Ymelda Moreno, la crítica gastronómica de 88 años que supo adelantarse a los gustos de hoy
Reconocida por la Real Academia de Gastronomía por su trayectoria, la experta culinaria empezó a escribir sobre la buena mesa española en 1975 con una visión novedosa y muy viajada
A bolígrafo rojo, sobre una carpeta azul muy gastada de esas que se utilizaban antes en los colegios, se pueden leer los nombres de Comino, Romaní y Ruperto de Nola. Al abrirla, los recuerdos y los sabores comienzan a aflorar con una viveza singular. “Este fue un viaje que hizo la Cofradía de la Buena Mesa al Ampurdán. Ese de ahí es el duque de Ahumada; este es Víctor de la Serna padre; al lado, su mujer, Nines Arenillas; y en un extremo, mi padre. Yo soy la más jovencita de todos”, describe Ymelda Moreno, señalando un recorte de prensa firmado por Savarin, el seudónimo que usaba su padre cuan...
A bolígrafo rojo, sobre una carpeta azul muy gastada de esas que se utilizaban antes en los colegios, se pueden leer los nombres de Comino, Romaní y Ruperto de Nola. Al abrirla, los recuerdos y los sabores comienzan a aflorar con una viveza singular. “Este fue un viaje que hizo la Cofradía de la Buena Mesa al Ampurdán. Ese de ahí es el duque de Ahumada; este es Víctor de la Serna padre; al lado, su mujer, Nines Arenillas; y en un extremo, mi padre. Yo soy la más jovencita de todos”, describe Ymelda Moreno, señalando un recorte de prensa firmado por Savarin, el seudónimo que usaba su padre cuando escribía para el diario ABC. En el centro de todos ellos se encuentra Salvador Dalí. El relato de Moreno, a la que recientemente la Real Academia de Gastronomía ha homenajeado otorgándole el galardón en honor a toda una vida, está lleno de historias. Siempre relacionadas con el buen comer, del que lleva escribiendo desde mediados de los setenta.
“Comencé a escribir de restaurantes en ABC, luego pasé a Ya y lo compaginaba con la Gaceta Ilustrada, entre otros muchos sitios”, continúa. “Aunque ya desde muy joven acompañaba a mi padre en las visitas que hacía a estos lugares. Siempre buscábamos espacios que fueran buenos, nunca hicimos una reseña destructiva. Yo era su misteriosa acompañante”. Su padre fue Francisco Moreno, conde de los Andes, Premio Nacional de Literatura y el primer crítico gastronómico que tuvo hueco en un periódico nacional, en 1969. Moreno continuaría la tradición familiar en 1975. Esta vez bajo el alias de Zenon. “El nombre me lo sugirió Luis María Ansón, me comentó que debía ser corto. Y, además, tener un punto divertido, por esa alusión al filósofo y al término ‘cena”, explica. Ansón también le recomendaría que se inscribiese en la primera promoción de la carrera de Periodismo, en Ciencias de la Información.
Sus textos, al igual que su personal manera de acercarse a los diferentes fenómenos culinarios, han trascendido mucho menos que el de homólogos masculinos como Néstor Luján, Xavier Domingo o Luis Bettonica. Pero su mirada, revisada hoy día, resulta completamente novedosa. “Hasta Zenon, la crítica gastronómica era muy elitista y reservada en su mayoría a los restaurantes de lujo”, analiza Fernando Sánchez en el volumen La cocina de la crítica, a la vez que pone en valor su acercamiento a “otros locales como heladerías, churrerías y chocolaterías; y las nuevas tendencias en la hostelería, como la neorrestauración, con sus restaurantes de autoservicio, buffets libres y otros locales donde comer bien a precios económicos”.
Moreno fue una adelantada, también, en poner en un mismo lugar la cocina moderna y la tradicional. Ella fue parte del jurado que decidió otorgar en 1987 el premio de mejor jefe de cocina a Marisa Sánchez por su trabajo en Hostal Echaurren, en Ezcaray. “Siempre tuve algo especial con Marisa. Me gustaban mucho sus croquetas”, comenta. Esa relación de cercanía la ha mantenido con otros cocineros, a los que conoció en sus inicios. Es el caso de Juan Mari Arzak (“Lo conozco desde niña, siempre fue el más moderno de los clásicos”), Martin Berasategui (“Aún recuerdo la primera vez que le vi, en un restaurante de la parte vieja de San Sebastián”) o Ángel León (“Lo fui a visitar cuando trabajaba en Toledo e investigaba el humor vítreo de los peces”). Reservada y casi invisible, siempre le gustó estar en un segundo plano. “Nunca avisaba y siempre reservaba como señora de Moreno, sin identificarme”, explica, a pesar de que su presencia era casi siempre comentada. “Les extrañaba que hiciera tantas preguntas sobre ellos y el restaurante”.
La mesa baja del salón de la vivienda madrileña de Moreno está repleta de libros en los que ha participado. Algunos escritos a cuatro manos con importantes cocineros, como el mediático Joel Robuchon; y otros donde su faceta como organizadora ha brillado especialmente, como las primeras guías de Campsa y las posteriores de Repsol, de la que fue coordinadora desde su fundación. “He recorrido toda España y América del Sur, esta última gracias a unas guías del viajero que hice para Telefónica hace dos décadas. Conozco muy bien cada rincón”, alardea con suma modestia.
A la edad de 88 años es difícil imaginarla con más vitalidad. Toda una vida dedicada a la buena mesa. ¿Hay algún manjar que guarde con especial cariño en su memoria? “Tengo muchos. Desde una estupenda tortilla de patatas a los platos de caza, que nunca he dejado de tomarlos. Aunque pocos como las perdices de antes, ya no saben igual”, asegura. Su último recuerdo viaja en el tiempo hasta su infancia, cuando Teodoro Bardají, el célebre chef de mediados del siglo XX y colaborador en El Gorro Blanco, oficiaba en las cocinas de su abuelo: “Yo era como un perrito faldero, estaba todo el día detrás de él. ¡Menudo puré de patatas, aquello sí que era excepcional!”