Patorrillo con su sangrecilla y otros platos de pastores que aún perviven: recetas, historias y restaurantes donde probarlos
Gracias a la tradición oral y al trabajo de cocineros se pueden degustar reliquias de nuestra gastronomía rural en diferentes lugares
A poco que uno se adentre en la cocina tradicional española, se percata de dos características fundamentales que suelen obviarse. La primera es que las cocinas tradicionales de raíz popular no son compartimentos estancos que correspondan a las divisiones político administrativas de las Comunidades Autónomas. Existen puntos de unión entre ellas fruto de los intercambios históricos, de tal forma que se podría trazar un mapa siguiendo el curso de algunas fórmulas con sus respectivas variantes locales. La segunda es que estos platos respondían a las necesidades alimentarias de los trabajadores de una época preindustrial, principalmente labradores, pescadores, arrieros y pastores.
Comer en casa es algo relativamente novedoso, más propio de las clases acomodadas y urbanas en cuyos recetarios aparecen productos y recetas de corte burgués y extranjerizante, sobre todo a partir de mediados del XIX. La historia de la gastronomía ha prestado siempre más atención a la comida de las clases altas, las que sabían saben leer y tenían poder adquisitivo para costearse el contenido de un recetario, pero no son estos actores sociales los que han marcado el carácter de la cocina de un territorio. Muchas de estas elaboraciones populares se han perdido o sobreviven a través de la oralidad entre las últimas generaciones. La pregunta es, entonces, ¿por qué rescatar o analizar algo que es pura arqueología gastronómica si las tornas y los gustos han cambiado? En primer lugar, porque ponen de manifiesto una forma particular e ingeniosa de optimizar los recursos en tiempos adversos, lo que es una gran lección en la actualidad. Y, sobre todo, porque aportan datos mucho más interesantes para la historia social de un país que cualquier batalla naval.
Esta Península, que tiene sed de manera recurrente, ha sido zona de trasiego constante de pastores, arrieros maragatos, peregrinos, gentes de cualquier ralea que “se encontraban por el camino”, como en el viejo refrán, y se alimentaban con aquello que la naturaleza les ofrecía en cada estación. Con cuatro cosas simples que siempre iban a lomos de una mula o en el zurrón de un pastor —ajos, cebolla, pimiento seco, pescado cecial, queso, pan o, en su defecto, harina para hacer gachas o tortas— se cocinaban migas, gazpachos, calderos o sopas que se iban modificando según la temporada y el territorio. Empeñarse en la búsqueda de “la más genuina de las migas pastoriles” es absurdo, puesto que, como dice Francisco Abad Alegría, estas elaboraciones van “de lo general a lo particular”, por lo que no son iguales en la Axarquía malagueña, coronadas con uvas y sardina salada, que en Teruel, con tocino y huevos. En el Parador de Alcañiz, por ejemplo, se preparan hoy en día con longaniza de Graus. Por todas las cañadas reales que cruzaron el mapa desde tiempos de La Mesta, en pleno siglo XIII, los pastores han comido pan “migao” y viejo en un perol con algo de sebo y agua para reblandecerlo y aquello que hubiera a mano sin más lógica que la que dicta el hambre.
Pero, si bien esta es la más conocida de las recetas pastoriles —degustarlas en un amanecer de septiembre en las Bardenas Reales, rodeados de cientos de cabezas de ganado trashumantes que bajan de su estancia estival en el Pirineo Navarro es una experiencia inolvidable—, hay muchas más. Dependiendo del calendario litúrgico, se cocinaban calderetas con las partes menos nobles del animal, puesto que los dueños de los rebaños se reservaban piernas y paletillas para los asados. Así nacieron las chanfainas extremeñas o las asaduras, las menestras de cordero con verduras en todas las tierras que baña la cuenca del Ebro, los zarajos y madejas (intestinos de cordero enrollados en un palo) en Aragón y La Mancha, los guisos de rabos de cordera en Aragón y en Extremadura, una actividad que los pastores practicaban para facilitar el ordeño y su monta, además de ser la única forma de comer parte de un animal sin tener que sacrificarlo. En Casa José, en Aranjuez, proponen en su carta, carne de machorra madurada, ovejas estériles ya mayores que los pastores manchegos reservaban para las celebraciones.
La lógica del aprovechamiento es obvia: el cordero o el cabrito que se sacrificaba no era lechal, sino adulto, cuando ya había dado todo su beneficio al pastor en forma de crías, leche o lana. La literatura del Siglo de Oro está llena de platos de carnero, no de animales jóvenes. Las tiernas mollejas o lechecillas fueron también muy apreciadas. Salteadas con una gota de aceite, ajo y perejil son una delicia en el Restaurante Bar Español, en Plasencia (Cáceres), o en el Qüenco de Pepa, en Madrid, donde también preparan sesos de cordero rebozados, los mismos que se introducían para suavizar la farsa del plato burgués por excelencia de la cocina catalana: els canelons de rustit. El cordero forma parte, cómo no, de ollas y olletes, pucheros y caldos en toda la zona del interior de la Comunitat Valenciana, como en la tradicional olla churra castellonenese, de las escudelles y ollas en del Valle de Arán y en la comarca del Pallars, en Catalunya.
Del olor a entresijos y gallinejas se llenaba Madrid en sus fiestas de La Paloma. La capital mantenía viva con establecimientos especializados esta forma de fritura de las tripas del cordero y aún quedan joyas como Casa Enriqueta en Carabanchel. Las afamadas manitas de cordero son el buque insignia del restaurante Txebiko, en Logroño, porque La Rioja tiene en su cordero chamarito un gran aliado en la cocina. El cordero y el pimiento choricero unen en un vínculo ancestral La Rioja, Navarra y Euskadi, donde guisan las manitas que tan bien elogió Cristino Álvarez. Mención aparte merece un rocambolesco plato llamado patorrillo con su sangrecilla, un plato que hace relamerse a cualquier enamorado de la casquería por su gelatinosidad extrema. El mejor que he probado está en el Hotel Restaurante Remigio, en Tudela.
En Cataluña, Cal Tomàs prepara aún la girella, embutido de oveja xisqueta autóctona de la comarca de El Pallars (Lleida) con la que también se elabora una pierna de cordero rellena que podía comerse caliente o en forma de fiambre para transportar en el zurrón de los pastores y que sigue viva en la carta del restaurante Juquim, en la localidad de Espot.
Los cabritos, cabras, chotos o chivos son también parte importante del legado de la gastronomía pastoril, muy viva en Tenerife donde se sirve la cabra majorera guisada en los guachinches, en la cuenca minera asturiana, con sabrosos cabritu con patatines, calderetas de choto alpujarreño en Granada, etc. Y nos dejamos para el final, obviamente, el postre: las cuajadas navarras y vascas, Mamiaren Eguna, para la que se necesita un kaikus de madera de boj, y el recuit de oveja ripollesa en el Empordà catalán.
A día de hoy, todo este rico patrimonio culinario se va diluyendo como lo hacen de nuestros pueblos la sombra del pastor. El desconocimiento, el abandono de las prácticas culinarias y la homogeneización de las cartas en la restauración española ponen en jaque a los ganaderos que solo venden paletillas de cordero y cabrito lechal en Navidad, costillas para las barbacoas domingueras y poco más, haciendo inviable la cría de animales de pasto. Tal vez sea necesario lanzarse al ruedo hostelero con propuestas de raigambre, como las del restaurante antequerano Arte de Cozina del que reproduzco el inicio de su receta chivo a lo pastoril: “Receta tradicional antequerana de raíz morisca, conocida en otros pueblos de la comarca como Villanueva de Tapia como porra o porrilla de chivo. En esta localidad se solía sacrificar para Carnaval un animal de entre cuatro y seis kilos. Su nombre nos indica que se solía acompañar de un aliño o majaíllo de hierbas del campo como el orégano, el tomillo, el pan cateto, las almendras, el hígado del animal, el vinagre y el pimentón dulce”. Un retazo de la historia de la alimentación en España condensada en una receta de chivo malagueño.