La ley del menor
En torno a los jueces y la impartición de justicia hay confusiones, explicaciones y mitos
En su última novela, Ian McEwan se adentra en el mundo judicial. La ley del menor (Alfaguara, 2015) está construida como doble relato. La vida personal de Fiona Maye y sus vicisitudes matrimoniales, y su vida profesional como juez de lo familiar en Inglaterra. De la primera parte se han ocupado los críticos literarios. Han hablado de lo inverosímil de la trama, de la debilidad de los personajes o de lo apresurado de los ritmos. Coincido con ellos. En esa parte, el relato va deprisa y sin detalles. Ello, sin embargo, me parece intencionado, tal vez hasta adecuado. La intención de McEwan no es contar cómo se desgaja un matrimonio, ni cómo ni por qué se recompone. Lo que le interesa es dar cuenta del mundo judicial inglés y, en particular, del modo en que ante casos graves opera una juzgadora. De las maneras en que el derecho impera sobre otras formas sociales.
Los casos considerados son reales. Muchos de ellos fueron fallados por Sir Allan Ward y están difundidos y reconocidos en el mundo jurídico internacional. ¿A qué parte se debe asignar la custodia de dos hijos y sus posibilidades de desarrollo cuando uno de sus padres profesa una fe religiosa más estricta que el otro al extremo de dificultar la educación de los menores? ¿A quién (o a qué) se debe acudir para determinar la separación de unos siameses frente a la disyuntiva de salvar la vida a uno y matar al otro o, irremediablemente, dejar que ambos mueran en breve plazo? ¿Qué hacer frente a la negativa absoluta de un menor de edad, sus padres y su comunidad religiosa para recibir una transfusión sanguínea frente a la necesidad imperiosa de hacerla para mantener la vida misma del primero?
El juez es un profesional del derecho, entrenado en ciertos modos de pensar y acotado por límites institucionales
Durante un año turbulento en lo personal, la juez Maye relata el modo en que enfrenta problemas litigiosos. En prácticamente todos los casos, los elementos en disputa son mayúsculos: cultura, sociedad, vida y fe religiosa. En cada caso, aquello que debe decidirse es total. En ocasiones, apunta la propia juez, lo que el juez tiene en sus manos es el alma misma de los contendientes o de sus hijos. Así y por ello, en su gremio se juega a ser Dios. No dioses iluminados por un ser trascendente comprensible desde la fe, sino seres capaces de determinar la vida de los demás a partir de la racionalidad artificial, humana y progresiva, llamada derecho.
McEwan se adentró en el complejo sistema jurídico y judicial inglés. Conversó con jueces y estudió sus prácticas. Entendió sus diferentes dilemas de resolución. Luego, les dio forma literaria. Identificó un mundo propio influenciado por la moral y la religión, pero bien diferenciado de ellas. Un mundo construido para tratar de resolver, si no todos, sí variados conflictos sociales. Un mundo donde prevalecen normas legislativas, precedentes judiciales, pruebas y argumentos. Un espacio donde el conflicto humano debe transformarse en litigio para hacerse visible y resoluble a partir de elementos propios.
En torno a los jueces y la impartición de justicia hay explicaciones, mitos y confusiones. Desde quien piensa que el juez es el autómata del legislador, hasta quien supone que actúa bajo el influjo del más ligero cambio de humor. Desde luego, no acontece ni una y otra cosa. Es un profesional del derecho, entrenado en ciertos modos de pensar, acotado por límites institucionales y capaces de ejercer su propia subjetividad en varios extremos. Leer a McEwan no es la clave de entendimiento de lo que los jueces seamos o vayamos a ser. Sí es, en cambio, una guía para saber cómo han actuado algunos buenos jueces ingleses (Ward, Bingham, Munby), la manera de socializar un modelo de cómo otros debiéramos comportarnos, y un parámetro para exigir actuaciones a quienes la sociedad nos ha investido con tan grandes poderes.
@JRCossio. Ministro de la Suprema Corte de Justicia de México.
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