Dos restaurantes donde ser feliz

Tengo una lista de restaurantes a los que con sólo pensar en ir ya se me dibuja una sonrisa en el alma

EL PAIS (GETTY IMAGES)

A las buenas personas les tiene que ir bien en la vida, les tienen que pasar cosas buenas. No sólo estoy convencida de que esto es así, sino que no me da la gana vivir en un mundo en el que sea de otra manera.

Tengo una lista de restaurantes aquí dentro, apuntada en ningún sitio, a los que con sólo pensar en ir ya se me dibuja una sonrisa en el alma. ¡Me pongo contenta! Ninguno de ellos sale nunca en ningún ranquin, ni recibe premios ni medallas. Cada vez que los visito me los encuentro, siempre, a rebosar.

Pienso en el Bar Rovira, en Vic, por ejemplo, un bar de menú donde puedes pasarte antes de las doce y atascarte una ración de manitas de cerdo en salsa para desayunar, acompañada de pan recién tostado a la brasa, bien untado con tomate, un platito de alubias salteadas con ajo y perejil y un violín de patatas fritas que pelan, cortan y fríen al momento a tu señal. Al mediodía ofrecen una fórmula para currantes, de tres pasos increíbles, sencillos y bien ejecutados, por catorce euros con cincuenta, carajillo aparte, mientras por el hilo musical desfilan Jimmy Hendrix, King Crimson y Billy Joel. Ensaladas verdes, garbanzos con cap i pota, sopas de pastor, lengua de ternera con setas, pimientos rellenos de brandada de bacalao, sardinas a la plancha. Todo producto bueno, con un coste acorde al precio de venta, todo sencillo, todo bien ejecutado. Detrás de una puerta se atisba una señora mayor en bata, derecha como una estatua. Con el fulgor metálico de un holograma, observa las ollas. Un cocinero vuela. Me río sonoramente al oír el arranque del riff de sintetizadores de Pressure, y le digo a Miquel, el dueño, que corre suave como montado sobre raíles, de un lado para otro, repartiendo saludos y platos, secando vasos en la barra, preparando cafés y cuentas, con su piel fina, preguntando si la señora quiere más pan, que de dónde ha sacado ese hilo musical fabuloso. Él sonríe y me dice que no tiene ni idea, que la música es cosa de su hijo, que aparece de vez en cuando, toquetea cuatro cosas, le deja la lista de reproducción en marcha y a él ya le parece bien, y le hace compañía.

Pienso también en Al Freskito, en Lloret de Mar, y pediría un vestido vaporoso, más melena y unos brazos blancos largos y finos para gritar su nombre a los cuatro vientos desde lo alto de un acantilado, como si fuera un amante, que vuelve de la guerra. En este buen restaurante improbable, presidido en la entrada por una magnífica pagoda china heredada del anterior propietario, sigue vivo el espíritu de las mariscadas y las parrilladas de pescado de los noventa, antes de que La Revolución devolviera la degustación de la cigala al ámbito de la intimidad y al formato de una, grande y sola en el centro de un plato inmenso, acompañada, si acaso, por cuatro almejas de talla XL. Hay algo de festivo, de celebración primigenia y expansiva, en el ver acercarse al ama, con una sonrisa sincera que se muestra en los ojos antes que en los labios, cargada con una bandeja de acero inoxidable, llena de no el mejor marisco del país, pero sí buen marisco fresco a una relación calidad-precio imbatible, y en el despiporre de rechupetear conchas hasta que te duelen los labios. Siempre está lleno; y ella. Ella siempre lleva una permanente perfecta, la espalda recta, el brillo en los ojos, los labios de rojo brillante, y el fuego dentro. Anda arriba y abajo, dando indicaciones a su equipo de camareros de los de la vieja escuela, esos de camisa blanca bien planchada que te dicen “doña”, ajetreada y feliz de saludar a todas las mesas y acordarse siempre de quién es quién, aunque sólo pases a visitarles de año en año. Hay más huevos en esta casa que en Casa Lucio. Después de una de sus mariscadas no queda sino ir a embarrancar en la playa.

Dijo Bruce Lee: “Creer que, por ser buena persona, la vida te tratará bien es igual que creer que un tigre no te atacará porque eres vegetariano”. Estos restaurantes han pasado por las mismas siete plagas de Egipto que el resto: el endurecimiento de las leyes de tráfico y alcohol, la entrada en vigor de la ley del tabaco, las pandemias y los confinamientos, las nuevas normativas acerca de los residuos, de las terrazas, etc. A ellos la divina Providencia les ha tratado igual que al resto. Lo que les ha pasado diferente ha sido su propia bondad, reflejada en cómo y cuánto les quieren sus clientes. Las buenas personas, como las buenas obras, se hacen, las unas a las otras.

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