Confesiones de un glotón
Me pregunto por qué el postre parece sobre todo un placer de niños y viejos, o por qué me lo parece a mí
Pues sí: soy un glotón. Como mucho, sin orden ni concierto y de manera totalmente insana. Siempre fue así: mi educación gastronómica es catastrófica, como la de la mayoría de la gente de mi generación. Ahora se ha puesto de moda hablar mal de nosotros; créanme: se quedan cortísimos. Los llamados boomers somos una calamidad, ...
Pues sí: soy un glotón. Como mucho, sin orden ni concierto y de manera totalmente insana. Siempre fue así: mi educación gastronómica es catastrófica, como la de la mayoría de la gente de mi generación. Ahora se ha puesto de moda hablar mal de nosotros; créanme: se quedan cortísimos. Los llamados boomers somos una calamidad, no porque lo hayamos tenido todo más fácil que las generaciones posteriores (ese es el típico espejismo falsamente manriqueño del “cualquier-tiempo-pasado-fue-mejor”: Manrique jamás profirió semejante sandez), sino porque nadie nos preparó para las dos revoluciones fundamentales de nuestro tiempo, tan interiorizadas por los jóvenes que muchos incluso se permiten el lujo de rebelarse contra ellas: ni nos educaron para la igualdad —los boomers salimos machistas de fábrica—, ni para la preservación del planeta —los boomers crecimos sin la más mínima conciencia ecológica—; no niego que algunos estén haciendo esfuerzos para ponerse al día, pero esa es la realidad. También es una realidad que, a nosotros, a diferencia de los jóvenes, nadie nos enseñó a alimentarnos de una forma sana, racional y sostenible: nuestra época carecía de dietistas y nutricionistas, de suplementos de gastronomía en los diarios, de chefs estrella en la tele, incluso de Karlos Arguiñano; así que muchos seguimos comiendo de forma insalubre, irracional e insostenible. Para que luego vayamos dando lecciones por ahí.
Escribo estas líneas en un hotel de Buenos Aires. Hace un rato, después de correr por los bulevares de Puerto Madero, me puse las botas en el desayuno, pero ya estoy pensando en el asado del mediodía. Aunque solo viajo por trabajo, viajar se ha convertido en una excusa para comer; las carreras matinales también: yo no corro a diario porque sea saludable (para qué mentir: yo no hago nada porque sea saludable); corro por dos motivos: primero, porque correr es una droga (si no corro un día, estoy mal; si no corro dos días, estoy fatal; si no corro tres días, me entran ganas de invadir Ucrania); y, segundo, porque nada da tanta hambre como el ejercicio físico: cada mañana, al terminar de correr, me zamparía una vaca. Anteayer, en Lisboa, comí bacalhau à Brás; hace dos semanas, en París, escargots y pied de porc; hace tres, en Arequipa, arroz picante con camarones y suspiro a la limeña, el postre preferido de Borges. El mío es los cannoli sicilianos, los mismos con que Michael Corleone envenena a don Altobello, ayudado por su hermana Connie, en el ambiguo remate operístico de la tercera parte de El padrino. A menudo me pregunto por qué el postre parece sobre todo un placer de niños y viejos, o por qué me lo parece a mí, que en la adolescencia lo abandoné por el alcohol y que, ahora que abandoné el alcohol (ya me había bebido todo lo que me tenía que beber), después de las comidas vendería mi madre a una red de trata de esclavas por un helado romano. Hablando de mi madre: aquella mujer detestaba tanto cocinar que le hubiera pegado fuego a su cocina, pero, como el amor obra milagros, cocinaba como nadie: cocido extremeño, canelones al gratén, bacalao a la vizcaína, huevecillos. Mis platos favoritos son la fabada asturiana, la ensaladilla rusa, las patatas bravas, las lentejas de cualquier manera. A la hora de comer solo respeto una regla y es la ausencia total de reglas; si se prefiere: mi única regla consiste en prohibirme reprimir cualquier deseo, porque está demostrado que no hay nada tan perjudicial para el alma y el cuerpo como los deseos reprimidos. Por lo demás, confieso que no me gusta la gente a quien no le gusta comer, por lo mismo que no me gusta la gente a quien no le gusta follar o leer; honestamente, no creo que nada bueno pueda esperarse de quien desprecia los mayores placeres de la vida.
Dicho lo anterior, se preguntarán ustedes cómo es posible que permitan escribir en un número dedicado a la gastronomía a un analfabeto gastronómico y un tragaldabas indiscriminado como quien firma. La razón es quizá que del mal ejemplo se aprende tanto como del bueno. Para eso servimos los boomers, chavales: vosotros haced lo contrario que nosotros y todo irá bien.
Especial Gastro de ‘El País Semanal’