Un paseo por Madrid con Juan Luis Arsuaga: “Yo quiero que los políticos se inflen a comer mocos de niños”
El paleoantropólogo se crió en Bilbao, pero desde los 17 años es vecino de la capital, donde analiza para EL PAÍS el comportamiento humano en la urbe en un recorrido desde Vallecas a las Cuatro Torres
Juan Luis Arsuaga, de 68 años, es uno de los científicos más reputados de España. Es doctor en Ciencias Biológicas y catedrático de Paleoantropología por la Universidad Complutense de Madrid, donde imparte clases. También es director científico del Museo de la Evolución Humana de Burgos y codirector de los yacimientos de Atapuerca. Se crió en Bilbao, pero desde los 17 años es vecino de Madrid. EL PAÍS recorre con él varios puntos de la capital, un pa...
Juan Luis Arsuaga, de 68 años, es uno de los científicos más reputados de España. Es doctor en Ciencias Biológicas y catedrático de Paleoantropología por la Universidad Complutense de Madrid, donde imparte clases. También es director científico del Museo de la Evolución Humana de Burgos y codirector de los yacimientos de Atapuerca. Se crió en Bilbao, pero desde los 17 años es vecino de Madrid. EL PAÍS recorre con él varios puntos de la capital, un paseo en el que Arsuaga analiza el comportamiento humano en la urbe.
La cita quedó fijada en una terraza de la plaza Juan de Malasaña, en el distrito de Villa de Vallecas, a última hora de la tarde del miércoles 15 de junio. Recién aterrizado de Oviedo, donde ha dirimido los próximos premios Princesa de Asturias como parte de su jurado —fue galardonado en 1997— y en medio de la primera ola de calor del verano, cuando las ocho de la tarde el termómetro apuntaba aún 39°.
―Seguramente es el peor día de calor del año, apunta que estoy aquí contigo―, arranca Arsuaga.
―Desde luego que se lo agradezco. Guárdese la grabadora en el pantalón―.
—Hazlo tú si quieres―.
—Es que no quiero tocarle el culo―.
―¡Qué más dará! Hablando de culos: estoy intentando llevar a Millás a una playa nudista para observar el cuerpo humano, pero no sé si me voy a llevar una hostia. Quedaría muy literario, pero no es lo que busco―.
Se refiere al escritor Juan José Millas, con el que ha configurado un tándem narrativo y lo que se vislumbra ya como una saga de no ficción. Su segunda colaboración juntos, La muerte contada por un sapiens a un neandertal, se publicó en febrero. Veinte minutos después, la conversación consigue aterrizar en la búsqueda de rasgos de socialización en el Madrid veraniego de 2022.
―En Madrid hay 116 líneas de móvil por cada 100 habitantes. ¿Seguimos necesitando espacios como esta terraza para socializar?―.
―Sin duda. La agregación tiene muchos fines, uno de ellos es buscar pareja, y dónde la encuentras. No va a ser en la calle, yendo a trabajar. De toda la vida, la más tradicional son las fiestas: la romería de toda la vida. Yo a mi mujer la conocí en las fiestas del pueblo de La Granja de San Ildefonso. Era la hermana pequeña de mis amigos―.
―Pero ahora se conocen en Tinder...―.
―Bueno, se supone. [No tiene WhatsApp]. Lo que me faltaba. No tengo tiempo ni ganas. Reivindico el SMS: llegan menos y son más cortos. Me desborda. Todo son chorradas. A mí solo me interesan mis hijos―.
Ahí sí hace una excepción y usa el sistema de mensajería en el terminal de su mujer. Reconoce que las redes y las posibilidades de videoconferencias han hecho posible que las familias que ya no viven juntas continúen conectadas. Sabe de lo que habla. De sus tres hijos, dos viven fuera, en Bruselas y Londres.
―Pero cuidado con esto, que es biología pura. La prioridad de encontrar pareja va por encima de comer. Los seres humanos han diseñado modelos diseñados por los padres para que sus hijos encuentren pareja. Incluso en los llamados PAU (Programa de Actuación Urbanística), como Las Tablas o Sanchinarro, con sus avenidas inmensas, hay piscinas para eso. Los adolescentes bajarán ahí a conocerse. Ahí se vive hacia adentro―.
En la mesa de al lado, escuchan. Con varios tercios de cerveza vacíos, que superan de largo los tres móviles con la pantalla en negro. Vane, Sergio y Yolanda llevan en la mesa desde las cinco. “Por lo menos”, asegura esta última. “Somos el ejemplo de lo que estáis diciendo. Mínimo una vez a la semana, nos sentamos aquí y nos dan las tantas”. Arsuaga sonríe, sabiéndose acertado. Cinco minutos después y a la vuelta de la esquina, se quedará con la boca abierta, al descubrir la parroquia de San Pedro Ad Vincula, orgullo del barrio: “Anda! Qué bonita iglesia, qué curioso, no había venido nunca”. Y consulta internet con su teléfono: “La torre es de Ventura Rodríquez y la iglesia del siglo XVII de Juan Herrera (arquitecto del monasterio de El Escorial). ¡Qué interesante, volveré!”.
El sabio cazado se venga rápido. “Te voy a contar algo que te va a dejar pasmada, mira”, se dirige a la pared del edificio. “Madrid es la única ciudad del mundo con muros de sílex, no de roca. Y es que en Madrid, no hay roca: todo es arena, fíjate en el próximo socavón de obras que veas. Está construida sobre riachuelos”.
Media hora más tarde se cabrea sobre una colina que fue un antiguo olivar, desde el sector dos de la Cañada Real, al saber que la Ley de 2011 desafectó los terrenos para poder acometer la reestructuración de la zona: ”¡Las cañadas son de todos, es patrimonio estatal!”.
―Le he traído aquí para hablar de la falta de empatía en la sociedad que somos en Madrid. ¿Por qué parece que no nos importa que miles de familias vivan en condiciones, y sin luz?―.
―Bueno, a mí no me han preguntado. Soy científico, a mí dame datos: ¿cuál es la renta de estas familias, de qué trabajan, cuánto ganan? Ponte por ejemplo que un matrimonio que viva aquí solo ingrese un sueldo mínimo: 1.000 euros. Con eso es imposible mantener una familia con hijos, es cierto. Si trabajan los dos, ya es otra cosa. Pero, ¿cuántas familias viven aquí en malas condiciones?―.
―Menos de 2.000. El censo oficial hablaba de unas 7.283 personas, unos 1.500 menores―.
―Pero eso es poco, ¿no? No es un volumen económico muy grande. Y están todas las administraciones implicadas, ¿no? Yo siempre estoy con el trabajador, es que me parece lo más sagrado. Si se trabaja y no se puede mantener, hay que ayudarle. O si no se puede trabajar por razones médicas o de otra índole, para esto estamos. Pero, ¿cuánto cuesta un piso aquí? Me gustaría saberlo―.
La inteligencia artificial llega al rescate: “Yo creo en los algoritmos, por ejemplo, para la atención al cliente no hay nada mejor”. Aparecen en la pantalla del móvil varios precios de alquiler en la zona, a muy pocos metros en el término municipal de Rivas Vaciamadrid, gracias a la geolocalización de un portal inmobiliario. Las cifras son poco compatibles con el salario mínimo interprofesional: 950 euros para tres habitaciones con garaje, 850 sin extras.
La política le interesa, pero no la madrileña. “Nuestros queridos gobernantes no nos preguntan nada. Nuestro sistema es el partitocrático, en el que no elegimos ni a nuestro alcalde. Echas un voto en la urna y a ver quién sale. A lo mejor tu partido ha sacado más votos y luego gobierna otro. Esto lo he presenciado yo: en un pueblo remoto de Montana aparecen en las fiestas el gobernador y el candidato de la oposición, porque cada voto cuenta. Se llenan de mocos de niños. Yo quiero que en Madrid los políticos se inflen a comerse mocos así”. Reivindica un sistema de representación, al menos en lo local, directo, por circunscripción, como el anglosajón o francés. Hace años, a principios de los noventa, se involucró en la lucha de su barrio contra un proyecto del concejal del distrito de Hortaleza para construir una salida hacia la autopista que atravesaba el barrio.
“En una reunión un vecino extranjero nos dijo [imita el acento alemán]: ‘Esto es muy fácil. Le decimos que si lo hace, en las prrróximas elecciones le va a votar su puta madrrre’. Le explicamos que aquí no es así. Eso quiero poder decir yo y encontrar a mi concejal en el bar al que voy yo. Aquí hemos tenido incluso alcaldesas que no vivían en la ciudad [en referencia a Ana Botella]. Nos tendrían más respeto”.
Al día siguiente, la entrevista continúa a las once de la mañana, con 30° amenazando con diluir los cerebros, bajo una de las pocas sombras del parque empresarial de las Cuatro Torres en la Castellana: “Llevo desde las siete dando tumbos, conviene saber que se me va acabando la gasolina”.
―Vamos rápido. ¿Qué estamos viendo aquí? Este es un punto de productividad, de caza―.
―Sí. A mí no me gusta especialmente, porque todo este desarrollo hacia el norte, hacia la sierra, se ve desde fuera. Pero es donde todo el mundo quiere estar―.
Un grupo de jóvenes se resguarda en la misma zona. Parecen becarios de las grandes empresas ubicadas en los rascacielos. “Mira, el colgante que llevan de color naranja es un símbolo, como si fuera un estatus. Nos están diciendo: ‘Yo trabajo’. Me producen ternura, me recuerdan a mis hijos”, apunta.
―¿Ha sido usted becario?―.
―Yo he sido becario, y precario. Cuando daba clases en un centro de San Blas, que ya tenía un hijo, cerraron y me fui a la calle, y ahí sí que no dormía pensando en qué iba a pasar. Por eso pienso que no me gusta que la city de Madrid se coma el norte, pero es que también quiero que mis hijos se coloquen. En España te toca la lotería cuando se te colocan los hijos. El comportamiento humano es nepotista. Primero, nuestra familia. Esto es así―.
En la galería comercial
Es el momento de buscar el punto de recolección de la tribu, cruzando el paseo de la Castellana hasta una galería comercial en la colonia ferroviaria de San Cristóbal del distrito de Chamartín, construida en los años cuarenta del siglo pasado. Durante el camino, el mercurio ya está en los 34° y es necesario parar para hidratarse y, de paso, recordar que lleva ya 50 años viviendo en la capital. Arapiles era su barrio hacia los años ochenta, en plena movida. Sus hijos cuando eran pequeños compartían parque infantil con la hija de Enrique Urquijo. “Me he hartado de ir al Penta a beber cerveza y a escuchar cantar a Antonio Vega. Fui testigo de todo eso y ni me daba cuenta”, cuenta. Pero nada le genera tanta nostalgia como la pérdida de los mercados municipales de Madrid. Al llegar le reciben puestos cerrados y sin ningún cliente a la vista. Una mujer, tras una vitrina con varias bandejas vacías, le pregunta si necesita algo.
“Los mercados están muertos”, repite hasta seis veces, desolado. “Todo es mensajería, pero ¿dónde están las tiendas? Es un fenómeno que hay que estudiar, te lo digo yo que me preocupo de mirarlos. En casa somos mucho del mercadillo, vaya, que vamos todos los domingos. Compramos fruta, verdura a buenos precios y yo, calzoncillos”, dice.
―Para usted un mercadillo será un parque de bolas...―.
―En varias partes tengo graves problemas, es que soy muy mirón. Desde que mis hijos eran pequeñitos me decían ‘papá, ¡no mires!’, pero claro, es que me fascina. Es muy variado y hay mucha interacción humana. Son como un caravansar, un zoco. Mira, sí: tenemos que ir al mercadillo a hacer un reportaje―.
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