Carbonara en lata, el plato precocinado que ha desatado la tercera guerra mundial de la comida

Hace pocos días fue presentada en sociedad desde la cuenta oficial de Heinz en Reino Unido. Los ingleses aplaudieron con un asentimiento de cabeza comedido. Los italianos soltaron a los perros

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

Es rubia, descarada, viste de amarillo y rosa chicle, y va a ser la causante de la tercera guerra mundial. No es Barbie. Es la lata de espaguetis a la carbonara, la más joven hija favorita del gigante de la alimentación Heinz. Hace pocos días fue presentada en sociedad desde la cuenta oficial de la empresa en Reino Unido. Los ingleses aplaudieron con un asentimiento de cabeza comedido. Los italianos, que en 2017 acusaron a Nigella Lawson, estrella británica de la cocina e hija del que fuera ministro de Hacienda de Thatcher, de haber matado la cocina italiana por añadir tres cucharadas de nata en su receta de carbonara, soltaron a los perros. Hoy, el señor Heinz, con un fulgor extraño en los ojos, toma el fresco en la terraza de su palacio y contempla Roma arder tocando la lira y entonando versos a la caída de Troya mientras su ayudante cuenta billetes.

En esa lata colisionan dos formas diametralmente opuestas de relacionarse con la comida.

Por un lado, están los italianos, efusivos, pasionales, expansivos, para quienes el comer es una cuestión más que emocional, sacramental. Su vivencia de la gastronomía es de una visceralidad que trasciende lo literal de la palabra. Se expresa ruidosa y vehementemente, y va mucho más allá de ver en la cocina un acto de amor, de cuidado o de vinculación con el linaje familiar y con la tierra. Mediante la comida articulan su identidad, expresan quiénes son y de dónde vienen con meticulosidad puntillosa: a cada región del país le corresponden una forma de pasta, unos ingredientes y un dialecto concreto; combinar espaguetis con albóndigas o poner albahaca en unos paccheri con mejillones son motivos de excomunión y hasta de retirada del saludo. Para los italianos, la comida es el palo mayor de la familia y del sentimiento identitario, tanto a nivel individual como colectivo, y a él se han aferrado, cuando ha fallado el fútbol, para atravesar cada tormenta. Los ingleses, en cambio, para ese menester tienen la corona.

Para los británicos, campeones mundiales de levantamiento de ceja con suspicacia, el hambre es un insidioso inconveniente que añade a la cotidianidad la necesidad de intercambiar dinero y tiempo por saciedad.

Hay muy diversas aproximaciones académicas a este fenómeno de aparente desconexión de los británicos con la comida. Por un lado, hay quien sostiene que el Imperio Británico ha estado demasiado ocupado ganando guerras mundiales como para prestar atención a los placeres de la mesa, y que décadas de racionamiento, austeridad y bloqueos comerciales a lo largo del siglo XX llevaron a la población de Gran Bretaña a olvidar las recetas, las técnicas y el vínculo con los ingredientes autóctonos de las épocas victoriana y eduardiana. El 1 de julio de 1916, los ingleses entraron en la Primera Guerra Mundial. Cuando despertaron, con el fin del racionamiento en 1954, el huevo en polvo, la carne en lata y la leche evaporada se habían instalado en sus despensas, y generaciones enteras no habían tenido ningún tipo de contacto con el recetario tradicional.

Aun así, esta hipótesis no lo puede explicar todo. Muchos otros países han sufrido escasez de alimentos y racionamiento y, pese a eso, han mantenido viva su tradición culinaria. La necesidad ha sido motor de creatividad para los recetarios tradicionales: la gran mayoría de grandes platos populares actuales nacieron como respuesta a un problema de escasez. Así que, para los británicos, tiene que haber algo más.

No sólo fueron los primeros en industrializarse, sino que fueron los que lo hicieron con más intensidad. A medida que crecía la densidad de población en las grandes urbes, aquellos que una vez habían vivido en el campo fueron perdiendo el contacto con el mundo agrario, la estacionalidad y el frescor de los ingredientes. La intensificación y rigidez de los horarios laborales convirtieron la alimentación en una mera forma de dar combustible al cuerpo para seguir trabajando en las fábricas. Abrazaron la revolución de la producción en masa de comida enlatada estandarizada, y su distribución a gran escala fue difuminando las diferencias regionales en las islas británicas.

A todo esto, Italia no sólo no se unificó en una sola entidad estatal hasta finales del siglo XIX, sino que no se puede decir que se industrializase completamente hasta finales de la pasada década de los sesenta. Esto permitió a los caracteres gastronómicos regionales llegar a la era moderna en plena forma y reaccionar con músculo a la invasión de la comida procesada en el mercado.

Sin embargo, en el fondo de la cuestión late algo más gordo y muy interesante. La sobriedad protestante corre por las venas del británico medio. Para una cultura que se alza sobre los pilares de la reserva, la contención y la discreción, las muestras de emotividad y pasión en público de la cultura católica, mucho más laxa ante los placeres sensoriales de la vida, resultan embarazosas. El griterío con que una familia italiana recibe una lasaña en la mesa es una visión extravagante y profundamente incómoda para la mentalidad británica.

No es casual que Heinz presentase sus espaguetis a la carbonara al mundo con el lema “It’s time for fuss-free Carbonara with zero drama”, es decir, “ha llegado la hora de una carbonara sin jaleos y sin dramas”. En esa lata coliden dos universos incomprensibles el uno para el otro. Heinz lo sabe. La campaña publicitaria es perfecta.

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