Vientres en peligro de extinción
El de huesos es un fiambre que surgió en las matanzas de cerdo domiciliarias de la comarca del Vallès Oriental, tierra de mondongueras de pro, donde yo nací; y solo se elabora y se consume en esa zona
En mi casa siempre hemos sido más de comprar vientres que de alquilarlos. Cuando pagamos por uno, nos lo quedamos. En Cataluña, en el ámbito charcutero, llamamos vientre al estómago del cerdo. Es común encontrarlo en los mostradores de las carnicerías más selectas, en la bandeja que guarda la carne del perol, entre otras golosinas como corazones, lenguas, riñones, sangre o pulmones hervidos. Antiguamente, esta clase de carnes se cocían en un caldero enorme, de ahí su nombre, ya fuesen sueltas a su aire, o embutidas y encerradas en porciones de intestino para convertirse en bulls, bisbes, butifarras de todo tipo o ventre d’ossets, es decir, vientre de huesos.
¡Oh, el vientre de huesos! ¡Es algo excepcional! Este tipo de fiambre surgió en las matanzas de cerdo domiciliarias de la comarca del Vallès Oriental, tierra de mondongueras de pro, donde yo nací; y solo se elabora y se consume en esa zona. Es imposible automatizar o mecanizar su producción porque se hace embuchando el estómago del cerdo de ternillas, puntas de costilla, grasa y carne magra, todo aliñado con sal y pimienta, y la presencia de huesos hace que no pueda ser rellenado a máquina: son necesarias la delicadeza y el cuidado de las manos humanas para no romper la bolsa. Esto convierte hoy en día a esta obra de artesanía en una especie en peligro de extinción.
En La Garriga, mi pueblo natal, antaño lo hacían tres carnicerías: Can Oliveras, Can Perris y Can Torrents. Cada una de ellas tenía su estilo de juego particular y su correspondiente hinchada enfervorecida, leal y devota. Para mi gusto, el de la primera pecaba casi siempre de un ligero defecto de cocción y de un exceso de pimienta; incluso yo, que aún estoy a medio domesticar, paso cierta angustia a la vista de la carne de cerdo rojiza. El de la segunda, al contrario, era demasiado suave: llevaba poco hueso, poca grasa, y carne picada muy fina, lo que lo convertía en una especie de butifarra hervida venida a más; algo tibio, poco arriesgado, falto de carácter. El de la tercera, en cambio, era algo fenomenal, digno de mención. Siempre bien curado, con ternillas, costillas y carne magra a tacos gordos a mansalva para sorber y rechupetear sin reparo. Y con ese punto justo de pimienta que hacía que te escocieran los labios y te brillaran los ojos al tercer mordisco; era sabroso, jugoso, traicionero y adictivo; la suerte de cosa que te prohíbe el médico cuando estás pocho, pero que eliges como mal del que merece la pena morir.
Estoy feliz porque me consta que ahora mismo son más de tres las carnicerías garriguenses que lo ofrecen; sé, además, que en el resto de la región vallesana no ha desaparecido. Pero los datos nos indican que la tendencia general es la de comprar cada vez más en grandes superficies, la de llenar el carro de embutido de fabricación industrial loncheado y envasado en blíster de plástico, y que la clientela de los pequeños obradores de pueblo envejece al mismo ritmo que lo hacen las manos que saben intuir cuándo un vientre está a punto de resquebrajarse y es mejor rellenar ese último recoveco con grasa en vez de costilla.
Esta noche, en casa, cenaremos ensalada de escarola acompañada de vientre hervido, frío, cortado en tiritas finas como serpentinas, aliñado con una vinagreta simple. Para mañana, guardo un vientre de huesos envuelto en papel encerado en la nevera; lo devoraremos en el sofá viendo una peli. Mi hija de diez años acoge estos manjares con la misma naturalidad que recibe un filete de pollo empanado porque, como yo, se los ha visto poner en la mesa a su madre, de forma natural, desde que tiene hambre y uso de razón.
A veces, para salvar la artesanía, los oficios tradicionales, la riqueza gastronómica y el legado gustativo familiar, no hace falta ser héroes ni mártires ni comulgar con credos enrevesados. Tampoco tiene por qué ser caro. A veces, solo es cuestión de tomar un pequeño desvío en el trayecto por carretera que va de casa a esa reunión de trabajo, coger una salida de la autovía diferente a la destinación final, pegar un rodeo de diez o veinte minutos una vez al mes, y comprar cuatro cosas que se hacen solo en ese pueblo que normalmente dejamos a mano derecha al pasar por el kilómetro 79. Así lo hago yo.
En cualquier caso, la vida es un millón de veces más trepidante y estimulante con una neverita portátil en el maletero, por si las moscas. ¡Una nunca sabe lo que puede encontrar!