Restaurante El Tormo: Cuando Cuenca es más exótica que Tailandia
Con más de cuarenta años, este secreto de Las Vistillas en Madrid sigue fiel a una cocina manchega sin concesiones
Si a Nerón se le antojaban uvas a las cuatro de la mañana, uno no debiera sentirse mal porque alguna vez le apetezcan un atascaburras o unos gazpachos manchegos: la vida es ir compensando y no va a ser todo bubble tea. Sin embargo, uno de los problemas de la cocina de Castilla-La Mancha es precisamente encontrarla fuera de Castilla-La Mancha. No importa la ciudad: lejos de la jurisdicción de García-Page, no se sabe qué es más difícil, si ver un sitio donde sirven morteruelo o uno donde no sirven gyozas. Ocurre hasta en Madrid, que habrá o no habrá sido un lugarón manchego, pero que hasta los noventa, en cualquier bar con grasilla, tenía en exposición sus buenos zarajos. ¿Qué hacer?
Lo primero, detenerse un poco. Hoy, se habla de la cocina de La Mancha —y de la Alcarria y la Sagra, y de los Montes de Toledo…— y se piensa en El Bohío y en Maralba, en Iván Cerdeño, en aquel pionero que fue Las Rejas o en lugares como Casas-Ibáñez y Sigüenza. Pensamos en Castilla-La Mancha y pensamos también en esos airenes de pie franco que nunca habíamos probado y en algún malvar viejo que creíamos que ya no volveríamos a probar. Es más, el mundo no reconocería una despensa como española sin exportaciones de bandera como el ajo morado, el queso o el azafrán. Y aun así, bien puede pensarse que —hasta ahora— la manchega ha sido una cocina mal conocida y poco viajada: incluso entre gastrónomos habrá quien piense que “alajuz” no es un dulce de La Mancha sino el campeón noruego de los World Cheese Awards. En fin: uno puede comerse una fabada en Cádiz y una paella en Ferrol, pero no unos galianos —grandes tapados de la cocina española— en Asturias. Nuestro interés por la culinaria de La Mancha ha sido, si acaso, antropológico: qué se decía de las pepitorias o incluso del caviar en el Quijote. Por lo demás, parecemos haber sido condenados a versiones apresuradas para el turista, en mesones donde se nos informa de que “Cuenca es única” y la palabra “comer” se ve sustituida por la palabra “yantar”. Así, para encontrar buena cocina manchega —pensaba— afrontamos el dilema dramático de desplazarnos a La Mancha o raptar a una nonna de Villarrobledo.
Había una tercera alternativa: ir a Madrid, llegar a Las Vistillas y buscar El Tormo, uno de esos restaurantes que, precisamente por llevar abiertos toda la vida, uno no sabe si han cerrado. Recordaba haber comido bien allí: bien y auténtico y racial, pero hace —también— toda una vida. De hecho, el recuerdo era tan bueno que me daba miedo volver para comprobar que el lugar había decaído, o que, en uno de esos intentos de aggiornamento que sirven más bien para predecir un final, ahora envolvían el morteruelo en gyozas. Incluso daba fastidio preventivo pensar en buscar el restaurante y descubrir, ha pasado más veces, que había cerrado. Pero nunca debemos olvidar que la cocina está hecha para alegrarnos la vida, y El Tormo seguía —sigue— abierto. Con la misma fórmula de menú largo pan-manchego, desde las aceitunas hasta el café de puchero y el golpetazo final de resoli. Y hasta con la misma foto de José Antonio Camacho recibiendo un premio en el restaurante allá por los ochenta.
Sí han cambiado los personajes de la obra, Clara Fontcuberta —gestión y sala— y David Tiedra en cocina, que, para darle un giro posmoderno a esta historia, ahora trabajan en un manchego pero se conocieron trabajando en una izakaya. Llevan tres años juntos y son también las terceras manos por las que ha pasado un local que, sin embargo, está en su cuarta década, desde que Joaquín Racionero y Teresa Grande lo abrieron como consulado general para manchegos en Madrid. El lugar ya nació con carácter: había que pulsar la aldaba, confiar en que Racionero te dejara entrar y, a modo de menú, comer lo que te echaban. Pero lo que te echaban era bueno, porque Racionero —erudito excéntrico y fraile exclaustrado— había desempolvado muchos recetarios quijotescos y una comida en El Tormo ya le iba a añadir siempre algo de arqueología a la gastronomía. Es algo que se ha mantenido en el tiempo, en la década que llevaron el restaurante Mila y Enrique, y en la etapa de Clara ahora. Ellos le pasaron a la nueva propiedad este recetario de conventos y pastores como si le estuvieran revelando un secreto de Fátima. ¿El resultado? Si parece justo juzgar a un restaurante manchego por su queso manchego, aquí hay que decir —curado joven, de leche cruda, con afinado perfecto— que en este Tormo no hay regates.
Cada vez que sale un plato de la cocina, David lo anuncia con un coscorrón en el alero. Así van llegando carcamusas toledanas, atascaburras, escabeches, asadillo, en un recorrido que bien podría subtitularse “delicias de la Submeseta Sur” y que, por supuesto, incluye también pisto con huevo frito porque esta es una cocina que pide mucho pan. Ahora, además del pan, también es bueno el vino: en la carta, por fin representativa de la región, pueden encontrarse desde las maravillas de Ponce en Manchuela hasta el entrañable —y sorprendente, e infalible, añadan lo que quieran— chardonnay de Blas Muñoz. Como recomendación: el lomo de orza y un morteruelo del que la evaluación más desapasionada solo puede decir que es sublime. Y ya por encargo, gachas, gazpachos manchegos, migas o conejo: un festín digno de las Bodas de Camacho porque, al fin y al cabo, esto es La Mancha y no podemos menos que volver al Quijote.