Ascensión y caída de Juan Carlos I
En una sola noche, el rey emérito pasó de ser un peaje que había que pagar porque Franco había muerto en la cama a salvador de la democracia
Simeón de Bulgaria es el único monarca que se ha presentado a unas elecciones y las ha ganado. “Hubo un momento en que quizá el Rey las habría ganado en España de presentarse”, especula una persona que trabajó para él. Pero Juan Carlos de Borbón no quería gobernar durante cuatro años, como le pasó al exrey de Bulgaria, qu...
Simeón de Bulgaria es el único monarca que se ha presentado a unas elecciones y las ha ganado. “Hubo un momento en que quizá el Rey las habría ganado en España de presentarse”, especula una persona que trabajó para él. Pero Juan Carlos de Borbón no quería gobernar durante cuatro años, como le pasó al exrey de Bulgaria, que perdió las elecciones siguientes, sino perpetuar su dinastía en la Jefatura del Estado.
Los principios no pudieron ser menos prometedores. En la España del tardofranquismo, los monárquicos eran una secta exótica que peregrinaba a Estoril (Portugal) para rendir pleitesía a don Juan, un rey que nunca ciñó la corona. Franco se levantó contra la República, pero tardó más de una década, hasta 1947, en declarar a España como Reino y aún se demoró 22 años más en designar a Juan Carlos de Borbón como sucesor. Cuando el dictador murió, el nuevo Rey ni siquiera tenía la legitimidad dinástica. Su padre se la traspasó el 14 de mayo de 1977, solo un mes antes de las primeras elecciones democráticas.
Juan Carlos I fue jefe del Estado porque nadie tenía una opción mejor. O fuerza suficiente para imponerla. Franco amagó con desplazarlo en favor de Alfonso de Borbón, también nieto de Alfonso XIII y marido de su nieta, pero nunca se decidió; y los franquistas no tenían a un Marcelo Caetano (el sucesor del dictador portugués Oliveira Salazar) español, una vez muerto Carrero Blanco. La desconfianza hacia el Rey era tal que cuando designó al “falangista” Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, en vez de elegir al monárquico y liberal José María de Areilza, hasta Fraga lo interpretó como una marcha atrás.
El Partido Comunista de Santiago Carrillo aceptó la bandera rojigualda (es decir, la Monarquía) a cambio de su legalización; y el PSOE, tras una defensa testimonial, sacrificó la tricolor (republicana) en el altar del consenso. La Constitución fue el fruto de una gran transacción, en la que la Monarquía aparecía como una carta valiosa, pero no lo bastante como para romper la baraja.
En una sola noche, Juan Carlos I pasó de ser un peaje que había que pagar porque Franco había muerto en la cama a erigirse en salvador de la democracia. Aquel 23-F, con los españoles encerrados en casa mientras los tanques rodaban por las calles de Valencia y los disparos agujereaban el techo del hemiciclo del Congreso, el Rey se puso el uniforme de capitán general y ordenó a los golpistas regresar a los cuarteles. Al presidente catalán, Jordi Pujol, le dijo lo que toda la sociedad necesitaba oír: “Tranquil Jordi, tranquil”.
Aquella noche de 1981 nació el juancarlismo, un sistema político en el que el prestigio del Rey era tan poderoso que podía proyectarse hacia atrás, haciendo olvidar sus orígenes, y hacia delante, legitimando a su descendencia. La Monarquía gustaba tanto más en la medida en que no parecía una monarquía: en España no había el lujo, el boato y la corte que caracteriza a las casas reales de mayor abolengo. O al menos no se veía.
La sintonía personal con Felipe González ―ambos se llevan solo cuatro años― permitió que La Zarzuela y La Moncloa funcionaran en un armónico reparto de papeles. Fueron tiempos en los que Juan Carlos I hizo “impagables servicios a España”, en expresión del entonces jefe del Gobierno. El Rey puso su agenda internacional al servicio de la política exterior y también de la económica, desatascando bloqueos, disipando malentendidos, engrasando negocios. Se convirtió, valga por una vez el tópico, en el “mejor embajador” de España.
En esa época, reconocen quienes le trataron de cerca, la inmunidad del Rey pasó de legal a moral. No se trataba solo de que nadie pudiera demandarlo en un tribunal, ya que la Constitución lo impide, sino de que ninguno de los que le rodeaban se atrevía a llamarle la atención o llevarle la contraria. Poco a poco se fue desprendiendo de quienes, por edad o trayectoria, podían tener autoridad sobre él, como Sabino Fernández Campo.
Las aventuras amorosas fueron una constante de Juan Carlos I casi desde el inicio de su reinado. Corinna Larsen no fue sino la última de una larga serie de amistades femeninas que sus ayudantes se encargaban de tapar. En más de una ocasión, los servicios de inteligencia del Estado tuvieron que emplearse a fondo para evitar el escándalo. Los que vivieron aquellos años alegan que la sociedad española era permisiva con las infidelidades sexuales de sus gobernantes. No era algo exclusivo de España: al funeral del expresidente francés François Mitterrand acudieron su esposa y su amante durante 32 años, con la que tuvo una hija.
Pero una cosa era tolerar los pecados de la carne y otra, los del bolsillo. Quienes trataron a don Juan, abuelo de Felipe VI, aseguran haberle oído contar cómo Alfonso XIII se marchó de España “con una mano delante y otra detrás”. Juan Carlos I nació en el exilio, en Roma (Italia), y había visto a familias reales destronadas (como la de su cuñado Constantino de Grecia), viviendo de la generosidad de parientes más o menos pacientes. A ello se sumaba el alto tren de vida de sus amistades, entre las que se contaban grandes magnates, con el riesgo de que llegara a considerarse uno de ellos y no el más alto funcionario del Estado, pero funcionario al fin.
En esos años, ni el PSOE ni el PP, los dos partidos sobre los que se cimentó el llamado régimen del 78, se preocuparon por apuntalar institucionalmente a la Monarquía, para que la Jefatura del Estado no dependiera del prestigio personal de quien la encarnaba.
El caso Nóos, que acabó con la infanta Cristina sentada en el banquillo y su esposo, Iñaki Urdangarin, en prisión, abrió una primera grieta en la pétrea solidez de la institución. Tras el accidente de Botsuana, en 2012, todo el edificio empezó a desmoronarse. El mensaje no podía ser más demoledor: mientras la sociedad española sufría los efectos devastadores de la crisis económica, el jefe del Estado cazaba elefantes en África. Por primera vez, tuvo que escuchar a sus consejeros. El sueño de jubilarse con una princesa alemana se esfumaba. “Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir”, dijo. Pero ocurrió.
El 6 de enero de 2014, en la Pascua Militar, el Rey se perdió leyendo el discurso. La Casa Real lo excusó alegando que una luz lo había deslumbrado. En realidad, apenas había dormido. La noche anterior había estado en Londres, celebrando su 76 cumpleaños. Había fallado en el cumplimiento de su función como jefe del Estado. Menos de seis meses después, el 18 de junio de 2014, abdicó.
Felipe VI no fue la primera persona a la que Juan Carlos I confesó que estaba sopesando abdicar, pero sí la primera a la que se lo comunicó cuando la decisión estuvo tomada. Aunque llevaba años esperándolo, su reacción inicial fue de sorpresa, por un instante de vértigo e inmediatamente de aceptación de que había llegado el momento de asumir una responsabilidad para la que llevaba toda su vida preparándose, aunque nadie le hubiera preguntado si ya estaba listo.
Felipe VI y su padre son muy distintos. El hijo recuerda a su madre: atenta y observadora, parece elevar a su interlocutor mientras lo escucha hasta hacerle sentir el centro del mundo. Todo lo contrario que su padre, bromista y campechano, dispuesto a rebajarse al nivel de la persona más sencilla para derribar barreras.
Según quienes les han tratado, la relación entre ambos es afectuosa, pero distante. Las infidelidades y el abandono de la reina Sofía acabaron enfriando el cariño del hijo hacia el padre. Desde fuera, lo que se aprecia es, sobre todo, un exquisito respeto. En La Zarzuela, las relaciones personales están mediatizadas por la liturgia que envuelve a la realeza: el padre es rey antes que padre y se le trata como tal. Hasta que ha dejado de serlo, porque ahora las tornas han cambiado y el rey es el hijo.
Tras la decisión del rey emérito de abandonar España anunciada este lunes, Felipe VI está desnudo. Ya no le protege la sombra de Juan Carlos I, sino que le amenaza. La institución debe sobrevivir sin el padre o contra el padre. Para salvar a la Monarquía, Felipe VI se distancia de Juan Carlos I igual que Juan Carlos I hizo con don Juan en los últimos años de Franco. La reconciliación llegaría años después, tras convencer a la mayoría de los españoles, y también a su padre, de que no había una opción mejor.