Las acusaciones a Lula acorralan al Partido de los Trabajadores
Las denuncias al expresidente más popular de Brasil se han multiplicado desde que este anunció que se presentaría a las siguientes elecciones
Las acusaciones contra el expresidente brasileño Lula de Silva por corrupción y lavado de dinero, que le llevarán a juicio, han enrarecido todavía más el ambiente político en Brasil. Después de la destitución de Dilma Rousseff por un maquillaje fiscal de las cuentas públicas, el caso de Lula es otro duro golpe al Partido de los Trabajadores. La que fuera hace años una fuerza dominante en el escenario político brasileño está sacudida hoy por la investigación de Petrobras, un desvío de fondos públicos. Lula, que planteaba presentarse a las elecciones presidenciales de 2018, se tambalea.
El pasado julio, una encuesta indicó que el expresidente de brasileño Luiz Inácio Lula da Silva lideraba la intención de voto de las elecciones presidenciales de 2018. Era la enésima prueba de que la popularidad de quien liderara el país entre 2002 y 2010, y sacara de la pobreza a 30 millones de brasileños, es aún con el paso de los años, imbatible. También era el enésimo recordatorio de que si, llegado 2018, Lula cumplía su intención de presentarse como candidato a las elecciones presidenciales con su agrupación, el Partido de los Trabajadores, suponía un peligro serio para cualquier otro aspirante a gobernar Brasil.
Por fortuna para ese silencioso grupo de rivales políticos, este año el nombre de Lula no ha cesado de sonar en los informativos, asociado cada vez a un nuevo delito por corrupción. El pasado martes, el juez Sérgio Moro, responsable de investigar los cientos de casos de desvío de capitales públicos, sobornos, y lavado de dinero que componen la investigación de Petrobras, aceptó investigar la denuncia de la fiscalía de que Lula había sido sobornado por una empresa asociada a la trama corrupta: según la acusación el presidente había recibido un tríplex amueblado y reformado, valorado en 3,7 millones de reales (prácticamente un millón de euros). Lula ya era un hombre imputado antes de que esto ocurriese: en julio también se había aceptado una denuncia de que había intentado comprar el silencio de un exdirector de Petrobras, la petrolera estatal de donde emanaba el dinero desviado. El expresidente ha insistido en que es inocente en ambos casos.
Y esas son las únicas dos acusaciones que, por ahora, han pasado a trámite. Ha habido muchas más. Tantas que no faltan en el país analistas políticos que opinan que Lula está sufriendo una persecución política encubierta. Una cuyo fin es desgastar su nombre, cuando no evitar directamente que sus problemas con la justicia le impidan legalmente el acceso a un cargo público. De hecho, muchas de las acusaciones han tenido más teatralidad de sustento legal.
En marzo, dos policías lo llevaron a comisaría de la forma más aparatosa posible para que confesase su papel en la trama de Petrobras (la respuesta de Lula: ninguno). La foto estaba al día siguiente en todas las portadas del país. Días después, los fiscales fueron más allá y pidieron prisión preventiva para el expresidente, alegando que era el cabecilla de una red de violencia. La petición no fue aprobada. Semanas después se divulgó una conversación telefónica de Lula con su protegida, la entonces presidenta del país Dilma Rousseff, en la que se hablaba de nombrarle ministro, porque el cargo venía con aforamiento.
Lula pasó a un segundo plano y el país se volcó en el impeachment a Rousseff, que perdió el cargo a finales de agosto. Con la expresidenta fuera de juego, el nombre de Lula ha vuelto a los titulares, de una forma tan llamativa que no pocos han observado que todo está calculado, por una élite silenciosa, para mermar su margen de maniobra en el Brasil posimpeachment. La semana pasada, la fiscalía soltó una bomba sin precedentes. Le acusó en televisión de ser el cabecilla de otra red: la de todos los casos relacionados con Petrobras, la afirmación más dañina que actualmente se le puede volcar sobre un político en el país. Las únicas pruebas que se presentaron fueron las relacionadas con el tríplex. Al aceptar el caso, el juez Moro alertaba que eran pruebas “cuestionables” pero que “en esta fase preliminar no se exige conclusión”.
Sin sucesor
Derribar a Lula tiene, además, un jugoso valor estratégico: si en Brasil nadie se acerca a los índices de popularidad del expresidente, en el Partido de los Trabajadores directamente no hay ningún otro nombre que tenga fuerza en la calle. Fernando Haddad, el actual alcalde de São Paulo, la ciudad más grande de Brasil, es el petista que ostenta el cargo más impresionante. Pero en cuanto se celebren las elecciones municipales a principios de octubre, lo más probable es que pierda el cargo: las encuestas más generosas le otorgan un 9% de la intención de voto.
Llegado ese momento, si Lula no está ahí para ser la cara de los suyos, el Partido de los Trabajadores, la que fuera la agrupación de izquierdas más grande y poderosa de Latinoamérica, pasará a ser una marca más conocida por la corrupción que por el liderazgo. Por haber pasado, de forma espectacular, de una aprobación del 80% en 2010 al 8% cuando Dilma Rousseff encaró el impeachment en el agosto pasado. La diferencia es abismal. Para derribar a la izquierda de Brasil solo hay que acabar con un hombre de 71 años.
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