¿Un hámster es un ingrediente?

En el mundo todo es comida. Nosotros mismos no somos más que un saco de ingredientes en potencia a la vista de gusanos, buitres o pumas

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

La última vez que fui a por Hija a casa de su amigo me llevé un hámster de propina. Me ablandé, lo reconozco. No entiendo qué necesidad hay de criar animales en un laboratorio para venderlos como juguetes, si no es la de fabricar en serie consumidores de pienso, jaulas y accesorios de plástico. Pero me pudo la presión del grupo.

En el pueblo sólo hay una quincena de niños. Van todos a la misma escuela. Juegan juntos cada tarde y cada noche de verano. Se pasan la ropa, los chichones, los virus, las batas y los libros unos a otros. Funcionan como un enjambre, y cuando los hámsters de Adrián crían, es ley que cada pequeño se lleve uno a su casa.

La familia de Adrián vive en una casa de payés de las muchas que brotan esparcidas por el término municipal. Cuidan un huerto y crían gallinas y conejos para consumo propio. Al subir al coche con la rata en una caja de cartón, Hija saltó con que quiere un conejo.

—¡Por supuesto! —respondí—. ¡Y dos y tres y cinco!

Quedó tiesa.

—Los tendremos cuando haya terminado de arreglar el patio trasero—proseguí— y cuando haya aprendido a matarlos. La abuela Montserrat me enseñará. Cuento con ello. Tendremos gallinas, también.

—¿Podremos dejar crecer alguno? El padre de Adrián los mata muy deprisa y casi no nos da tiempo a jugar con ellos.

—Vale. No veo por qué no. Al fin y al cabo, es para ablandar la carne de los animales viejos, un poco, que se inventó estofar.

Parece que tenemos un trato.

Si el hámster fuese un ser más corpulento, me valdría para hacer buenas paellas. Como no es el caso, cada vez que uno muere, de camino a buscar al siguiente arrojamos su cuerpecillo por la ventanilla del coche a la altura de la curva del pino alto de ramas bajas donde se posa la lechuza a asustar a los conductores noctámbulos, sabiendo que le estamos dando al cadáver un propósito de altura.

Para cundir y dar buenos arroces, los hámsters tendrían que tener la envergadura de los coipús, que hoy corren por todos los ríos de España, o los capibaras, que dormitan en la simulación de selva amazónica del Museo de la Ciencia de Barcelona. “Donde hay capibaras hay quien se los come”, le respondo al chaval que se tiraba de los pelos en X (antes Twitter) al saber que, en América Latina, y por Semana Santa, nada menos, estos roedores protagonizan guisos. ¡Bárbaros!

Dicen las notas de los colonos portugueses en África que el hipopótamo sabe a ternera. Estaba permitido comerlos por Cuaresma, porque la lógica eclesiástica los consideraba pescado, por las horas que pasan en el agua. Los naturalistas de los Pirineos explican historias parecidas de la nutria. En conventos y abadías, tenían bula para comer patos en tiempo de ayuno, siguiendo el mismo razonamiento.

Pero el chico no se sorprendía de que hubiese quien sortea las prohibiciones que afligen al común de los mortales con triquiñuelas, sino de que exista quien come carne de un animal que él considera abrazable sin remordimientos. Se horrorizará el día que descubra que aquí comemos conejo, bicho que en Estado Unidos se concibe sólo como mascota, con total tranquilidad.

En el mundo todo es comida. Nosotros mismos no somos más que un saco de ingredientes en potencia a la vista de gusanos, buitres o pumas. Incluso lo son los pececillos del estanque del edificio histórico de la Universidad de Barcelona, que sucumben periódicamente devorados por su depredador natural más esbelto, la garza real. En el patio de la facultad de Matemáticas, hasta la semana pasada, había un montón de carpitas cometa naranjas. Hoy no queda ni una.

La consideración de “ingrediente válido”, la decisión de aceptar pulpo como animal de compañía o de encasillarlo como cena, es una construcción cultural. La visión que un humano tenga de un capibara no cambia la naturaleza del capibara. Que un claustro considere unos peces un elemento decorativo, no los hace menos apetecibles para la garza.

Este martes en Estados Unidos se postula como presidenciable un hombre que esgrime la acción de comer gato y perro como argumento para desnaturalizar la figura del inmigrante, deshumanizarlo, y convertirlo en un monstruo con el que no podamos empatizar.

Pero no sólo aquí todos somos o hemos sido inmigrantes, hijos de inmigrantes, o susceptibles de emigrar, sino que en este país se ha comido gato con cierta normalidad hasta hace cuatro días, y este hecho no puede ser utilizado para ridiculizar ni avergonzar a nadie. Sea falso o sea cierto. Ni cuando el gato se come por gusto, ni cuando comer gato es la respuesta a cómo evitar que mueras de hambre tú o tus hijos.

Los gatos, aquí y en medio mundo, son o han sido comida. La expresión “dar gato por liebre” no tendría ningún sentido ni por quien la dice ni por quien la oye si no recogiera una práctica relativamente corriente en el contexto en el que se acuña por primera vez. Y no sólo se ha cocinado gato cuando no ha habido alternativa, sino que en algunos momentos se ha considerado un manjar elevado.

En el Libro del Coch, escrito en 1520 por el Maestro Robert de Nola, gran chef de la corona catalano-aragonesa instalada en Nápoles, aparece una receta magnífica de Gato Asado. Pueden consultarla y admirar su caligrafía y sus ilustraciones en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Es inimaginable que el cocinero de la corte de los reyes incluyera una receta en su libro de un guiso que no tuviera rango de fastuoso y delicioso.

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