L’Antiquari Gastronòmic, el restaurante donde convive la alta cocina con el guiso de toda la vida
El chef cordobés Yordi Martínez y la sumiller italiana Lara Cerlini ofrecen en Barcelona un menú cerrado de 15 pases que cambia cada mes
A pocos minutos de que empiece el servicio de mediodía, la cocina de L’Antiquari Gastronòmic funciona como una maquinaria perfectamente engrasada. El chef Yordi Martínez —con más de 16 años de experiencia en restaurantes como Orvay, La Dolce Vitae o el catering de Nando Jubany— termina de preparar la mise en place mientras su equipo calienta salsas, ordena platos y atempera ...
A pocos minutos de que empiece el servicio de mediodía, la cocina de L’Antiquari Gastronòmic funciona como una maquinaria perfectamente engrasada. El chef Yordi Martínez —con más de 16 años de experiencia en restaurantes como Orvay, La Dolce Vitae o el catering de Nando Jubany— termina de preparar la mise en place mientras su equipo calienta salsas, ordena platos y atempera postres. Lara Cerlini, sumiller y jefa de sala, coloca copas, platos y cubiertos sobre las mesas de madera rústica; se habla poco, y todo el mundo sabe lo que hace. Entre unos y otros está a punto de desfilar un menú degustación cerrado —a un precio de 70 euros— en el que no hay que elegir nada: 15 pases sin nombre, solo con pistas como “Gamba / Kimchee / Texturas / Cítricos” o “Espárragos / Anguila / Crujiente”. Títulos breves tras los que suele haber preparaciones largas y elaboradas que encierran guiños, recuerdos o juegos entre sabores y estructuras. “Buscamos que la gente se lo pase bien, que estén dos horas sin pensar en nada, solo en dejarse llevar”, dice Martínez. Los ingredientes cambian mensualmente según lo que ofrezcan la huerta, el mar o el bosque: un viaje en el que la memoria se mezcla con la técnica y el guiso de toda la vida con la chispa contemporánea. “Me gusta jugar con las emociones. Eso es lo divertido de la cocina”, reflexiona el chef. Sin duda, lo consigue.
La temporada marca el ritmo: guisantes del Maresme o fresas en primavera; con el calor llegan distintas versiones de sopas frías —ajoblanco, salmorejo o gazpacho, siguiendo las raíces andaluzas del chef—, además de tartares y platos de pescado ligeros o directamente crudos. En otoño volverán algunos de los favoritos de Martínez, como las raíces en forma de boniato, apionabo, remolacha o tupinambo. “También me gustan mucho las aves; igual que las setas: mi abuelo por parte de madre siempre traía setas a casa, y el olor al cocinarlas me recuerda a él”. “Me gusta mucho trabajar con el corazón, con la familia: creo que la cocina debería contar una historia y jugar con la imaginación”, reflexiona.
Su apuesta por la temporalidad y el respeto por el producto también son heredados. “Yo no tiro nada; mi abuela me enseñó que la comida es un bien muy preciado”, asegura. De las que ejercían el famoso zero waste desde antes de que tuviera ese nombre aprendió a usar huesos, piel, carcasas o tendones en los fondos que ahora hilan su cocina de manera transversal, sea cual sea la estación, y combina perfectamente con otros ingredientes canónicamente lujosos como marisco, caviar, carnes maduradas o foie.
“Ojalá pudiera hacer un menú solo de degustación de salsas”, sonríe. “Si tienes un buen producto y una buena salsa, la combinación es imbatible: esas ganas que te dejan de chupar el plato al final, es una sensación maravillosa”. La prueba de que funciona la encontramos en uno de los pocos platos que permanecen fijos —bajo amenaza de sublevación de la clientela habitual—: el canelón de pato con manzana, trufa y hongos; meloso y potente.
Hace unos meses que L’Antiquari Gastronòmic pasó de ocupar un pequeño local en el barrio Gótico a su emplazamiento actual en la gracienca calle de Neptú, con más espacio para la cocina, más aire en la sala y una bodega ampliada, pero sin cambiar su esencia. “Trabajamos con el mismo equipo, el mismo menú y el mismo concepto: un restaurante familiar y cercano, pero con sitio para que los clientes estén más cómodos y nosotros podamos jugar con nuevas técnicas”, resume Martínez.
La mudanza trajo consigo un nuevo juguete: la robata, una parrilla japonesa de carbón que añade capas de sabor a diferentes preparaciones; desde tuétano hasta unos guisantes con pilpil de papada ibérica. “El fuego es importantísimo: no hablo de ahumados pesados, sino de ese puntito de cocción final que da redondez”, explica. Un combo de tradición, técnica y ese “toque funky” que fascina al chef.
Ganar metros cuadrados también les ha permitido ampliar la bodega, en la que añadas pequeñas de productores del Penedès o Montsant comparten estantes con vinos de Sudáfrica, Australia o Chile. Cerlini maneja la parte líquida de la carta como un mapa. “Al final esto es como un juego, vamos buscando constantemente cosas nuevas”, reflexiona la sumiller, que disfruta “acercando al cliente a tipos de vino poco comunes, pero que pueda reconocer fácilmente y le sean familiares”.
Su fuente de inspiración pasa por visitar ferias, acudir directamente a las bodegas y cualquier cosa que pueda ayudarles a descubrir productores que cuenten una historia que acompañe a la suya. “Cuando Lara huele un vino, piensa en matices; yo pienso en platos”, completa Martínez. “Ella lo siente floral; yo pienso en estofado, y así vamos jugando”. Quien quiera asomarse a esa partida, puede optar por el maridaje (45 euros). Nota para quienes prefieran escoger una botella: “En este formato tenemos cosas mucho más complejas, somos un poco más punkis”.
Los postres son otro terreno que da que hablar; aunque empezó como pastelero —o precisamente por eso—, al chef no le gustan ni demasiado dulces ni evidentes. “Estoy cansado de cheesecakes y brownies: me gustan los diferentes, frescos, incluso ¿por qué no?, con verduras”. Llegó a preparar uno con ajo. Entre los más comentados, uno hecho íntegramente a partir de aceite de oliva virgen en forma de crema pastelera, helado y gelatina: cremoso, crujiente y redondo. “La gente entiende rápido que el aceite también puede ser dulce. Al principio sorprende, después encanta”, dice. Tanto que, como en el caso del canelón, su rotación en la carta no pinta fácil.
El cierre incluye café —italiano; Cerlini no negocia esa parte— y unos petit fours que hablan del equipo multicultural: brigadeiros brasileños, gominolas tropicales filipinas y una torrija cordobesa convertida en trago líquido. “Cada uno hemos puesto algo muy nuestro en ese fin de fiesta”, sonríe el chef. Esa es la percepción al salir de L’Antiquari: un viaje de las brasas japonesas a la cocina andaluza tradicional, entre dulces inesperados, vinos de bodegas mínimas y recuerdos que se convierten en plato.