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Quedaron atrás los tiempos en los que la estabilidad política en América Latina era jaqueada por golpes militares

Quedaron atrás los tiempos en los que la estabilidad política en América Latina era jaqueada por golpes militares. Sin embargo, no con ello acabó la inestabilidad. Ahora deriva, más bien, de la “caída libre” de legitimidad de ciertos liderazgos políticos con lo que su contenido es diferente y el resultado, acaso, más impredecible.

Son vertiginosos los ritmos en los que, al perder legitimidad, los liderazgos colapsan velozmente, sin pena ni gloria. Esto genera escenarios y cursos de salida distintos de los que derivaban de los cuartela...

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Quedaron atrás los tiempos en los que la estabilidad política en América Latina era jaqueada por golpes militares. Sin embargo, no con ello acabó la inestabilidad. Ahora deriva, más bien, de la “caída libre” de legitimidad de ciertos liderazgos políticos con lo que su contenido es diferente y el resultado, acaso, más impredecible.

Son vertiginosos los ritmos en los que, al perder legitimidad, los liderazgos colapsan velozmente, sin pena ni gloria. Esto genera escenarios y cursos de salida distintos de los que derivaban de los cuartelazos y los golpes de antaño. Prevalecen las salidas constitucionales en lo que hay varios ejemplos recientes.

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Para mencionar solo dos, vale recordar lo ocurrido en Guatemala con Pérez Molina y en el Perú con Kuczynski. En Guatemala, una investigación sobre corrupción puso hechos graves en evidencia y el clamor popular —al grito de “yo no tengo presidente”— precipitó la renuncia de Pérez Molina, al que sucedió un Gobierno de transición y nuevas elecciones.

En el Perú la renuncia de Kuczynski, después de escasos 20 meses de presidencia, tampoco fue por un “golpe” por el colapso de su legitimidad, dada la inoperancia de su Gobierno y por las alegadas revelaciones de conflictos de interés con Odebrecht de cuando fue ministro de Economía (situación aprovechada por la mayoría opositora en el Congreso). Asumió la presidencia su primer vicepresidente, Martín Vizcarra, en ese instante personaje poco conocido para la mayoría de la población. Lo ocurrido esta semana en el Perú es un poco más de lo mismo pero en una dinámica distinta.

Distinta, porque en este caso las fichas se han movido de otra forma; lo mismo porque, otra vez, la clave está en la crisis de legitimidad, pero más bien la del Congreso. De un lado, se ha fortalecido —al menos temporalmente— la legitimidad y apoyo al nuevo presidente. Un discurso presidencial enérgico contra la corrupción, que en el Perú no se escuchaba desde la presidencia de Valentín Paniagua en el Gobierno de transición (año 2000), subió su aprobación al 45 %.

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Por otro lado, el colapso de la legitimidad de Keiko Fujimori (KF) y de su mayoría parlamentaria. Por un abstruso sistema electoral, en el 2016, con poco más del 38 % de la preferencia electoral, el grupo de KF pasó a tener más del 70 % de los representantes parlamentarios. Con ese trasfondo, que la desaprobación a KF sea ahora de más de 80 % dice mucho de cómo están las cosas. Una agenda —la de KF— concentrada en escarceos parlamentarios contra el Gobierno (antes PPK, ahora Vizcarra), sin señal alguna de una temática sustantiva en asuntos como la anticorrupción o la delincuencia, explica el colapso de su imagen.

Al haber asumido Vizcarra el protagonismo —al proponer reformas constitucionales y legales que tienen que ver con el enfrentamiento a la corrupción— se está en una situación de temporal fortalecimiento de la figura presidencial y reforzamiento de su legitimidad. Bueno para él y la estabilidad política. Pero, a la vez, hay grandes retos y demandas sociales que, de no ser satisfechas, pueden convertir al Ejecutivo en la próxima víctima en el mediano plazo. Las reformas presentadas al Parlamento son piezas —perfectibles— que han servido más que todo para dar señales de iniciativa por el Ejecutivo. Pero, en el fondo, no cambian el escenario de manera sustancial. Ellas y el referéndum que vendrá luego no son varitas mágicas ni responden a la magnitud del deterioro institucional.

Es evidente que lo concretado en estos cambios fragmentarios es insuficiente para enfrentar la corrupción y la crisis en instituciones democráticas como la justicia. De no perfilarse y ponerse en marcha una estrategia más integral y ambiciosa de cambios institucionales, los ardorosos episodios de estos días podrían quedar —como tantas veces en la historia— como otra suma de buenas intenciones y declaraciones formales. Y, acaso, como la inercial antesala de un clamor ciudadano de “que se vayan todos”. Es de esperar que no sea así.

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