Nunca te avergüences de pedir el vino más barato de la carta
Si está ahí es porque alguien ha decidido que esté, y el restaurante tiene que dar la cara por él y defenderlo como defendería un Vega Sicilia del 62
El universo vinícola es infinito, rico y variado, y perfectamente capaz de surtir el mercado de botellas con una relación calidad precio tremendamente atractiva para contentar tanto a quien busca un par de tragos fáciles, agradables y asequibles para acompañar una comida coloquial, como para quien desea maridar una cena extraordinaria de las que sólo se dan una vez en la vida con un vino de leyenda.
Hay vinos en las gamas más bajas de precio, fruto del talento y el esfuerzo de bodegas excepcionales, que le devuelven a una las ganas de vivir y la fe en el ser humano, como hay tragos carísimos que te dejan con cara de susto y saludando al aire al rebufo de la arrancada de un autobús, con el paladar pintado de esmalte de uñas, pensando “debo ser yo, que soy tonta y no le pillo el qué”.
Un buen sumiller es como un librero experto con un farolillo que, a la vista de un lector con hambre, sabe acompañarlo a través de pasadizos repletos de títulos hasta dar con aquel que guarda lo que el cliente busca, sea el superventas de moda, una aventura detectivesca, un drama victoriano, un ensayo sobre mística medieval o una antología de cuentos. A veces, el lector expresa preferencia por un género en concreto. Otras veces, por un autor o un estilo. A menudo, el presupuesto manda, y según el dinero disponible, el vendedor se parará en la vitrina de las primeras ediciones firmadas y los incunables, o lo hará en la sección de los libros de bolsillo. No sabrás si el libro te gusta hasta después de haberlo leído, como no sabrás si has acertado con la botella hasta después de haberla descorchado.
La analogía del vino y los libros debería funcionar cambiando los libros por la pintura, la ropa, el calzado o la música, pero no he visto nunca a nadie entrar en una tienda de ropa, una librería o una tienda de discos y pedir el segundo vestido, el segundo libro o el segundo disco más baratos del local para no quedar como un cateto ni como un tacaño. Pedir el segundo vino más barato de la carta por temor a pasar vergüenza, en cambio, parece ser una práctica habitual.
La cuestión del estatus y del rango social toman una importancia crítica en el acto de elegir un vino más que en cualquier otra circunstancia. Quizás porque hoy ya no vamos a la iglesia, ni sacamos las sillas al fresco al atardecer. Compramos los discos y los libros en Amazon. La ropa, en Shein, y el restaurante es uno de los pocos terceros lugares palpables y físicos que quedan para los que no vamos al gimnasio.
Los “terceros lugares” son aquellos en los que, allende el hogar (“primer lugar”) y el lugar de trabajo (“segundo lugar”), las personas nos encontramos y conectamos con los demás. Son espacios distintos al espacio público porque en ellos no simplemente transitamos, sino que nos paramos y nos relacionamos con cierta cercanía. En ellos, la civilización sedimenta y afloran las normas, los códigos sociales, y nuestra amiga la vergüenza.
Nuestros ancestros homínidos evolucionaron en entornos hostiles con escasez de todo menos de enfermedades y agresiones brutales, tanto de depredadores como de congéneres. No solo era imposible sobrevivir sin ayuda, sino que, si uno demostraba no ser capaz de mantenerse despierto y en guardia toda la noche o si cometía errores al recolectar o cazar, podía ser eliminado violentamente por sus colegas: sin el eslabón débil, la cadena es más fuerte. Esto de “aporta o aparta” no es nada nuevo. La vergüenza como herramienta adaptativa pone en marcha mecanismos de camuflaje con el objetivo de minimizar la difusión de mala prensa sobre uno mismo. Ante una carta de vinos, el bebedor inexperto, que son todos menos cuatro, trata de no parecer ignorante ni pobre delante de la policía cavernícola.
Esta es mi columna número 100 en este periódico. Me di cuenta de ello en el momento de empezar a escribirla. Sorprendida y feliz —¡Quién lo hubiese podido imaginar! ¡Muchas gracias a todos los lectores! — dejé el ordenador y me arrebolé “¡Amor, ponte guapo! ¡Salimos a comer! ¡Esto hay que celebrarlo!”. Aposté por un restaurante nuevo, que en la web se veía bonito y confortable, cuya carta era una mezcla escueta y resultona de ideas sencillas. Pedí la carta de vinos y elegí una botella de veintidós euros con cincuenta. El sumiller se marchó. Reapareció con dos botellas, que apoyó encima de la mesa al grito de “¡Maria Nicolau no puede beber un vino de 22,50! Esta otra cuesta 43. ¿Estás segura de que te viene de ahí?”, y le solté a los perros.
El sector del vino lucha con uñas y dientes contra la tendencia de los españoles a beber cada día menos vino, y tiene a un enemigo terrible en sus propias filas: el camarero con taparrabos mental que no ha sabido deshacerse de la costra del elitismo y sigue menospreciando a una gran masa de clientes para los que la parte más barata de la carta podría ser la puerta de entrada al País de las Maravillas sin tener que apostar fuerte a ciegas.
Nunca te avergüences de pedir el vino más barato. Si está ahí es porque alguien ha decidido que esté, y el restaurante tiene que dar la cara por él y defenderlo como defendería un Vega Sicilia del 62. Si no es así, esa botella tiene que desaparecer de la oferta, y la vergüenza debe caer del bando que ofrece paja de relleno y pretende que el cliente pague por ella.