La crisis de la cárcel de Rikers Island: cuando el confinamiento se suma a la reclusión
La situación en la mayor prisión de Nueva York, que alberga a preventivos y presenta una elevada incidencia de casos de trastorno mental, desborda a las autoridades
Lo peor, de todo lo malo que se dice sobre la cárcel neoyorquina de Rikers Island, es que nadie parece exagerar cuando habla de crisis humanitaria, polvorín o agujero negro de un sistema, el penitenciario, reventado por la saturación y los tiempos de espera y tensionado gravemente por la pandemia. Nadie, dicen quienes han estado dentro, considera excesivas las alarmas, que se traducen en titulares inquietantes: una docena de internos muertos este año, cinco de ellos por suicidio, o un ab...
Lo peor, de todo lo malo que se dice sobre la cárcel neoyorquina de Rikers Island, es que nadie parece exagerar cuando habla de crisis humanitaria, polvorín o agujero negro de un sistema, el penitenciario, reventado por la saturación y los tiempos de espera y tensionado gravemente por la pandemia. Nadie, dicen quienes han estado dentro, considera excesivas las alarmas, que se traducen en titulares inquietantes: una docena de internos muertos este año, cinco de ellos por suicidio, o un absentismo diario del 30% de la plantilla de funcionarios a raíz del coronavirus. El salvaje Oeste, en palabras de un médico que trabajó dos años en el complejo y narró recientemente su experiencia en una carta a The New York Times. La brutalidad y el trato inhumano han alimentado la fama de Rikers desde su inauguración, en 1935, pero la pandemia ha exacerbado la violencia.
La crisis se ha convertido este año en una patata caliente para los políticos, la mayoría de los cuales, incluido el alcalde electo, Eric Adams ―que ha definido Rikers como una “vergüenza nacional”―, abogan por un plan de cierre aprobado hace cuatro años y que en teoría debe culminar en 2027. El penal, el mayor de Nueva York, con un promedio anual de 100.000 admisiones, alberga a 6.000 internos, la mayoría de ellos preventivos, y un ínfimo porcentaje de condenados por delitos menores, con penas inferiores a un año. Un informe de un monitor federal encargado de supervisar las reformas en curso constataba este verano que Rikers está “atrapado en un estado de deterioro” y “plagado de violencia y desorden”. Vincent Schiraldi, el reformista comisionado de Servicios Penitenciarios de la ciudad, ha durado seis meses en el cargo y será sustituido por un funcionario de perfil más rigorista.
Mientras la plantilla de 8.400 funcionarios, sin contar el personal auxiliar, se reducía día a día por el coronavirus (se contagiaron al menos 2.200), el número de internos no hacía sino crecer, pese a que durante la pandemia fueron liberados unos 1.500 para frenar la transmisión del virus. La población carcelaria acabó superando los niveles prepandémicos, y la tasa de autolesiones se disparó. En agosto, constató el supervisor federal, la escasez de personal, que denuncia insuficiente protección, comprometía la seguridad en la isla; también provocaba retrasos en la distribución de alimentos, agua y medicamentos, por no hablar de la lista de espera para recibir atención médica o psicológica. Los trastornos mentales tienen una incidencia exponencial entre la población reclusa de EE UU, y muy en especial en Rikers.
“Entre el segundo y el tercer trimestre de 2020 hubo un incremento del 75% en autolesiones, la mayoría no suicidas, sino un modo de expresar el estrés por parte de los internos”, explica Virginia Barber, codirectora del departamento de Salud Mental de los Servicios de Salud Penitenciarios, dependientes de la red pública de hospitales de Nueva York, que gestiona la atención sanitaria en las cárceles. “En cierta manera está justificado el alarmismo, la pandemia ha tenido un impacto tremendo en nuestros pacientes que justifica la cobertura mediática. La actual crisis empezó con la covid-19. Casi la mitad de los internos está recibiendo tratamiento psicológico ―muchos de ellos necesitan apoyo para afrontar el estrés― y el 15%-17% son casos graves (la incidencia en la población general es del 3%-5%). En las cárceles de preventivos, como Rikers, hay más suicidios que en las prisiones que albergan a los condenados en sentencia firme; en EE UU son dos tipos distintos. En 2021 ha habido cinco suicidios en Rikers, frente a uno solo en el periodo comprendido entre 2016 y 2020. En 2016 [el alcalde Bill] De Blasio concedió a la red pública de hospitales de Nueva York la gestión de la atención sanitaria en Rikers, con abundantes recursos, lo que se tradujo en una disminución de la violencia y los suicidios”, explica Barber, profesora de Psicología en la Universidad de Nueva York. Antes de 2016, la gestión sanitaria recaía en el sector privado.
Pero la pandemia truncó las mejoras. “La incidencia de la covid fue 10 veces superior en las cárceles durante la primera ola, y el confinamiento implicó un aislamiento bestial del mundo exterior, sin visitas, sin poder acudir al juzgado e incluso con dificultades para ver a los abogados. Los presos quedaron en un limbo legal, viendo cómo sus compañeros de celda caían enfermos. Este verano empezaron a verse los problemas más agudos, al confluir el aumento de la población carcelaria y el absentismo de los funcionarios”. Para aliviar la presión, “se han habilitado 400 camas en tres hospitales para tratar a los enfermos más graves”, recuerda Barber. La medida forma parte de los planes municipales de reformar el sistema de justicia penal, mediante la construcción de cuatro instalaciones más modernas en los distritos (“con una mentalidad más rehabilitadora”, explica Barber) que sustituyan a Rikers.
Rikers es una cárcel de la ciudad de Nueva York, pero sus internos están recluidos por presuntamente haber violado la ley estatal. Eso significa que cualquier intento de resolver la crisis debe darse en la delicada confluencia de la política estatal y municipal, que no ha sido fácil en los últimos años. En el alero del Estado recae la reforma de un proyecto de ley para que violar la libertad condicional no implique automáticamente ingresar en prisión. Varios fiscales, incluido el de Manhattan, pidieron este verano a la gobernadora, Kathy Hochul, que agilizara la firma del decreto.
Una visita de legisladores del Estado a la prisión, en septiembre, concluyó que Rikers vive una crisis humanitaria. Los últimos datos de las cárceles neoyorquinas corroboran el sombrío panorama: la variante ómicron ha disparado de nuevo la tasa de positividad, tras meses estabilizada en torno al 1% (“tras la primera ola, durante mucho tiempo tuvimos un porcentaje de contagio inferior al de la ciudad”, corrobora Barber). Este lunes se elevaba al 9,5%; el martes, doblaba hasta el 17,5%, según Schiraldi, el comisionado de prisiones. La tasa de vacunación es menos de la mitad que la general.
Para el profesor de Derecho Michael B. Mushlin, de la Universidad Pace, el ejemplo de Rikers es extrapolable a muchas otras cárceles en el país. En su opinión, la crisis no es coyuntural, ni debida únicamente a la pandemia, sino estructural, enquistada por la desatención de las distintas administraciones. “A finales de los setenta, como director del Proyecto de Derechos de los Presos de la Sociedad de Ayuda Legal, formé parte de un equipo de abogados que presentó demandas por las condiciones de reclusión en las cárceles de la ciudad de Nueva York, incluida Rikers. En 1979 conseguimos una serie de medidas que se aplicaron a todas las cárceles; órdenes judiciales que aseguraban al menos atención sanitaria y saneamiento básicos, y un mínimo de decoro y seguridad”, explica Mushlin por teléfono.
“También abogamos por el cierre de Rikers mucho antes de que fuera la política oficial de Nueva York. Sin embargo, la ciudad incumplió su promesa de aplicar las decisiones judiciales, y tras la aprobación en el Congreso [en 1995] de la Ley de Reforma de Litigios Penitenciarios (que restringió la capacidad de los reclusos para presentar demandas por las condiciones de su reclusión), persuadió a los tribunales para que revocaran buena parte de esos decretos, privando a los detenidos de una supervisión judicial mínima. Las tragedias que vemos ahora en Rikers son el resultado directo de todo ello”, explica.
Promesas incumplidas
Mushlin responsabiliza a las autoridades de la ciudad, pero también al Congreso y al Tribunal Supremo. “Durante mucho tiempo Rikers no fue una prioridad, hubo negligencia administrativa y desinterés político; muchas promesas quedaron por el camino”, sostiene el profesor, que aunque confía en las promesas de cierre del nuevo alcalde ―pese a su anunciada mano dura contra el crimen―, teme un estallido similar al de la revuelta de la cárcel de Attica en 1971, que se zanjó con la intervención del Ejército y un balance de 39 muertos. “Es un riesgo real, sin duda, espero que no pase nada similar porque sería horrible, pero la exacerbación del aislamiento de los presos, tratados como basura; el déficit de servicios básicos como el saneamiento o la prevención de la violencia, alimentan la crisis. Cuando metes a alguien entre rejas y le dejas sin soporte, sin atención, sucede esto”, concluye Mushlin, que compara la situación de las cárceles de Nueva York con la que originó el huracán Katrina en las de Nueva Orleans: miles de presos abandonados a su suerte, al albur de una tragedia anunciada.
Los abogados del turno de oficio manifiestan consternación por el goteo de muertes, pero no sorpresa. “Hemos venido alertando de la atención deficiente y el trato inhumano en estos lugares durante muchos años, pero las condiciones han seguido deteriorándose”, sostienen en una declaración conjunta varios grupos, entre ellos la Sociedad de Ayuda Legal con la que colaboró Mushlin. Este diario ha solicitado entrevistas a tres de ellos, sin recibir respuesta. Con el nuevo e incierto rumbo de la pandemia, “reducir la población carcelaria es la única forma de evitar el riesgo de más muertes bajo la custodia del Departamento de Corrección [Prisiones]”, subraya la declaración. El tiempo no ayuda: los preventivos pasan hoy 88 días más de media aguardando juicio que antes de la pandemia, según datos del comisionado de prisiones. Sumar el confinamiento a la reclusión no solo redunda semánticamente, también es una trampa mortal.
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