El problema con el ‘narco bueno’: ¿glorificamos el crimen o humanizamos al delincuente?

La televisión ha vuelto a descubrir al antihéroe como protagonista en series como ‘Mano de hierro’ o ‘Clanes’. Y nadie encaja mejor en ese concepto que los traficantes. La duda es si la ficción blanquea a delincuentes o si simplemente hemos entendido que la vida no va de buenos y malos

De izquierda a derecha. Miguel Ángel Silvestre como El Duque en 'Sin tetas no hay paraíso'. Eduard Fernández en 'Mano de Hierro' y Rubén Cortada como Faruk en 'El Principe'.Blanca López Solorzano

Si México tuvo a su Chapo Guzmán y Colombia a su Pablo Escobar, España ha tenido a sus Charlines, su Laureano Oubiña o su ...

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Si México tuvo a su Chapo Guzmán y Colombia a su Pablo Escobar, España ha tenido a sus Charlines, su Laureano Oubiña o su Sito Miñanco. No una aristocracia criminal, pero sí una rutilante clase media. Los narcotraficantes forman parte de nuestro folklore nacional, son figuras familiares que gozan de un cierto arraigo. Eso explicaría lo bien que ha acabado cuajando en España ese genuino producto latinoamericano que son las narcoseries. No solo las importamos con fruición, de Sin tetas no hay paraíso a Narcos. También las producimos con diligencia. La última es Mano de hierro, estrenada en Netflix el 15 de mayo. Muy pronto se unirán los narcos gallegos de Clanes, otra ficción de Netflix. Y no mucho antes llegaron Perdida, El príncipe, Hache, Gigantes, Vivir sin permiso, Entrevías, El niño (la película) y Los Farad. La novedad (relativa) es que nuestros nuevos narcos de ficción ya no son villanos. Hoy son, cada vez más, protagonistas.

Muchas series presentan a personajes que se mueven en el confuso espectro que va del buen narco (íntegro a su manera, con un sentido tribal de la lealtad, preferible, en muchos casos, a la caterva de policías corruptos y amorales que le hostiga), al encantador rufián, el sublime descarriado para el que una redención a tiempo no parece del todo imposible, en la estela de ese El Duque de Miguel Ángel Silvestre que convirtió la versión española de Sin tetas no hay paraíso en un fenómeno de masas.

Alberto Nahum García, profesor de Cine y Televisión en la Universidad de Navarra, atribuye la proliferación del buen narco a que “las series dramáticas españolas han entrado por fin, con varios años de retraso, en esa moderna era del antihéroe que se hizo evidente en Estados Unidos en torno a 1999, con productos como The Wire, Deadwood o Los Soprano”. García no considera que El príncipe, Vivir sin permiso o Gigantes hayan incurrido en una banalización o (aún menos) glorificación de la delincuencia: “Al contrario. Han asumido el reto de mostrarnos a criminales arquetípicos desde una óptica compleja y nada complaciente, como seres humanos contradictorios, con rasgos y comportamientos que los condenan, los humanizan o los redimen”.

Para ese cambio hubo que esperar al desembarco masivo en nuestras pantallas de las modernas plataformas audiovisuales, que nos trajeron hitos de factura estadounidense: Breaking Bad, que llevaba la ambigüedad moral a cuotas inéditas, al igual que la muy influyente Narcos, o Snowfall, una ficción más minoritaria, pero muy certera, que mostraba la epidemia del crack de los ochenta desde la perspectiva de un joven antihéroe seductor. Las narcoficciones españolas están empezando a hacer hallazgos parecidos. Para Alberto Nahúm García, “presentar a los narcos como meros supervivientes en un universo darwinista, en el que el bien y el mal son categorías relativas supone, sin duda, una pirueta de un cierto riesgo que puede molestar a los espectadores menos tolerantes con la sutileza o a los que creen que las ficciones deben asumir una cierta responsabilidad social y educar a sus audiencias. Esta última es una idea que vuelve a estar en boga, incluso entre los académicos, pero yo no la comparto. Al menos no del todo”.

Todo tiene precedentes. No solo El Duque, sutil infiltrado en una ficción de corte clásico y, hasta cierto punto ingenua. También el Tony Montana de Al Pacino en Scarface, psicópata inmisericorde, pero mostrado desde una proximidad que, paradójicamente, le humaniza. “O Hannibal Lecter”, añade García. “Y Michael Corleone”. En el fondo, si los narcos se prestan (en la ficción) a una mirada redentora es porque pueden ser a la vez criminales despiadados y buenos padres, buenos amantes, buenos vecinos, líderes comunitarios, románticos empedernidos. Después de todo, en el universo materialista y descreído en que se desarrollan la mayoría de estas ficciones, la medida del éxito de cualquier proyecto humano es el dinero, asociado al poder, el respeto y el estilo de vida que el dinero proporciona. El Oskar de Los Farad o el Faruk de El príncipe no son villanos, sino seres humanos a los que las circunstancias plantean dilemas éticos para los que no siempre encuentran respuestas adecuadas. A falta de aristócratas del crimen, así son nuestros antiheroicos narcotraficantes de clase media.

Todo llega: Antihéroes de tele por cable

Fueron las cadenas de pago las que cambiaron el juego. La presencia del antihéroe audiovisual puede rastrearse desde los orígenes del cine. Pero empezó a convertirse en prevalente a partir de la contracultura de los sesenta, “cuando el cine empezó a dejar atrás su edad de la inocencia”, dice el profesor Nahum García. Las ficciones televisivas siguieron aferrándose unos años más a la lógica maniquea de héroes y villanos. Pero, según el libro Prime Time: Las mejores series de TV americanas de CSI a Los Soprano, de Concepción Cascajosa Virino, la irrupción de las cadenas por cable como productoras de ficciones orientadas a un público refinado y exigente acabó cambiando las reglas del juego.

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