Las fuerzas armadas retoman el control ante los familiares
Los padres de los mineros desaparecidos en Venezuela dan casi por descontado que no verán ya a sus hijos
En la madrugada del jueves, tras seis noches en vilo, el cansancio despejaba la concentración de familiares y allegados de los mineros desaparecidos. El Ejército aprovechó esas horas para airear la carretera nacional que comunica a Tumeremo con Caracas y el norte de Brasil. Lo hizo mediante una operación sorpresiva y que no supuso el uso de la fuerza contra los parientes. Para evitar nuevos cierres de vías, los militares se colocaron en las esquinas adyacentes a la plaza de Bolívar de la ciudad, y en las calles aledañas al sitio donde se mantenía el foco de la protesta.
La pancarta que mostraba las imágenes de los desaparecidos, a los que prendieron velas colocadas dentro de envases recortados de botellas de plástico, terminó en el suelo a un lado de la vía. Allí estaban las fotos de las personas residentes en esta localidad que no han regresado a sus casas desde el viernes pasado: José Gregorio Romero, Jesús Alfredo Aguinagalde, José Gregorio Nieves Aguinagalde, Néstor Ruiz Montilla, Javier Cáceres Muñoz, Carlos José Carvajal, Ángel Trejo, Junior Romero, Roger José Romero, José Bernardo Ruiz Montilla, José Angel Ruiz Montilla, Mariela Ruiz y María Dalia Ruiz.
Las denuncias
Al lado opuesto del improvisado altar, que por seis noches simuló un velorio al aire libre, estaban sentados Tomasa Aguinagalde y Luis José Nieves, los padres de José Gregorio Nieves, esperando novedades. La mujer lucía mucho más calmada que el hombre, que había viajado desde San Juan de los Morros, en los llanos centrales del país, apenas supo de la desaparición de su hijo. Cada vez que se refería a él recordaba que hasta no hace mucho tiempo trabajaba como funcionario público en los gobiernos chavistas de la región. “Estos tipos son capaces de todo”, dijo. Los ojos le brillaban, pero algo le impedía largarse a llorar delante de todos.
Aunque las autoridades apenas han encontrado indicios de hechos violentos, los padres casi dan por descontado que no volverán a ver a sus hijos. José Gregorio Nieves conducía una moto con la que transportaba a pasajeros. No le gustaba trabajar en la mina porque tenía la piel delicada y sufría con las picadas de los mosquitos. Pero nadie en este pueblo puede ignorar la vocación minera de sus hombres y mujeres, y parecen fatalmente condenados a trabajar en los yacimientos o para aquellos que viven de la explotación artesanal del oro.
José Gregorio llevaba tres días transportando en su motocicleta a los trabajadores hasta el pie de la mina. Le había prometido a su madre y a su mujer que regresaría al caer la tarde para jugar a las cartas. Pero llegó la noche y no volvía. Como a muchas otras madres, a Tomasa le llegó la noticia. “Su mujer me dijo que había un problema en la bulla [donde se extrae el oro]. Nos dijeron que a varios de ellos los habían golpeado y torturado”, explica.
Tomasa Aguinagalde y otras madres decidieron ir hasta la sede de la policía científica para denunciar las desapariciones. Pero les dijeron que debían esperar dos días. Así lo indican los procedimientos policiales. Fue entonces cuando decidieron cerrar la vía.
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