El pollo asado no es una receta, es un estilo de vida
Este despertador con patas lleva siendo asado y servido en mesas festivas más de 2.600 años, y ha sido considerado un manjar de lujo al alcance de muy pocos hasta hace apenas 50
Las bicicletas, las novelas de aventuras y el pollo asado son para el verano, tanto como andar en gayumbos por casa maldiciendo y matando moscas a golpe de trapo. Y en Cataluña, ir los domingos soleados a por un pollo a la rostisseria es un fenómeno gastronómico e identitario que va mucho más allá del hábito hoy día casi universal de comer pollo asado los festivos.
Ránquines y listas sobre cuáles son los mejores pollos asados para llevar, ofertas de pollos asados entregados a domicilio, o consejos para hacer el mejor en casa no tienen ningún sentido para mí, y es que una experiencia de pollo a l’ast —como llamamos en catalán al pollo asado en un espetón— satisfactoria y plena, para una catalana, es más que comerse un pollo rico sin haberlo cocinado.
Venido a Europa desde una zona recóndita entre el Sudeste asiático, la India oriental, y las estribaciones de la cordillera del Himalaya, donde por cierto aún hoy pueden encontrarlo en su estado salvaje y aterrador, con su espolón afilado, su cresta roja y su carnivorismo, este despertador con patas lleva siendo asado y servido en mesas festivas más de 2.600 años, y ha sido considerado un manjar de lujo al alcance de muy pocos hasta hace apenas 50.
A partir de los años sesenta, con la aparición de la avicultura industrial y la capacidad de consumo de la clase media, pollos y gallinas dejaron de ser un medio para tener huevos todo el año y pasaron a ser vistos como carne. Para que se hagan una idea, en 1950 el consumo de carne de ave en kilos por habitante y año era de 1,2. En 1972, pasaron a ser nueve kilos.
Por aquel entonces, era costumbre que los hombres salieran los domingos a comprar la prensa y hacer el vermut con los amigos, mientras las mujeres se quedaban en casa cocinando, generalmente, un pollo rostit, una forma de asado de pollo a la catalana que en vez de cocinarse al horno se hace en cazuela al fuego, y que requiere de cierto tiempo.
Cuando en 1934 el restaurante Los Caracoles, en el barrio gótico de Barcelona, instaló una máquina de asar pollos en el exterior del local, más como atracción publicitaria que como fuente de negocio directa, causó sensación en toda la ciudad. Ese asador de fabricación exclusiva fue pionero en el país, atrajo visitantes y celebridades de todo el mundo, y mandó un mensaje claro a todas las catalanas: ¡hay alternativa a quedarse en casa mientras él se va de vermuteo!
No es que el pollo asado sea un emblema feminista, pero menos es una patada en la espinilla.
Fue un empresario leridano, Ignasi Miro Argelaga, quien supo leer el momento y patentó en 1957 el primer asador de pollos automático. Acompañado de políticas comerciales agresivas, lemas sobre la liberación de la mujer de las tareas domésticas (para atender a su familia) y grandes dosis de astucia, se hizo de oro. Sus máquinas proliferaron rápidamente por toda Barcelona y Cataluña, y su imperio perdura a día de hoy. Gracias al pollo asado, las mujeres ya no tenían que quedarse cocinando toda la mañana y podían acompañar a sus hombres a dar un paseo y a tomar el vermut.
Los años han pasado, pero la tradición de salir los domingos a por un pollo asado, nacida en el barrio gótico de Barcelona hace 89 años, sigue más viva en este rincón de mundo que en cualquier otro lado, no porque inventáramos el arte de ensartar un bicho en un palo y acercarlo a las llamas, eso es más viejo y universal que mear de pie, sino porque aquí nació y floreció el ritual, y éste no va sólo de comer sin cocinar.
La peregrinación por el pollo incluye el vermuteo previo y la lectura de la prensa dominical, el esperar de plantón en medio de la acera y el ponerse al día con los parroquianos habituales en la cola que se forma delante de las rotiserías de barrio; el mantener la tradición que pasa de padres a hijos de ir a un asador y no a otro, a veces por una cuestión de gusto, que cada capillita tiene su homilía particular y cada asador su punto de cocción y su aliño secreto, pero casi siempre a causa de fobias, filias, simpatías y agravios ancestrales que nadie recuerda de dónde vienen, pero que todo el mundo respeta. Ser del pollo de Can Baldich o ser del de Can Jordi es tan sagrado como ser del Barça o del Madrid.
Oirán a algunos elucubrar y explicar por qué este pollo es más bueno que aquel, pero las más de las veces eso es simplemente un intento de justificar un sesgo del gusto personal, adquirido a base de años de adoctrinamiento comiendo el mismo tipo de pollo, y puede tener poco o nada que ver con la calidad del ave rustida en cuestión. Finalmente, los entendidos pueden decir misa, que a mí el pollo me vuelve loca cuando está un poco pasado de cocción, cuando las puntas de las alitas quedan resecas y crujientes de modo que se pueden roer enteras como torreznos de corral, y esto me lo hace a mí el pollero de mi barrio como nadie.
En cuanto al tema de hacerlo en casa, incluso el genio de los negocios Miró fracasó en esa empresa. En 1974 diseñó Sibarita, un asador doméstico con capacidad para un solo pollo, para que la gente pudiera hacerlo en su cocina sin salir de casa. El mercado se negó en redondo a aceptar un aparato que convertía de nuevo en doméstica una tarea que habían delegado en los asadores y que daba un producto excelente a cambio de poco dinero. Sibarita, como muchos otros modelos y marcas comerciales de asadores individuales que pueden encontrar hoy en el mercado, era un invento ingenioso, funcionaba de coña, de hecho, pero fue un fracaso comercial rotundo.
El pollo asado no es una receta, es una forma de vivir el domingueo.