Fregar los platos: un acto necesario
A veces un acto anodino y repetitivo como pasar el estropajo por los platos tras la cena se convierte en un oasis mental de evocación de los más dulces recuerdos
Suelo recoger los estragos de la cena dispersándome por pensamientos triviales. Carece de lógica, lo pienso y no tiene sentido, pero me gusta fregar escuchando música clásica. De fondo el aria Un bel dì vedremo, un bello día veremos, interpretado por una Victoria de los Ángeles soberbia. Sumergido en el ánimo de fragancia a verbena y padecimiento de Cio Cio San, la melodía me trae el recuerdo de mi ama. Dulce y suave, el canto me lleva a un instante tibio, como el agua de enjuagar, en ...
Suelo recoger los estragos de la cena dispersándome por pensamientos triviales. Carece de lógica, lo pienso y no tiene sentido, pero me gusta fregar escuchando música clásica. De fondo el aria Un bel dì vedremo, un bello día veremos, interpretado por una Victoria de los Ángeles soberbia. Sumergido en el ánimo de fragancia a verbena y padecimiento de Cio Cio San, la melodía me trae el recuerdo de mi ama. Dulce y suave, el canto me lleva a un instante tibio, como el agua de enjuagar, en el que mi madre me reprende suavemente en voz baja por cocinar empleando demasiados cacharros. Enjabono una sartén, perdiéndome en pensamientos perfilados entre el deseo y la verdad. Acomodo cucharillas en el portacubiertos del lavavajillas masticando sobre ese artículo que confirma que el cerebro, ante la falta de alimento, entra en modo ahorro energético, igual que un dispositivo digital. Incluso visualizo mentalmente a la soprano barcelonesa con guantes verdes reclinada sobre el fregadero, en una escena doméstica sobrada de autenticidad. No todo el mundo tiene un cerezo plantado con su nombre en Japón en reconocimiento a sus magistrales interpretaciones de Madame Butterfly.
Más adelante recupero la conversación con Miguel Poiares Maduro sobre la açorda de lagosta que me hizo probar en Cascais. Todo lo que la inercia de la memoria rebaña se me pasa por la cabeza limpiando, gozando del amigable calor del líquido jabonoso mientras la suavidad de la voz de fondo mece mi ánimo con sosiego. Me relaja restituir el decoro a cazos y utensilios; exhumar la gracia perdida de copas y cuencos; ganar terreno a la coalición de manchas y grasa. Tal vez el movimiento repetitivo del estropajo sobre los platos reblandezca la rigidez y las lógicas que matan la creatividad (y alguna cosa más). Lo explicó Agatha Christie cuando dijo aquello de que los mejores crímenes para sus novelas se le habían ocurrido fregando platos. El inconfundible timbre de Victoria de los Ángeles se hace estímulo en el ambiente devolviéndome ideas como esa sobre la vista, que defiende su hegemónica plaza en la jerarquía de los sentidos. Lo acredita la ornamentación vocal conocida como coloratura. Qué bella palabra para dar tinte al sonido. El roce de la inocencia traicionada también tiene color, me digo, el de la mirada pesarosa bajo el maquillaje blanco abatido, con rasgos remarcados en sombrío pesar de la joven Butterfly. Puede que los sufrimientos sean las arrugas del alma, razono.
Cuántos episodios no se habrán concebido en la intimidad de la tarea repetitiva, sospecho, en la acción reiterada que entorna la puerta de ese espacio fraguado de rincones que es el ensimismamiento.
Abandonado en mis consideraciones, inesperadamente recibo un embate doloroso sobre la falange distal del meñique. Siento el pinchazo agudo como un relámpago de una tajadura que penetra el tejido bajo la piel. Un traicionero cuchillo cerámico, al acecho entre la espuma, es el causante de esa suerte de mordisco que me punza desgarradoramente. Me sujeto la muñeca con la otra mano viendo resbalar la sangre por la palma mojada y comprendo que no hay nada con más anclaje al presente que el dolor. Quiero escapar del momento, del aquí y el ahora, huir de esta desagradable sensación que se irá adormeciendo según pasen unos minutos, que no pasan. Cuando el deseo va por delante, no hay sombras en las que esconderse. Una vez más, me anticipo con retraso. En ese instante, inmerso en el estrago de la lesión, especulo con los otros dolores, con los causados por los malos comentarios, por las vendas en el juicio; por las cicatrices que ocasionan los análisis devastadores que eluden, ya no tratar de comprender, ni siquiera escuchar. Pienso en las huellas que dejan en la voluntad los socavones de las consideraciones nocivas, así como la indefensión que provocan los malos modos, la despreocupación, los sesgos, las presiones e, incluso, la pura maldad que se nos cruza por la vida, de la misma forma que en los restaurantes. Pobre Cio Cio San, me digo, la incisión de su herida no tiene tiempo. Cada representación la descubre en un bucle que la encauza hacia la eternidad.
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