la recientemente inaugurada Universidad Amadou Mahtar Mbow.

La pandemia también fue un factor de desgaste. Aunque hubo diferencias entre la actitud de la UE y de EE UU, la sensación de acopio egoísta de vacunas por parte de Occidente fue sin duda extendida en África y en el Sur Global.

Consciente de su pérdida de terreno, Occidente intenta reaccionar. El pasado mes de febrero, la Unión Europea anunciaba una inversión de 150.000 millones de euros para África dentro de su programa Global Gateway, que nace con el explícito deseo de competir con la Nueva Ruta de la Seda china. La iniciativa es ambiciosa y abarca sectores como la energía verde, la innovación digital o la electrificación en áreas rurales. El anuncio del corredor transafricano del G-20 se enmarca en esa dinámica de cambio, de reflexión sobre la retórica, la dinámica política, los tratos económicos.

Pero el camino se perfila arduo “Creo que Occidente no está todavía recuperando el terreno perdido. Hará falta tiempo para ver los frutos de una nueva actitud. De momento, ha empezado una reflexión, pero me parece que no hay todavía un verdadero cambio de retórica y, sobre todo, no hay hechos que demuestren un cambio real. Las inversiones de las que se ha hablado todavía no se han materializado”, dice Carbone.

La batalla de las narrativas

Pero la batalla no se libra solo en el ámbito económico o político, también es una cuestión de narrativas. En las redes sociales, decenas de influencers panafricanistas y anticolonialistas agitan las conciencias con mensajes y vídeos que rápidamente se hacen virales. En ocasiones es la larga mano de Rusia quien mece la cuna.

A juicio de Bencheriff, estos influencers se apoyan en convicciones profundamente ancladas en el imaginario africano, como la explotación económica de las antiguas potencias coloniales y la dominación occidental. “Se basan sobre una cierta realidad pero son caricaturescos en cierta forma”, opina el especialista. La aceptación por este movimiento “neosoberanista”, tal y como lo definió el filósofo camerunés Achille Mbembe, de los golpes de Estado en el Sahel es, sobre todo, porque se perciben como “actos de emancipación”.

Los seguidores de la llamada postverdad que se extiende por todo el mundo también han encontrado en África terreno abonado. En concreto, el relato del sentimiento antioccidental, que se apoya en hechos indudables como el subdesarrollo del continente tras siglos de presencia europea, también está salpicado de fakes y rumores que circulan por las redes sociales, como que Occidente fomenta el yihadismo, que Europa estimula la homosexualidad en África o que ciertas campañas de vacunación pretenden, en realidad, esterilizar a la población africana para frenar su potencial demográfico.

Entre las reacciones de Occidente, la carga simbólica no es menor. El 28 de noviembre de 2017, el presidente francés Emmanuel Macron daba un discurso en Uuagadugú, capital de Burkina Faso, en el que anunciaba su intención de comenzar a devolver el patrimonio cultural africano expoliado al continente durante la colonización y que hoy se guarda en los museos galos. Decenas de piezas ya han regresado a África y el proceso ha contagiado a otros países, como Alemania o Bélgica, que han emprendido el mismo camino. Recientemente, el presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier, pidió perdón a Tanzania por los crímenes y masacres cometidos durante el periodo colonial, mientras que el rey Carlos III de Inglaterra, en su primera visita a Kenia como monarca, expresó su “arrepentimiento” por la violencia cometida contra los kenianos que reclamaban la independencia.

Pero la desconfianza africana hacia Occidente también afecta a Naciones Unidas, cuyas misiones de paz en el continente están en plena crisis. Los cascos azules ya se están retirando de Malí y el presidente congolés Félix Tshisekedi ha anunciado que negocia con la ONU para su salida del país a lo largo de 2024. Los reiterados abusos sexuales y violaciones cometidos por los propios peacekeepers en República Centroafricana o Sudán del Sur han contribuido a deteriorar aún más su imagen. África lleva décadas pidiendo, sin éxito, una reforma del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que adapte este organismo a los nuevos tiempos e incluya a uno o dos países africanos. El constante bloqueo a dicha reforma también ha alejado a la ONU de África.

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