FOTO: Carlos Luján
La obra de Frank Gehry es el paradigma de un edificio que ayuda a revitalizar su entorno y genera una admiración unánime.
Pocas veces en la historia el nombre de un edificio llega a convertirse en sobrenombre de un fenómeno. Se conoce como efecto Guggenheim la recuperación de una ciudad a partir de un inmueble. Y aunque lo que recuperó Bilbao fue el saneamiento de la ría, es innegable que el carismático museo de Frank Gehry se encargó de anunciarlo al mundo. Corrían los primeros años de la última década del siglo XX, Gehry vio la posibilidad de levantar una obra maestra y en 1997 lo hizo. Él mismo eligió la ubicación y asumió como autor el riesgo de transformarse para transformar. El resultado fue tan sobresaliente para la ciudad como para la trayectoria del arquitecto. Pero ha sido Bilbao la que ha salido ganando. Por encima de lo expuesto, el propio Museo Guggenheim fue la guinda que coronó la transformación de un lugar degradado por la industria, pero también su motor para resultar creíble al mundo, a los turistas y a los propios bilbaínos. Gehry trató de extender la estela del museo convertido en obra de arte a proyectos posteriores, como las bodegas Marqués de Riscal o el auditorio para Disney en Los Ángeles. Solo consiguió eso: edificios epígonos de un éxito monumental capaz de poner de acuerdo a políticos, ciudadanos, arquitectos e historiadores.