“Una nación no puede rendir homenaje a sus enemigos”: la polémica sobre derribar estatuas divide España
En una misma ciudad pueden verse estatuas franquistas y de libertadores latinoamericanos: el debate sobre cuál derribar y cuál conservar ha estallado recientemente en España. Pero, ¿es guerra cultural o simplemente progreso?
El artista colombiano Iván Argote bajó hace unas semanas de su pedestal una estatua de Cristóbal Colón para pasearla por Madrid como parte de una intervención casi a la vez que la asociación militar Tercios Viejos Españoles exigía la retirada de otra efigie, dedicada al libertador latinoamericano Simón Bolívar, porque “una nación seria no puede rendir homena...
El artista colombiano Iván Argote bajó hace unas semanas de su pedestal una estatua de Cristóbal Colón para pasearla por Madrid como parte de una intervención casi a la vez que la asociación militar Tercios Viejos Españoles exigía la retirada de otra efigie, dedicada al libertador latinoamericano Simón Bolívar, porque “una nación seria no puede rendir homenaje a sus enemigos”. Son solo un par de síntomas de que la moda de derribar o redecorar estatuas no es algo pasajero.
El movimiento Black Lives Matter abrió la veda hace año y medio arrancando de su pedestal a generales de la Confederación y esclavistas notorios. Desde entonces, la versión 2.0 de la guerra de las estatuas no remite. Hace unos meses, una en homenaje a Isabel la Católica fue disfrazada de indígena del altiplano por una agrupación de mujeres de La Paz, Bolivia. El pasado 12 de octubre, el gobierno de la ciudad de México decidió que una réplica de La joven de Amajac, escultura que representa a una mujer campesina de la región Huasteca, sustituirá a la estatua de Cristóbal Colón que estaba en el Paseo de la Reforma y fue retirada en 2020. En Sapri, Italia, colectivos feministas exigen la retirada de una estatua de bronce inspirada en un poema de Luigi Mercantini por considerarla una ofensa a las mujeres. Y la ciudad de Nueva York está planteando un proceso participativo en el que se decidirá qué monumentos de este tipo se retiran de la vía pública y qué alternativas se proponen para sustituirlos.
Los ecos de este debate tan americano hace tiempo que llegaron a España. Para César Rina, profesor del departamento de Didáctica de las Ciencias Sociales de la Universidad de Extremadura, la destrucción de una estatua no puede reducirse siempre a un mero acto de vandalismo. Al contrario, con frecuencia es “un posicionamiento ideológico e histórico con el que no se pretende destruir la historia, sino repensar los personajes y acontecimientos que conmemoramos en el espacio público”. No es un acto de amnesia, como dicen muchos de los detractores de estas demoliciones espontáneas. Se trata de un ejercicio de memoria histórica.
Para Lourenzo Fernández Prieto, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela, hay que preguntarse por qué determinadas estatuas siguen en la vía pública “cuando no son compatibles con los valores democráticos y ofenden, en algunos casos, a las víctimas de injusticias históricas y a sus herederos”. Él pone un ejemplo significativo: “Años antes del Black Lives Matter, visité Jacksonville, en Florida, y me sorprendió comprobar que uno de los escasos monumentos de una ciudad tan extensa como desprovista de símbolos visibles era un general confederado, plantado en la rotonda de un barrio en que abundaban los afroamericanos”. Para este catedrático, “esa estatua, en ese entorno, era un acto de ofensa cotidiana a una comunidad, y no es extraño que los ciudadanos decidan retirarla cuando pasan los años y las autoridades no hacen nada”.
En opinión de Fernández Prieto, España solo ha resuelto “a medias” su propio memorial de agravios cotidianos: “El franquismo sigue teniendo presencia simbólica en nuestras calles. En parte, porque no fue derrotado, desapareció como consecuencia tardía de un pacto entre vencedores y vencidos que llevaba implícito un cierto ejercicio de amnesia colectiva”. Algunas heridas abiertas por el régimen de Franco se han podido restañar “con consensos fuera de los focos mediáticos, como en el caso de la propiedad del pazo de Meirás”. Otros permanecen abiertos, como ocurre con el Valle de los Caídos. “La administración no sabe qué hacer con él. Si cerrarlo, derribarlo, convertirlo en un museo… Yo propongo que empecemos por llamarlo por su nombre: Campo de Concentración de Cuelgamuros. Es lo que fue, y reconocerlo sería un primer paso hacia una comprensión más sana y más honesta de nuestro pasado”.
Para Martín Rodrigo Alharilla, profesor de Historia Contemporánea de la Universitat Pompeu Fabra y biógrafo del empresario esclavista Antonio López (cuya estatua fue retirada de las calles de Barcelona en 2018), “en la medida que las instituciones públicas han mirado hacia otro lado y no han incentivado un debate en torno al pasado histórico, se entiende que en algunos casos la gente decida actuar por su cuenta”. España, tal y como recuerda Rodrigo, también tiene un pasado esclavista que apenas causa escándalo, porque la mayoría de los ciudadanos de nuestro país lo desconocen: “Tal vez un buen comienzo sería empezar a celebrar como corresponde el 23 de agosto, Día Internacional de Recuerdo de la Trata de Esclavos y su Abolición, o el 25 de marzo, propuesto por las Naciones Unidas como Día Internacional de Recuerdo de las Víctimas de la Esclavitud y la Trata Transatlántica de Esclavos”. Un país cuyas élites se enriquecieron con la esclavitud incluso décadas después de su teórica abolición no puede pretender que esta problemática le es ajena. Para Rodrigo, los procesos de revisión histórica hay que afrontarlos “con valentía y con rigor, huyendo de apriorismos. Aprendiendo de lo que han hecho otros países y escuchando a los especialistas”. La alternativa (no ideal) es que, a medio plazo, sean los ciudadanos los que salgan a la vía pública zanjando ese debate truncado y destruyendo estatuas.
Para el politólogo y experto en biopolítica Manuel Arias Maldonado, profesor de la Universidad de Málaga, con la polémica sobre el derribo de símbolos de un pasado bochornoso, España “está importando un debate que, al mismo tiempo, suscita preguntas complejas e interesantes sobre nuestra propia manera de contemplar el pasado colectivo”. El problema viene, en su opinión, cuando esa discusión necesaria se subordina a una agenda política presentista y contemporánea. No se puede entender el pasado si lo contemplamos exclusivamente desde los valores y las guerras culturales del presente y no se puede debatir con rigor si nos dejamos llevar por el ritmo acelerado de las redes sociales. Arias insiste en una idea que le parece esencial: “Salvo en casos puntuales, como las estatuas de Franco, yo me tomaría las estatuas como un testimonio de la historia colectiva que ha quedado en la vía pública y que, por tanto, puede ser contemplado o ignorado”. En su opinión, “destruir una estatua no borra el pasado”. En todo caso, “lo oculta”. Y es preferible que esté a la vista para que pueda ser analizado y comprendido. Para César Rina, es significativo lo que ocurrió con una estatua pública, gigantesca, de Fernando VII que estaba en Sevilla: “Como a aquel rey no había por dónde cogerlo, acabó en una trasera del convento de Santa Clara, tirado en un rincón y comido por las palomas”. Al final, es el tiempo el que derriba las estatuas. “Y, cuando lo hace, nadie se rasga las vestiduras”, remata el académico.