Seis ‘txakolis’ que alcanzan la categoría de grandes vinos blancos

Convertir el txacoli de bebida folclórica, popular, de consumo casero y trago tabernario, en un blanco moderno, ha sido toda una hazaña obra de un buen plantel de bodegas, empezando por el pionero, los hermanos Chueca, de Txomin Etxaniz. Ellos estructuraron el viñedo de las variedades autóctonas hondarribi zuri y belza, buscando la ubicación de las cepas más adecuada para conseguir el mayor número posible de horas solares, incorporaron las modernas técnicas de elaboración de blancos. Tras su senda, prestigiosos enólogos y bodegueros como Pepe Hidalgo y Ana Martín, Bixente Eizaguirre, Iñaki Ameztoi, Gorka Izagirre, Garikoitz Rios, Oxer Bastegieta o Lauren Rosillo, introdujeron la crianza sobre lías finas y la fermentación en roble, incorporando en ocasiones pequeñas cantidades de varietales nobles como riesling o chardonnay para ganar en estructura y complejidad. Todo ello ha supuesto la aparición de excelentes txakolis en las tres denominaciones de origen, una por cada provincia del País Vasco: Arabako Txakolina, Getariako Txakolina y Bizkaiko Txakolina.

Así, de aquellos blancos acerbos, con abundante aguja y punzante acidez, cuya bebida era un acto de heroísmo, hemos pasado a los actuales txakolis de paladar equilibrado, aromas limpios, muy expresivos, y sabor deliciosamente afrutado. Es ya un vino más allá de la nostalgia del caserío. Un blanco que se elaboraba en este tipo de residencias para consumo propio, cuya historia se remonta a la Edad Media. Por ejemplo, en Álava se mencionan viñas de hondarribi desde el siglo IX. Posteriormente, en el siglo XVII, los Archivos Reales hablan de un vino elaborado en Hondarribia con uvas no totalmente maduras, acidulo, de aguja, con graduaciones que oscilaban entre los siete y nueve grados, de consumo muy popular.

No ha sido tarea fácil. Recordemos que los viñedos de hondarribi sufrieron los efectos destructores de la filoxera y fueron mayoritariamente sustituidos por variedades foráneas como la folle blanche (mune mahatsa), la petit courbu (hondarrabi zuri zerratia), y la izkiriota (gros y petit manseng), procedentes del País Vasco francés. Posteriormente, la recuperación vitivinícola se vio afectada negativamente por factores económicos y legislativos, que casi dan al traste con la producción de txacoli. Se abandonaron numerosas viñas por poco productivas, mientras que en las barras de bares y chigres, la competencia de blancos más asequibles y con más cuerpo y fama, ocupaban el lugar de una bebida ácida, acerba, herbácea, con la nostalgia de la vid por su pasado rupestre.

La situación comenzó a revertirse en la década de 1980, gracias al mencionado empuje de bodegueros que nunca tiraron la toalla. Pero también a la labor de organismos oficiales dispuestos a vitalizar los productos autóctonos. Hoy, según el Informe sobre el potencial de producción vitícola en España (2023), el País Vasco cuenta con 778 hectáreas de sus variedades autóctonas (739 de hondarrabi zuri y 39 de hondarrabi beltza), mayoritariamente en Vizcaya, lo que permite elaborar excelentes txacolis hechos de luz, brisa marina y uvas locales. Vinos que, sin perder la evocación del caserío, han conseguido escalar hasta los primeros puestos en el ranking de nuestros mejores blancos. Lo dicho, una hazaña.

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