McDonald’s, ‘La Sirenita’ y la pérdida de la propia voz
¿Cómo sería implementar aquí algo parecido al concepto de ‘fermier’ a la francesa, o venta directa de artesanía agroalimentaria en las granjas?
El otro día fui con mi hija al cine a ver La Sirenita, y lo primero que apareció en la pantalla tras apagarse las luces de la sala fue el anuncio de la nueva campaña publicitaria de McDonald’s, titulada El pedido más esperado, con la que la corporación de comida rápida tiene la intenci...
El otro día fui con mi hija al cine a ver La Sirenita, y lo primero que apareció en la pantalla tras apagarse las luces de la sala fue el anuncio de la nueva campaña publicitaria de McDonald’s, titulada El pedido más esperado, con la que la corporación de comida rápida tiene la intención de reconocer y poner en valor la labor del sector primario.
En él, vemos a una serie de clientes hacer un pedido en un mostrador cualquiera de esta cadena de restaurantes y recibir, como respuesta, un aviso de tiempo de espera de seis meses. Después de una batería de imágenes graciosas de caras de estupefacción, el escenario del anuncio cambia por completo y en la pantalla se nos presenta un amanecer en una explotación agrícola, un paisaje bucólico, abierto y nocturno presidido por un tractor y una mesita de madera dónde una máquina expendedora de comandas emite sonoramente un tique. Un payés lo recoge, grita “¡Oído!”, y se pone a trabajar. Después del anuncio, vi una película en la que alguien renuncia a su identidad, perdiendo su voz por el camino, a cambio de integrarse en otro mundo.
Los seis meses que tarda el pedido de un McMenú en estar listo comprenden de forma simbólica el tiempo que tardan en crecer lechugas, tomates y cebollas desde que se plantan hasta que se recolectan, y parte del que necesita una vaca para crecer y dar tanto carne para hamburguesas como leche para queso y helados. Todos estos ingredientes se producen cumpliendo a rajatabla los estrictos criterios y estándares de calidad que establece la multinacional, y tienen, necesariamente, un sabor uniforme, homogéneo, estandarizado y, por una cuestión de volumen de compra y capacidad de negociación, un precio más que ajustado.
En este pacto entre la multinacional y agricultores y ganaderos, en ese “¡Oído!” del anuncio, los segundos renuncian, inevitablemente, a una porción de su voz. A cambio de cierta seguridad de vender la producción cada año, sus ingredientes son despojados de cualquier posibilidad de contar una historia, de toda diferenciación, diversidad o vínculo real con la tierra en la que germinan y crecen. No solo es difícil percibir el sabor de una rodaja de tomate dentro de una McRoyal Deluxe, sino que resulta imposible saber si esa rodaja de tomate viene de Navarra, de Murcia o de Turquía sin ver su etiqueta.
Justamente esa misma semana visité un amigo agricultor. Él y su socio cuidan de una granja en la que cultivan variedades locales en régimen ecológico y sostenible, hasta el punto de renunciar a la quema de combustibles fósiles para trabajar: en vez de tener un tractor, trabajan su finca con la ayuda de tres yeguas. Que nadie se lleve las manos a la cabeza: los animales trabajan una media de treinta minutos semanales al año y, lejos de vivir encerrados, pastan en semilibertad por la finca. Comen de lo que Pol cultiva, y sus heces alimentan la tierra donde se siembran las hortalizas en un círculo virtuoso perfecto donde todos ganan. Su eficiencia en un terreno desigual y boscoso como el de esa finca es mayor que la de un tractor.
Allí, conversando con Pol, mordí el que fue mi primer tomate de la temporada, y lloré de gusto. Eso de que ya no hay tomates como los de antes es mentira.
En su finca Mosaic Agrari sólo cultivan tomates reliquia (traducción del inglés heirloom tomato), un conjunto de variedades que se basan en la polinización abierta natural, de procedencia antigua, y sin manipulación genética. Reciben el nombre de reliquia porque de algún modo son un vestigio valioso del pasado. Lo que mordí fue un Canga Star, una hibridación natural espontánea entre otras variedades antiguas que dieron como resultado esta joya carnosa, melosa, oscura, densa y prácticamente sin semillas, que se deshace, suculenta, en la boca. Hoy, sólo cuatro agricultores en todo el mundo cultivan esta variedad, pese a ser una de las más productivas de la familia de tomates beefsteak, o bistec de ternera, que llevan este nombre, atención a esto, por ser de gran tamaño y tener la forma y textura ideales para acompañar carnes y hamburguesas.
Entre el modelo que representa McDonald’s, de globalización, descontextualización y desarraigo, y el del Mosaic Agrari, con su apología de lo pequeño y de lo peculiar hasta el extremo, hay una infinidad de formas de funcionar distintas, todas ellas con sus pros y sus contras. Probablemente, el panorama futuro del sector primario sea un calidoscopio multicolor, un combinado de todas las variaciones y gradaciones posibles de ambos modelos, pero en dicho panorama solo podrán sobrevivir los pequeños, con sus tomates con sabor como los de antes, si somos capaces de generar un vínculo fuerte y sano entre el sector primario y la cultura gastronómica de nuestro país; un contexto en el que lo que sea puesto en valor sean la calidad y la peculiaridad de los productos autóctonos propios del territorio, aquellos que tienen la capacidad de contarle al mundo cómo son ellos, quiénes somos nosotros y cuál es nuestra historia; un mercado alternativo vivo y pujante saludable no sólo para los pequeños agricultores como Pol, sino también para nosotros, para que todos podamos tener más a mano sus productos, y para los grandes productores, para que nunca se puedan encontrar entre la espada y la pared, en la tesitura de tener que aceptar chantajes del tipo “éste es el precio: o lo tomas, o lo dejas”.
¿Cómo sería implementar aquí algo parecido al concepto de fermier a la francesa, o venta directa de artesanía agroalimentaria en las granjas? ¿Cómo sería tener una red potente de distribución que hiciese llegar reliquias a los mercados municipales de las grandes ciudades? ¿Imaginan una especie de “Amazon de productos de proximidad”? No estoy segura de que podamos afirmar que Ariel recuperó su voz antes de casarse con el príncipe, y es que su voz no puede ser entendida sólo como su capacidad de decir “Sí, quiero” ante una propuesta, sino que debe incluir la posibilidad de decir que no. En un universo en el que la magia es posible, ¿qué costaba redactar un acuerdo más equitativo, del tipo “un año, tú sireno; un año, yo de pie.”?
Según como se mire, la imagen del agricultor del anuncio doblegándose a la orden de la gran corporación internacional sin rechistar puede resultar dolorosa: el “¡Oído!” sólo es realmente voluntario cuando hay alternativa.