¿Por qué las lentejas se queman cuando no las miras?

Ninguna relación, por honda y duradera que sea, puede sobrevivir al exceso de confianza, al ser dada por sentado, a la falta de atención

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

—Pero si están bien buenas. —engullía una cucharada rebosante tras otra, como era habitual en él—. Pero si casi ni se nota.

Mientras lo decía, alargaba el brazo para alcanzar la barra de pan del centro de la mesa, romper un pedazo y usarlo para acompañar las lentejas en el plato. Como hacía siempre.

—Por supuesto que se nota, ¿cómo no se va a notar? —respondí. —Míralas. ¡Están por todas partes! —. Lo odiaba cuando hacía como que no pasaba nada, cuando exhibía ese tono conciliador, cuando quitaba importancia a las cosas. Los platos, la olla, cada cucharada, todos ellos aparecían moteados de infinitas manchitas negras, diminutas, como esquirlas de carbón.

—¡Míralas! —espeté, rabiosa—. Déjalo. Da igual. Tú no lo entiendes —. Terminamos la comida en silencio.

Mi idilio con él tenía ya más de cinco años de edad. Mi historia de amor con las lentejas se remontaba a más de dos décadas atrás y hoy, cada desencuentro con ellas, por trivial que pareciera en la superficie, tiraba de un hilo entramado con una red de confianzas, expectativas y desengaños tejida a lo largo de mucho tiempo.

Todo empezó como algo casual, con el gesto despreocupado de abrir un tarro de lentejas cocidas listas para servir de un golpe rítmico contra el mármol y, después de un enjuague y un salteado ligero con cuatro aliños, saciar el hambre de forma sana y sabrosa en cinco minutos. Por un tiempo, las lentejas de bote parecieron ser la respuesta rápida, vigorizante y perfecta a la impaciencia y los deseos fugaces y centelleantes post adolescentes.

En seguida, esta dinámica empezó a mostrar limitaciones. Cualquier intento de sonsacar a las legumbres un poco más de profundidad, de pasar del “listo para consumir” al “suave, caliente, largo y personal” terminaba en desencuentro: ellas hechas puré y pellejo, por un lado, y servidora frustrada, por otro. Para avanzar en la relación era necesario ir hacia atrás y ahondar en la intimidad en busca de lo crudo.

Empezamos un camino de conocimiento, desencuentros, confianzas, decepciones, compensaciones y matices, de entender que no todas las lentejas eran iguales, y de dar con las que mejor se adaptaban a mi modo de vivir. Ellas demostraron su capacidad de estar siempre ahí, un día tras otro, férreas, disponibles, cuando alubias y garbanzos fallaban, o cuando fallaba yo, con mis limitaciones y mis descuidos cotidianos —”Maria, otra vez olvidaste el remojo”—.

Aprendí a vivir teniéndolas siempre cerca, a darles el tiempo y el espacio que necesitaban, a estar pendiente esos diez últimos minutos de su cocción, cuando preñadas y henchidas de jugos pesan, se posan en el fondo de la olla, y tienden a agarrarse y a quemarse. Y pasaron los años.

Es curioso cómo funciona el tiempo, cómo corre más deprisa cuando no le prestas atención. Diga lo que diga el reloj, una hora en la sala de espera del dentista o en la parada del autobús no termina nunca; una hora de charla y risas con amigos pasa fugaz, se desvanece en un suspiro. Subestimamos el tiempo al que no hacemos caso, y se nos va. Cuando el tiempo nos importa, cuando lo miramos fijamente, la aguja del reloj parece hecha de hormigón y resistirse a moverse.

Stefan Klein (Múnich, 1965) escritor y científico alemán, publicó en 2006 un ensayo titulado Tiempo.. El material de que está hecha la vida. Urbano lo publicó por primera vez en español al año siguiente. Fue revisado y reeditado por Península este año pasado como El tiempo. Los secretos de nuestro bien más escaso.

Es uno de los libros más estimulantes que he leído últimamente. En él, Klein explica que en nuestro cerebro no existe nada parecido a un reloj tal y como los conocemos. Nuestra capacidad sensitiva para los lapsos de tiempo se desmorona y languidece de imprecisión más allá de los dos minutos. Ese cronómetro interno de tiempos cortos capaz de organizar eventos según sean pasado o futuro es lo que nos permite poner un pie delante del otro al andar o al correr sin tener que prestar atención. En cuanto a lapsos de tiempo más largos se refiere, sólo somos capaces de organizar una serie de acontecimientos ayudándonos de puntos de referencia externos a nosotros, y no seríamos capaces de cocinar un simple estofado sin memoria (sin recordar que la acción de cortar la cebolla va antes que la de echarla a la cazuela) y sin la ayuda de los movimientos y acciones que nuestro cuerpo realiza en cada paso de la receta, y que hacen las funciones de las agujas del reloj: un corte, un segundo; una pizca, dos segundos; rehogar, dos minutos.

El reloj de la cocina somos nosotros. Esto explica por qué la tostada va a mantenerse blanca mientras la miremos y se va a carbonizar en cuanto abandonemos la habitación. Explica también por qué, en cuanto te despistas, en cuanto te dejas absorber por los reels, por los tuits o por aprovechar ese ratito para pasar la escoba, el tiempo en la cocina se desboca, las lentejas se apelotonan al fondo de la cazuela, y el culo del guiso se quema, sin remedio.

Ninguna relación, por honda y duradera que sea, puede sobrevivir al exceso de confianza, al ser dada por sentado, a la falta de atención.

Ya he pasado las primeras cuatro fases del duelo por mi estofado —negación, ira, negociación conmigo misma, depresión— mañana, quién sabe, llegará la aceptación. Por ahora, necesito un pelín más de tiempo.

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