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NADA ESCRITO
Columna
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De un tiempo a esta parte

Hace 150 millones de años, con días de 23 horas y seis minutos, se desarrollaron las aves

Juan Villoro

Cuando la Luna se desprendió de la Tierra, el día duraba cinco horas. Es un poco tarde para enterarse de eso, pero nadie me lo había dicho. Gracias a La duración de los días, espléndido ensayo del biólogo molecular Alberto Kornblihtt, ahora sé que las mareas provocadas por la gravedad entre la Tierra y su satélite alentaron el movimiento de rotación, lo cual produjo el progresivo distanciamiento de ambos cuerpos. En 200 millones de años, el día durará 25 horas. Si la especie aún existe, dispondrá de una hora adicional para hacer la declaración de impuestos. El tiempo falta para lo peor.

Kornblihtt publica su texto en Duración, caja de cuadernos concebida como una cápsula del tiempo por los editores de la revista argentina Otra Parte. En su calendario cósmico, el biólogo escribe: “Nadie cuenta que la vida se originó cuando los días duraban nueve horas. Todos dicen que la vida se originó hace 3.800 millones de años, sólo unos 700 millones de años después de la formación del sistema solar y de su Tierra. Nadie sabe si la vida se originó porque el día tenía nueve horas o eso no tuvo nada que ver”. ¿Necesitaban las bacterias nueve horas de sol para existir? La pregunta es tan sugerente que acaso sólo pueda responderse desde la ciencia ficción.

Escribo estas líneas en la agonía de 2015. Mis propósitos de año nuevo comienzan por cumplir los del año anterior. Vivimos rezagados

En aquel mundo de seres invisibles el paisaje era gris. Con un día de 13 horas (hace, 2.500 millones de años), se produjo el Gran Evento de Oxidación y surgieron las piedras de colores. Fue necesario un día de 16 horas para que una célula bacteriana se convirtiera en mitocondria con un núcleo capaz de alojar al ADN.

Hace 540 millones de años, el día duraba 21 horas. Entonces surgieron los invertebrados y luego los peces. Los reptiles aparecieron en un día de 22 horas, hace 320 millones de años. El reloj de Kornblihtt se vuelve más preciso a medida que se acerca a nosotros: “Hace 150 millones de años, con días de 23 horas y seis minutos, se desarrollaron las aves y las plantas”. En un día de 23 horas y media, África y América del Sur se separaron, formando el océano Atlántico. Esa época era señoreada por dinosaurios que seguirían entre nosotros de no ser por lo que sucedió en un día de 23 horas y 36 minutos: un asteroide de diez kilómetros de diámetro impactó la península de Yucatán; su polvareda oscureció el cielo, provocando “la extinción de muchos grupos de plantas y animales, incluidos los más mediáticos: los dinosaurios”. En consecuencia, los mamíferos ocuparon esos nichos ecológicos.

Cuando el día era 36 segundos más corto que el de hoy, surgió el tatarabuelo del chimpancé y del ser humano. En fecha cósmica reciente, hace 200.000 años, apareció el inquilino que se quedaría con la casa de los dinosaurios. En la actual Etiopía abrió los ojos una especie suficientemente caprichosa para averiguar, 200.000 años después, que su camino comenzó cuando el día duraba un segundo y medio menos que el nuestro.

Escribo estas líneas en la agonía de 2015. Mis propósitos de año nuevo comienzan por cumplir los del año anterior. Vivimos rezagados.

Abruma y reconforta saber que el tiempo es relativo. En términos de su relación con la Luna, la Tierra es el extraño sitio de la aceleración donde en un segundo y medio se construyó la Muralla China, millones de personas fueron asesinadas y alguien, de modo inagotable, fue Shakespeare. “Detente, instante, eres tan hermoso”, escribió Goethe. Si no podemos atesorar el día entero, atesoremos el tiempo que nos mide: el segundo y medio de la especie.

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