Cocinar para millonarios: el oficio discreto y bien pagado de los chefs privados
Viajan con sus clientes en jets, cocinan en yates o villas de verano y ganan mucho más que en un restaurante. Pero detrás del glamour, muchos describen su trabajo como una jaula de oro
Cenar en Hong Kong y viajar en jet privado para comer al día siguiente en Cuba parece una escena de la serie Succession, pero fue durante varios años la realidad de Pablo Albuerne, más conocido como @gipsychef. Albuerne viajó codo con codo con un importante empresario chino durante casi cinco años por todo el mundo y acabó convirtiéndose en su gurú gastronómico: le preparaba las comidas, sí, pero también le gestionaba reservas en restaurantes, le aconsejaba qué pedir o le compraba el mejor jamón de bellota del mercado si se le antojaba.
Es uno de los muchos ejemplos de cómo el oficio de chef privado va mucho más allá de los fogones: entre sus tareas está gestionar expectativas, hacer de nutricionista improvisado e incluso de confidente en la sombra.
Quién contrata a un chef privado y por qué
Tener un cocinero personal no está al alcance de muchos. Aun así, existen diversas tipologías de cliente y, dentro del sector, también jerarquías. Hay profesionales que trabajan por temporada en villas o barcos —especialmente en destinos como las Baleares o la Costa Azul— cuya función es garantizar una experiencia gastronómica completa durante las vacaciones. En un nivel intermedio se sitúan quienes cocinan para familias con varias residencias: conocen sus gustos, planifican menús y gestionan proveedores durante todo el año, aunque solo en algunos casos los acompañan en sus desplazamientos. Y en el extremo superior aparecen los private chefs to UHNWIs, —Ultra High-Net-Worth Individuals, es decir, personas con patrimonios superiores a los 30 millones de dólares—, que viajan junto a sus empleadores por el mundo y se encargan de todo lo relacionado con su alimentación: desde cocinar y comprar hasta reservar mesas o supervisar equipos locales allí donde se encuentren.
Hace unos 25 años, Sarah Stothart se ocupaba de la cocina privada de uno de los grandes magnates de la comunicación, en una época en la que su imperio mediático marcaba buena parte de lo que el mundo leía, veía o pensaba. “La mayoría de la gente le tenía miedo, pero yo no tenía nada que perder; era joven y me presenté al puesto por curiosidad. Me hizo cocinarle algo y le preparé un entrecot con patatas fritas. Le encantó”.
Durante seis meses, Stothart fue su chef privada en la oficina de Sydney, un impresionante edificio de más de 40 plantas con vistas espectaculares a Hyde Park. No había límite de presupuesto, podía comprar lo que quisiera y en cualquier parte del mundo: el primer salmón que remontaba el río de una finca de Escocia o el caviar más exquisito de un proveedor ruso. “Pero sinceramente, tenía gustos de niño: le encantaban los bocadillos, las hamburguesas, la pasta. Y en las reuniones corporativas hacía platos sencillos de inspiración mediterránea pero con los mejores ingredientes. Nada muy loco”.
Cuando el lujo es un pescado fresco al punto de sal
Contrariamente a lo que podríamos imaginar, la sencillez de la comida es una constante en las demandas de los clientes. Raúl Moreno, de 23 años, acabó sus estudios en la escuela Hofmann de Barcelona y empezó a trabajar en verano en villas y mansiones de Ibiza cocinando a familias durante sus vacaciones. “Lo que buscan principalmente es comodidad: que tú te encargues de todo y no tener que pensar —explica—. Les suelo preparar cocina mediterránea, fresca, que incluya brasa y platos para compartir; no quieren cosas vanguardistas. Están de vacaciones, en un ambiente relajado y les apetece cosas ricas pero desenfadadas”.
Eso sí, la demanda siempre incluye que los productos sean frescos y de la máxima calidad, por lo que los chefs privados cuidan muchísimo su relación con proveedores como pescaderías o carnicerías de confianza o granjas y explotaciones agrícolas de proximidad. “Trabajé una semana con una pareja rusa que me pedía pollo a la plancha con ensalada y huevos revueltos para el desayuno. Y aún así, me gasté más de siete mil euros en compras esa semana”, explica Miguel Orts, alias “el chef sireno”, que lleva cuatro años como chef privado en catamaranes de lujo. “Querían cosas muy exquisitas: agua de la Toscana embotellada en cristal, botellas de vino de Chablis de 400 euros la botella, bogavante, filet mignon y caviar, mucho caviar”.
Pablo Albuerne confirma que hay una importante diferencia cultural entre sus clientes españoles –fue chef privado durante años para dos familias nacionales– y su cliente chino: “La cultura china da mucho valor a las cosas según lo caras que son y con mi cliente había mucho de improvisación caprichosa: he ido a Alba, en el Piamonte, a por una trufa blanca de más de medio kilo porque él quería el espectáculo de tener una trufa grande en las manos. Con las familias españolas no había esas excentricidades”.
La organización, clave para la improvisación
Los chefs privados no solo cocinan: se encargan de comprar los ingredientes, gestionar los menús, buscar los mejores proveedores y adaptarse a los diferentes escenarios culinarios: preparar una cena de negocios de última hora, diseñar un banquete para 50 personas o enfrentarse a una exigente petición “como conseguir que en menos de tres días un enorme atún rojo de almadraba, capturado en Cádiz, llegue fresquísimo a Burdeos”, cuenta Albuerne, recordando este episodio con su cliente chino. “¿Imposible? No. ¿Difícil? Bastante. Pero bueno, yo era conocido por mi capacidad de resolver sus caprichos. A fin de cuentas, lo que es imposible, en muchos casos, el dinero lo hace posible”.
Estos chefs suelen trabajar con presupuestos ilimitados y libertad creativa dentro del marco pactado con sus clientes. “A veces echo de menos cocinar platos más vanguardistas”, reconoce Orts, “pero luego recuerdo las condiciones de los restaurantes en los que estuve y se me pasa. Prefiero la calidad de vida que me da este trabajo a la creatividad técnica que me puedo estar perdiendo”
Pero esa libertad también redefine el oficio. El trabajo de chef privado dista mucho del de un restaurante, no sólo por escapar de la repetición de platos milimetrados, sino por la diferencia en el nivel de estrés. “En una cocina de restaurante se nos puede ver agobiados, de mal humor... En una casa no te lo puedes permitir. Te tiene que ver sonriente y confiado”, asegura Moreno. Aun así, le compensa: “Son muchas horas y hay que ser muy disciplinado y organizado, pero en un restaurante también he llegado a estar hasta dieciséis horas sin parar y con un estrés altísimo. Al menos aquí dependo solo de mí y me organizo a mi manera”. Miguel Orts coincide: “No es un trabajo estresante como en un restaurante, pero tiene su complicación vivir en un espacio reducido con la tripulación y con clientes distintos cada semana.”
Los ricos también gritan
Lo primero que tuvo que hacer Sarah al entrar a trabajar para el magnate fue firmar una cláusula de confidencialidad. En esos despachos se cerraban acuerdos millonarios y todo debía quedar blindado. Los chefs privados trabajan para personas muy ricas y, a menudo, con gran exposición mediática, así que la discreción es esencial. Pablo Albuerne considera que esta cualidad debe ser innata: “La discreción es una cuestión de carácter personal. Ser cotilla es desfavorable en cualquier trabajo, tiene que ir de la mano de la calidad humana”.
La convivencia 24/7 expone a situaciones incómodas. “En el barco donde trabajo no me obligan a firmar nada, pero hay momentos complicados —cuenta Orts—. Desde discusiones delante de ti hasta clientes que traen prostitutas al barco. Aun así, eso ocurre en contadas ocasiones; la mayoría de las veces todo transcurre con normalidad”.
Albuerne, que trabajó para tres familias distintas, pone el acento en la relación humana: “Para mí era importante que me trataran como uno más y sentar con mi cliente una relación de respeto mutuo, igual que con cualquier persona a la que tienes aprecio. No quería sentirme parte del servicio, y con todos mis clientes he establecido un vínculo real y todavía guardamos amistad”.
En los trabajos más breves, sin embargo, la relación cambia: “A veces te tratan con altivez, especialmente a las mujeres —asegura Orts—. A muchas de mis compañeras las tratan peor que a mí; es un mundo machista donde algunos se sienten con derecho a tratarlas como si fueran su servicio.”
Entonces, ¿vale la pena ser chef privado?
A pesar de todo, hay una ventaja evidente en el oficio de chef privado: el sueldo. “En los restaurantes las condiciones son pésimas, y este trabajo me permite viajar, conocer gente, trabajar en el mar y ganar cuatro veces más”, confiesa Orts. Raúl Moreno lo corrobora. Tras un exigente stage en el triestrellado restaurante de Copenhague Noma, prefiere seguir como chef privado: “Es un mundo agradecido y mejor pagado. No hay comparación posible.”
Para hacernos una idea, un chef privado itinerante puede cobrar entre cinco mil y seis mil euros al mes sin contar las propinas, que en un buen mes pueden llegar a redondear la cifra a ocho mil euros. En el caso de un chef privado fijo, dependerá de cuánto desee pagar el empleador, y en caso de muy alto poder adquisitivo, las tarifas se pueden mover entre seiscientos y mil euros al día.
Eso sí, todos coinciden: no puede hacerse solo por dinero. “Te pagan mucho no solo porque son ricos, sino porque esperan excelencia”, explica Moreno. En la misma línea, Albuerne advierte: “La diferencia económica es abismal, pero no recomiendo hacerlo solo por el dinero. En realidad cobras también en experiencias, y eso hay que ponerlo en valor.”
Puede que el salario sea alto, pero no es una vida para todo el mundo, añade Pablo Albuerne. “Es un trabajo que exige sacrificio. Al final, estás en una cárcel de oro viviendo la vida de otro. He viajado por todo el mundo en jet privado, he estado en lugares increíbles, pero voy donde mi cliente quiere ir y cocino lo que él quiere comer. Hay una parte de secuestro emocional, con síndrome de Estocolmo incluido.”
Todas estas condiciones convierten el oficio de chef privado en una opción temporal más que vital. “Trabajar en un barco es interesante, pero te desprendes de tu vida personal y acabas viviendo otra realidad”, dice Orts. “Ser chef privado es solitario: vas a ganar dinero, pero es poco compatible con tu vida privada.”
Para Albuerne, sin embargo, lo más duro no fue la soledad: “La soledad no me pesaba porque me sentía cercano a mis clientes. Lo que más echaba de menos era la libertad: poder decidir qué quería hacer en cada momento.”
Quizá por eso, para muchos, ser chef privado acaba siendo exactamente eso: una jaula de oro.