Los 59 días de pandillero en El Salvador que destrozaron a Miguel
Acusado injustamente de una de las peores masacres en la historia del país centroamericano, Miguel recuperó la libertad hace un mes pero vive oculto y endeudado
Esta podría haber sido una historia feliz si el mundo se hubiera detenido el 15 de julio a las seis de la tarde, cuando Miguel Ángel Derás abrazó a su madre y lloró con ella, en el momento que la puerta del calabozo se cerró tras él. Hasta ahí, todo iba relativamente bien.
Miguel dejaba atrás el apodo, el maldito apodo de pandillero, que lo mantuvo 59 días por error comiendo, durmiendo y defecando en un espacio mínimo, compartido con 70 mareros. La historia de un joven de 22 años que logró salir de una de las peores celdas del mundo, cuando el fiscal admitió que no participó en la masacre más sangrienta de la vida reciente de El Salvador.
Incluso sería sólo un mal recuerdo, esa semana de mayo, en el que todo el país vio a Miguelito en portadas y noticieros encadenado de pies y manos, exhibido como un desalmado junto a otros cuatro tipos tatuados. Pero el mundo no se detuvo en ese instante.
Para dimensionar el suceso, la masacre del 3 de marzo en San Juan Opico, una población a media hora en carro de la capital, dejó a El Salvador en estado de shock, a pesar de estar acostumbrado a convivir con un goteo diario de 15 muertes violentas. El absurdo asesinato a tiros y machetazos de 11 obreros de una compañía eléctrica que pasaban por allí, dejó boquiabierto al país centroamericano. Las pandillas, que durante el anterior gobierno de Mauricio Funes (2009-2014) habían llegado a sentarse con ministros y diputados para pactar una tregua, daban un zarpazo y mostraban su rostro más salvaje e irracional.
Al estado de odio nacional ayudó la difusión en redes sociales de un video grabado entre risas por uno de los asesinos mientras remata a un hombre a machetazos en el cuello. Miguel se convirtió en uno de los rostros en quien vengar tanta bestialidad. El gobierno de Salvador Sánchez Cerén (FMLN) aprovechó para imponer un polémico plan de mano dura que permite, entre otras cosas, movilizar al ejército en las calles contra las pandillas. Grupos de policías han sido detenidos por participar en ejecuciones extrajuidiciales.
Lo peor fue comer, dormir y defecar en el suelo frente a los demás Miguel Derás, acusado injustamente de homicidio
Semanas más tarde de la matanza, Miguel abrió, con el cabello aún mojado por la ducha, la puerta de su casa en Quezaltepeque, ante la virulencia de los golpes. Era su día libre. Había ido a desayunar y pasó por casa a darse un agua antes de ir a almorzar con una amiga.
Unas horas después estaba detenido y encadenado frente a una nube de periodistas que le ponían el micrófono en la cara y le preguntaban cómo había matado a los obreros. La Fiscalía pidió para él más de 300 años de cárcel, algunos diputados exigían la pena de muerte y ante la opinión pública fue exhibido como un despiadado “terrorista”. En medio del linchamiento un periódico nacional publicó la dirección de su casa.
“Lo peor fue comer, dormir y defecar en el suelo frente a los demás”, recuerda Miguel a EL PAÍS. “Los primeros días dormía y soñaba que estaba caminando por el campo con mi novia pero luego despiertas y descubres que sigues en aquel lugar hediondo rodeado de gente”.
Miguel vivió 59 días en una celda, conocidas como bartolinas, con 70 personas. Dormía de lado para ahorrar espacio, con la cara junto a los pies de otro pandillero, en turnos de cuatro horas para que hubiera rotación pero respetando siempre los espacios y tiempos de los veteranos, cuenta. Con casi 35.000 reclusos, El Salvador tiene el mayor hacinamiento, del continente en sus cárceles, un 245%.
Pocos días después de su detención, un periodista se interesó por su historia. No tuvo que rascar mucho, como él dice: “No hay que ser experto en maras o en mareros para concluir que no era pandillero; bastaba interesarse un poco”. Roberto Valencia, del periódico digital El Faro y especializado en la cobertura del fenómeno de las pandillas, visitó a su familia, a sus amigos, su casa, habló con conocidos y nada olía a la mara; le gustaban los Rolling Stones, cero tatuajes, tenía amigos homosexuales –algo imperdonable en el submundo de las maras– y se rompía el lomo diez horas diarias, cargando cajas o sirviendo cervezas y cócteles de camarón. Todos sus vicios eran un cigarro de vez en cuando.
Finalmente, el 6 de julio, Islámico, el nombre que la Fiscalía puso al testigo protegido sobre el que se asienta el caso, pronunció las palabras que le abrirían la libertad: “Miguel no es el Slipy de la Santa María”.
Nueve días después la Fiscalía reconoció su error y lo puso en libertad. El día de la masacre, Miguel había ido a comprar camarón y había estado ayudando a su madre en la fonda, como cada día. El verdadero Slipy, con quien lo confundieron, sigue huido.
Todo hubiera salido bien si la historia concluyera ahí. Pero el abogado que llevó el caso y el resto de trámites costaron unos 8.000 dólares, un alto precio para una familia de seis miembros que vive con 1.500 dólares. Para poder abonar sus honorarios, su madre vendió la tienda familiar en el mercado de chanclas y guaraches. El resto los han conseguido con ayuda de familiares en Estados Unidos y los préstamos de vecinos y conocidos del barrio, que no perdonan el interés.
A ojos de las pandillas el nombre de Miguel Derás está asociado con la 18-Revolucionarios, que habría perpetrado la matanza, enfrentados a muerte con la MS-13 (Mara Salvatrucha) por lo que una sutil condena recae sobre él. Por temor a que quieran terminar con su vida la endeudada familia abandonó el hogar y vive oculta a varias calles de distancia. La madre, que antes tenía un negocio propio de calzado, ahora vende comidas entre los puestos del mercado.
El día que Miguel salió en libertad el periódico que publicó su dirección también recogió la noticia. 700 caracteres en páginas interiores y un titular: “Liberan a joven capturado por error por masacre de Opico”.
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