FOTO: Javier del Real
Las ideas de Gerard Mortier, su director artístico, convierten el centro madrileño en punto de interés de la ópera internacional.
Fue en 1997 cuando se reabrió el Teatro Real. Desde entonces, el camino para hacerse un nombre por el mundo de la ópera no ha sido fácil. El momento actual es dulce. Con la llegada de Gerard Mortier como director artístico es habitual ver reunidos en los estrenos a un buen número de medios de comunicación internacionales. La era Mortier, que se hizo famoso en su etapa como director de Salzburgo en los noventa, ha atraído la atención por sus ideas y ha contribuido a la exportación de los espectáculos encargados por él en escenarios de todo el mundo. Propuestas arriesgadas, irrenunciable pulso provocador, calidad y debate definen su gestión. Los dos últimos estrenos de la temporada han sido un ejemplo de su olfato para dar que hablar. Con The perfect american, la ópera de Philip Glass sobre Walt Disney (en la imagen), y con el Così fan tutte mozartiano que encargó al cineasta Michael Haneke y que coincidió con la nominación a cinco oscars por su última película, Amour, han supuesto toda una carambola en la historia del Teatro Real.