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ABRIENDO TROCHA
Columna
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Honduras: pistolas humeantes

El asesinato de la activista ambiental Berta Cáceres es un emblema de impunidad

Diego García-Sayan
Una foto de la activista asesinada Berta Cáceres, depositada en una manifestación frente a la embajada de Honduras en Ciudad de México, el 15 de junio de 2016.
Una foto de la activista asesinada Berta Cáceres, depositada en una manifestación frente a la embajada de Honduras en Ciudad de México, el 15 de junio de 2016.Eduardo V (AP)

Parecerían hechos de tiempos idos en América Latina, pero no lo son. El homicidio en marzo de 2016 de la defensora del medio ambiente Berta Cáceres se ha convertido ya en un hecho emblemático tanto sobre la impunidad, sobre los extremos a los que pueden llegar las tensiones sobre recursos naturales y derechos de los pueblos indígenas y sobre ciertas articulaciones entre el poder de una empresa con autoridades. El informe preparado por un equipo internacional de abogados sobre estos hechos, que se conoció el martes, es importante.

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Berta Cáceres era dirigente de la comunidad indígena lenca y encabezaba la oposición a la construcción de una represa que una empresa, DESA, proyectaba construir en sus tierras como parte de un proyecto hidroeléctrico (Agua Zarca). Si bien representantes de la empresa han negado cualquier relación con la muerte de Cáceres, para el equipo de abogados es concluyente “la participación de directivos, gerentes y empleados de DESA; de personal de seguridad privada contratado por la empresa; de agentes estatales y de estructuras paralelas a las fuerzas de seguridad del Estado en actos delictivos anteriores, concomitantes y posteriores al asesinato”.

Si bien hay ocho sospechosos detenidos bajo investigación, para el equipo de abogados se trataría sólo de operadores, pues se estaría ante una “estructura criminal” formada por altos ejecutivos de la empresa, agentes estatales y pandillas criminales. Una de las familias más poderosas e influyentes del país es la propietaria de la empresa desde 2011, por lo que el asunto distaría de ser uno meramente “local”. Lo que el informe revela y los hechos que están detrás plantea algunas reflexiones. ¿Está todavía América Latina en una situación en la que un grupo empresarial puede actuar con impunidad contra la vida de un dirigente social? ¿Cuánto se ha avanzado en la región en construir una relación eficiente y democrática entre los derechos indígenas y los proyectos de inversión? Preguntas difíciles sobre las que se puede decir dos cosas.

En primer lugar, que estos hechos no deben hacer perder de vista que algo así no es —felizmente— normal y usual en la región. En casi todos los países existe el reconocimiento de que los indígenas deben ser consultados y en prácticamente todos los “manuales” de las grandes empresas mineras o petroleras ese principio está allí recogido. Asesinar dirigentes sociales cuestionadores no es, pues, “pan de cada día”.

Es un tema pendiente en la agenda de todos los países, por cierto, contar con instituciones públicas más sólidas y eficientes que lleven eficazmente a la práctica esos principios. Pero el hecho es que, formalmente, ya no se discute que los derechos de los indígenas no pueden ser avasallados. Tema pendiente son las debilidades institucionales. Estas explican la alta tasa de conflictividad y el curso impredecible de los conflictos cuando están de por medio muchos proyectos de inversión frente a un mundo indígena con una creciente autopercepción de sus derechos.

En segundo lugar, relievar la gravedad de lo que viene ocurriendo en Honduras. Según la ONG Global Witness, más de 120 activistas ambientales han sido asesinados en el país desde el 2010, convirtiéndolo en el país más peligroso del mundo para los activistas del medio ambiente. Lo que el informe del equipo internacional de abogados pone sobre el tapete es que tras esta violencia habría no sólo sanguinarios apetitos empresariales, sino articulaciones con estructuras de poder estatal.

Reviven en la memoria, así, lo que parecerían tiempos idos en la historia de América Latina. Entorno y contexto de articulaciones violentas y autoritarias entre una empresa privada y autoridades locales que nos remiten a dramáticos episodios narrados por la pluma de novelistas latinoamericanos como José María Arguedas o Miguel Ángel Asturias.

Lo que viene ocurriendo en Honduras no es novela y pone lacerantemente de manifiesto las inevitables diferencias de ritmo en el proceso de democratización de la región. Lo grave —e inaceptable— es que en algunos países parezcan regir aún reglas de ejercicio del poder profundamente autoritarias y violentas que deben ser seriamente investigadas y sancionadas para cortar ese inaceptable círculo vicioso.

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