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Carles Armengol: “Dar de comer a la gente del barrio hoy es casi un gesto antisistema”

El escritor y camarero Carles Armengol retrata en su nuevo libro la lenta agonía, la resistencia y las opciones de futuro de los bares en un mundo turistificado

En Matar un bar, Una elegía tabernera sobre la defunción de nuestras barras, Carles Armengol reflexiona sobre un ecosistema que agoniza mientras se reinventa como puede: el de los bares de barrio. Con un poco de autobiografía, algo de crónica costumbrista y pinceladas de política e historia en las no falta el humor, el libro del escritor, psicólogo y “niño de bar” –como se definía en su primer libro Collado, la maldición de una casa de comidas– pone en el centro una pregunta incómoda y necesaria: ¿qué hemos hecho con los bares, esos lugares que alguna vez fueron el corazón social de la ciudad?

Más que un ensayo gastronómico o social, el libro, publicado por la editorial Col&Col, es una conversación viva sobre oficio, precariedad y resistencia. Para Armengol, que fue camarero primero por obligación y después por vocación, dignificar la hostelería no pasa por profesionalizarla en exceso, sino por devolverle su lado más humano: el oficio entendido como cuidado, la barra como punto de encuentro y el bar como trinchera cotidiana frente al capital y la despersonalización. Como hilo conductor, la historia ficticia, pero dolorosamente real de Can Porró, basado en la casa de comidas donde nació, creció y ejerció de camarero –con más o menos resignación– junto a sus dos hermanos, que acompaña, entretiene y ayuda a reflejar el cambio desde la hostelería “de antes” a un nuevo modelo con luces y sombras.

A través de recuerdos, reflexiones o experiencias vividas detrás y delante de la barra, Armengol explora la transformación de la hostelería contemporánea, desde la explotación –o autoexplotación, asumida o heredada– hasta la pérdida del sentido comunitario. Entre la nostalgia por las casas de comidas y la crítica a la “neo-tabernización” impostada, Matar un bar funciona como un espejo donde se reflejan los nuevos ritmos de consumo, las aspiraciones urbanas y el desarraigo de una Barcelona que parece haber cambiado la humanidad que habitaba las barras por una sofisticación forzada. Hablamos con él en la barra de su cafetería en la librería +Bernat, mientras conversa con los clientes que pasan, en una demostración constante y empírica de que lo suyo no es solo relato.

¿Qué hace auténtico un bar?

Creo que el anfitrión, porque puedes abrir la taberna más chula del mundo, pero si no tienes detrás a alguien con carisma, que sabe dirigirla, con mano izquierda, esa autenticidad se corta, es el gran reto. Esto es muy importante recalcarlo: no es que estés al servicio al servicio del cliente, no estás sirviendo a nadie, estás ejerciendo. Esto también hace que marques un límite, y cuando alguien te falta al respeto también sepas marcarlo, que a veces estar trabajando en el lugar y el momento en el que otros están de ocio puede ser complicado.

Un buen bar te hace sentir en casa, y hay algo muy bonito que me lo demuestra a diario: cuando estoy haciendo un sofrito, algo tan simple como ajo y cebolla, hay gente que dice: “Hostia, ¿qué haces hoy? Guárdame un plato”. Y vienen, porque saben que van a comer casero: es el plan de marketing más primigenio del mundo (ríe), algo que me recuerda también mucho al Collado.

Cuando viene a comer la gente mayor del barrio, también creo que estás haciendo las cosas bien. Preparar esos guisos que ya no hacen tanto, porque ya no tienen hijos en casa a los que alimentar a diario y pueden tomarse la vida y la cocina de otra manera, pero venir a comerse igual unas albóndigas o unos fideus a la cassola con una copa de cava. O prepararles una buena tortilla francesa, si es lo que les apetece, aunque no esté en la carta. Sobre todo no tener el enésimo local con una cola de gente que vienen todos a jalar huevos benedict, ¿sabes? Al final, en una sociedad dominada por el capital y enfocada al turismo, dar de comer a los de tu trinchera, a la gente del barrio, es casi un gesto antisistema.

¿ Es Matar un bar un libro nostálgico?

Algo de nostalgia hay, creo, pero evidentemente a la vez soy muy crítico con el pasado. Lo que valoro de esos tiempos es esa no globalización extrema frente a la homogeneización actual, ese tsunami de color beige que está arrasando con todo. Cualquier tiempo pasado fue… diferente, pero un futuro mejor debería ser posible. Pero eso, claro, implica un esfuerzo. Por ejemplo: se nos llena la boca diciendo “comercio de barrio”. ¿Qué problema hay cuando el relato se convierte en aspiracional? Que hay que confirmarlo con actos, y comprar en el barrio de verdad, no pedir que te guarden el paquete de Amazon en la tienda de la esquina.

Decirlo es muy fácil; pero para tener una hostelería digna y unos buenos bares, debemos –hay un capítulo sobre eso– entender que la dignificación no viene de fuera. Y digo “dignificar” y no “profesionalizar”, porque no tienes que ir a una escuela de hostelería ni hacer tres másters. Como trabajador, te debe gustar tu trabajo, pero porque tienes unas condiciones que te permiten tener una vida y disfrutarlo. Como cliente, como vecino, como parroquiano, está bien tener siempre presente que decidir dónde vas a consumir es importante: comprar comida y bebida es el acto más político que podemos hacer.

La historia de Can Porró –que termina con el cartel de “se traspasa”– resulta especialmente desoladora, porque aunque sea supuestamente ficción, lo vemos todos los días.

Me pareció una manera interesante de vertebrar el libro, porque el relato está relacionado con lo que está pasando, con la opinión, la reflexión de la que hablo anteriormente o el siguiente capítulo. Can Porró es un poco lo que podría haber sido el bar de mis padres: de hecho, la niña de chándal con rayas de la que hablo, la hija de los propietarios; ese era el chándal de mi cole y de alguna manera refleja mi visión del Collado. También me permitió hablar indirectamente de algo que me preocupa mucho: que las ciudades cambian y evolucionan. Mientras estos negocios cierran, salen clones con platos parecidos pero tres veces más caros.

Estas neo-tabernas, ¿se han apropiado, o se están intentando apropiar, en el discurso de la hostelería, del concepto de autenticidad?

Impostar la autenticidad es algo que, sin duda, está pasando desde hace bastante tiempo, desde la perspectiva de “lo de antes es lo de verdad”. El típico bar completamente nuevo con singles antiguos colgados, la botella de Soberano, un cartel de Tío Pepe, pero todo impostado como en un decorado. Tristísimo: repiten los códigos buscando lo mismo que se están cargando, hasta el punto en el que no sabes si la neotaberna es lo real o no. Hay mucho marketing, un algoritmo que lo está analizando constantemente todo y genera una falta de frescura que da ganas de llorar.

¿Qué papel tiene la turistificación de las ciudades en todo esto?

El turismo homogeniza. Lo que no deja de ser curioso, porque acabas viajando para ir a lugares que son iguales que los que ya tienes en tu propia ciudad: la tendencia hace que todos los bares sean calcados, y esto es muy peligroso. Estamos en la era del beige, del gris, vamos hacia una homogenización constante de todo por la estética del algoritmo. Las redes solo enseñan sitios que cumplen con ciertos códigos, todas estas tendencias instagrameables; vemos lo que la modernidad entiende que es moderno y lo diferente desaparece. ¿Por qué se deben repetir todos estos códigos? ¿Por qué no podemos convivir con lo feo? Además, han conseguido hacerse con cosas... yo qué sé, los callos, el cap i pota, ya es aspiracional, ya es hipster.

Como sabrá cualquiera que haya intentando ir últimamente a comer, por ejemplo, al Gelida (una popular casa de esmorzars de forquilla, platos de cuchara, cocina catalana tradicional y vino a granel del Eixample barcelonés).

Ellos sobrevivirán, esperemos que por muchos años –me recuerda mucho al Collado, por su ritmo, el tipo de clientela que hay, con grupos de todas las edades–; pero otros negocios no lo harán. El otro día vi que habían abierto la enésima cafetería de especialidad; que no sé cuántas más puede absorber Barcelona, en lo que antes era una bacaladería. Una barra así de pequeña, donde tienes que coger ticket, un negocio súper rentable: se monta en una esquina, no necesitas ni salidas de humo ni historias, y a dispensar cafés a cuatro pavos.

Si todo esto que a muchos nos parece tan desolador está pasando en todas partes, es porque alguien compra.

Totalmente. Además, esta ciudad tiene el poder de esnobizarlo todo, todo está polarizado. Es decir, el bikini o es una mierda de pan Bimbo o es un gourmet. La tortilla igual: o es la mejor tortilla, ocho pavos el pincho, o nada; no hay término medio. Que estamos hablando de tortilla, colega. Si vas, yo qué sé, a León, te ponen un pincho con el café con leche; y está buena, sin más pretensiones.

¿Estamos prostituyendo ya directamente el nombre del bar? ¿Cuándo un bar deja de serlo?

Hay muchas variantes, en el libro hablo de una que me fascina: el tema de las terrazas “solo para cenar-cenar”. Estuvimos en una que parecía una broma: nos insistieron que teníamos que pedir cena, platillos, no tapas. ¿No puedo cenar con unas croquetas, unas albóndigas y unas bravas? “No, no, eso no es una cena”. Surrealista. Además, ¿desde cuándo un bar solo es para comer? Por otro lado, seamos críticos también: los bares siempre han sido lugares de hedonismo masculino, lugares tóxicos, sitios violentos donde pasaban cosas no siempre buenas. Refugio de alcohólicos, de almas perdidas, el bar era chupitos a las ocho de la mañana y una serie de problemas enmascarados dentro de lo “normal”. Y también las condiciones laborales precarias, de mierda, completamente normalizadas…

¿Hubo un punto de inflexión a raíz del Covid?

La gente puso un poco el pie en el suelo y dijo: “suficiente”. Porque antes era lo de siempre: “si tú te vas, encontraremos a otro que lo haga”, y ahora estamos en un punto en el que no lo haces tú, y tampoco lo hace el otro. Estaba normalizadísimo que en la misma entrevista te dijeran “te damos de alta 20 horas, pero vas a trabajar 40 (o más). Funcionamos así”. La gente, creo, se ha cansado de eso: primero, porque a lo mejor mañana vivimos otra pandemia, un holocausto zombi o cualquier otra mierda; o sencillamente, porque te quieres ir a casa a tu hora.

Todo el sistema de reservas constantes que se creó con la pandemia también ha acomodado mucho a algunos hosteleros, porque te da seguridad: “No, ya lo tengo lleno”, cuando les dices que quieres tomarte un vino rápido en la barra antes de ir al cine, sin mirarte ni a la cara, y ya está. Hasta que luego las reservas no vienen y lloran, claro. Mira, eso sí que me gustaría que lo dijeras, que para mí es muy importante: la clave también de un buen bar, de la esencia de un bar, es que quien esté detrás sepa dirigir el tráfico. Una mirada de reconocimiento, una sonrisa, una cierta complicidad, lo cambian todo.

También ha favorecido la búsqueda de la conciliación, ese animal mitológico de la hostelería.

Muchos proyectos nuevos que abren son de gente que busca eso, y ha cambiado el paradigma del bar 24/7. El bar como el de casa de mis padres, que debía estar siempre abierto y aguantando. Mi padre era así: si hay un tío allí borracho, tú aguantando. El Collado se cerraba cuando se iba el último cliente, y no veas las discusiones familiares que generaba, porque todos pensábamos: “Tío, si ya no tienes trabajo ven a casa, que ya son las nueve y has hecho doce horitas”. Joder, que a veces se quedaba dormido por la tarde en una mesa.

Por otro lado, éramos una familia de clase trabajadora, que curraban como cabrones pero en ese momento sociopolítico y económico del país, trabajando 14 horas podías comprarte un piso y un apartamento en la playa –al que no podías ir casi nunca, claro–, pero fui a un buen colegio, teníamos todo lo que necesitábamos. Realmente, como niño, el Collado era un buen sitio… de adolescente me convertí en mano de obra, empecé a sufrir esa esclavitud como colateral y la cosa cambió bastante.

Desde entonces todavía tengo pánico, un trauma, con los findes, porque para mí eran horribles: si había fútbol, Champions, lo que fuera, vivía pendiente de la llamada que te mandaba al bar, y claro; yo no sabía que eso se llamaba conciliación, solo que quería estar con los colegas. No me importa currar 14 horas, que lo he hecho muchas veces, y cuando llevas un negocio, a veces ocurre, que estás tres o cuatro horas más, por lo que sea, no me importa si sé que tengo sábado y domingo para mí, para desconectar. En tres años en el bar de +Bernat no hemos abierto el sábado, porque no había quien lo hiciera. Ahora empezaremos a hacerlo porque somos más, hemos hecho buen equipo -otro de los grandes retos de la hostelería– y podemos organizarnos.

¿Qué debería plantearse cualquier persona que quiera abrir un bar (y vivirlo dignamente)?

De entrada, pensar: hacer un análisis y valorar cuáles son tus puntos fuertes, para hacerlo más eficiente y coherente. Preguntarte: “¿En qué barrio estoy? ¿Qué competencia tengo? ¿Es necesario que abra todos los días? ¿Es necesario que abra para cenas? ¿Y los domingos? Evitar la autoexplotación. Y valorar si vale la pena o no, porque eso de abrir por abrir, porque “hay que abrir”, no. No estoy de acuerdo con esto.

También es una de las pocas profesiones que todo el mundo cree que puede ejercer.

Totalmente, estoy muy en contra de la peña que dice: “tengo cuatro ahorros, voy a abrir un bar, que sé mucho de bares porque he estado en muchos”. Esto es terrible, hay un desprecio muy común que ni siquiera se ejerce conscientemente. Gente de oficinas que viene para tomar el café y me dice, “¿no buscas a nadie para trabajar? Es que tengo tanta responsabilidad”. No se está dando cuenta del menosprecio que te está haciendo, como si lo tuyo no fuera trabajo, sino estar charlando con la peña. Que también estoy poniendo la piel, tengo un negocio, gente en nómina… eso a mí siempre me saca un poco de venenito (risas).

Vamos, que solo pueden concebir el bar desde su lado de la barra.

Sí, desde el desconocimiento. Creo que si abres un bar debería ser para estar allí, currando, porque te gusta. Pero si tú abres y no tienes ni puta idea, y después la peña que contratas tampoco, ¿qué les enseñarás? ¿Cómo quieres que dignifiquen un oficio, si quien lo lleva no tiene ni idea? Hay que saber detectar: para mí, la clave es que quien haya detrás del garito tenga cara y ojos, aunque no esté haciendo todas las horas de apertura. Pero que sea su negocio, que no haya una franquicia, que no haya un fondo ni un grupo hostelero. Y además, ¿por qué quieres tener un bar, si no vas a tener –recalca– un bar?

Quien está dirigiendo ese barco, que le guste y que esté allí, que sepa el oficio. El oficio es algo importante aquí, y entender que la dignificación no puede venir de fuera, de la validación externa. Que sea una persona que lo está intentando, que quiere salir adelante: si sabes que quien está detrás se lo está currando, ya conectas. En los bares que he trabajado he conseguido crear tejido y hacer parroquia: que la gente me deje las llaves de su casa para que alguien las recoja, que les guarde algún paquete, acordarte de sus nombres, de lo que toman… no sé, algo tan tonto como recordar si el cortado te gusta en taza o en vaso.

Resumiendo, la humanidad.

Exacto: que no seas sólo un dispensador de vinos naturales, de café, de sol y sombras o de lo que sea.

Con humor, crudeza y una voz que alterna ternura y una cierta –y nada disimulada– rabia, Matar un bar nos recuerda que comer, beber y conversar no son gestos banales, sino actos políticos: elegir dónde te sientas, a quién le compras o con quién compartes barra sigue siendo, hoy más que nunca, una forma de decir en qué ciudad quieres vivir.

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