El diseñador Oscar Mariné: “Me gusta el vino español, pero también pasar rápido a un borgoña”

El artista tiene hambre de emoción y sensaciones hasta su último banquete. Rememorando una canción de Jacques Brel quiere aves deliciosas, borgoñas y champanes, y de invitados, desde Séneca a Flaubert

Coco Dávez

Se resistió a darnos la dirección de su estudio. La mañana de la entrevista nos compartió un punto en el mapa: ahí nos esperaría. El GPS mostraba una breve hilera de naves industriales que no había conseguido cuajar en un polígono, parecían más bien cuatro pecios encallados en la orilla de una carretera comarcal que se pierde entre montañas. Oscar Mariné (Madrid, 73 años) nos pide amablemente que no revelemos el paradero de su estudio, y que tampoco publiquemos fotos que den una idea de las dimensiones y contenidos de este...

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Se resistió a darnos la dirección de su estudio. La mañana de la entrevista nos compartió un punto en el mapa: ahí nos esperaría. El GPS mostraba una breve hilera de naves industriales que no había conseguido cuajar en un polígono, parecían más bien cuatro pecios encallados en la orilla de una carretera comarcal que se pierde entre montañas. Oscar Mariné (Madrid, 73 años) nos pide amablemente que no revelemos el paradero de su estudio, y que tampoco publiquemos fotos que den una idea de las dimensiones y contenidos de este lugar, que más que un espacio de trabajo es el continente que alberga un universo personal de enorme densidad.

El exterior no lo delata, podría ser una fábrica de embutidos o un taller de maquinaria agrícola, pero cuando uno cruza la puerta entra en lo que parece un museo de la memoria estética de la España democrática. Oscar Mariné ha dejado huella en cualquiera de los muchos oficios a los que llegó de manera casual, sometido al dictado de una curiosidad insaciable, casi maniaca. Aquí están pulcramente apilados en mesas, ordenados en estantes, archivados en cajas o colgados por las paredes portadas de vinilos que diseñó para músicos tan distintos como Bruce Springsteen y Siniestro Total, carteles de cine inolvidables como el de El día de la bestia o Todo sobre mi madre, el manual de diseño de uno de los rediseños de El País Semanal, los distintos números que editó de la revista Madrid me mata, sus pinturas para la publicidad de Vodka Absolut, la señalética de Matadero de Madrid… Si algo transmite este universo es que su demiurgo desconoce la pereza.

Estanterías, archivadores, mesas y bibliotecas conforman una red serpenteante de callejuelas que imponen un recorrido por la nave. Oscar Mariné, que es un tipo alto y grandullón, nos lleva de paseo por su historia. Arranca por su mesa de trabajo en la que acumula lápices, rotuladores, pinceles y cientos de tubos de pinturas que Coco Dávez observa como si fuera una tienda de golosinas. Mariné no solo nos muestra sus trabajos, sino sus fuentes de inspiración: vinilos punk, ediciones originales de poetas beatniks o juguetes de la infancia. Al terminar el recorrido uno siente que le ha conocido; entonces nos saca del estudio antes de que hagamos demasiadas fotos y nos hace seguirle en coche hasta un pantano en cuya orilla hay un chiringuito muy escondido en la vegetación. Es un sitio silencioso, lo prefiere porque oye mal. Pide que me siente frente a él para verme los labios: “Me quedé sordo muy joven cubriendo una guerra en Zimbabue, con una explosión”, explica. Cuesta entender en qué momento este diseñador que estudió Derecho tuvo tiempo de ser fotorreportero de guerra. Me pasa la carta de vinos y aclara: “Yo soy de comer con vino, no te cortes en pedir la botella entera”. Se enciende un pitillo antes de que llegue la comida y nos cuenta que no sabe cómo sería su última cena, sabe que venimos a preguntarle por ello y ha intentado imaginar algo, pero lo cierto es que tiene la mente secuestrada por una canción de Jacques Brel, Le dernier repas (La última comida), que describe la suntuosa fantasía que el belga tiene de su último banquete. “Yo si fuera valiente os contaría lo que él dice en la canción. Ese día le sentarían en una silla como si fuera su trono, vestido de rey, con todas las mujeres de su vida, con sus amigos, sus perros y gatos. Fumaría una pipa y dejaría correr el humo, rememorando su infancia y gritándole a Dios que no existe. Es una visión muy realista y sabia de cómo acabar”.

La canción menciona un faisán del Périgord, y esto le da pie a repasar todas las gallináceas que crían los franceses, y que “son una fiesta, no tienen nada que ver con el pollo de Carpanta”. Reconoce su debilidad por lo francés, estudió en el Liceo, vivió en Bruselas, también en el antiguo Beirut donde aún se hablaba francés. Uno hace los cálculos de todos los oficios que ha tenido y los sitios en que ha vivido y Mariné debería tener 300 años, y no 73. Cuando le preguntamos si quiere para su cena alguna de esas aves que ha pronunciado en perfecto francés, él dice que no está dispuesto a imaginar ningún menú, ni a invocar un plato de la infancia ni ningún otro que tenga un anclaje emocional en su vida. Quiere algo nuevo que aún no sepa nombrar y que no haya probado jamás. “Cuando repites algo la emoción se queda a la mitad, a mí me gusta la sorpresa desde el primer momento”. Mariné mira con una sonrisa retadora a Coco Dávez y le pide que se invente ella su menú. Eso sí, le gustaría algo japonés, o asiático, Tailandia también le hace salivar. “Pero nada de fusión, no me interesa, yo quiero géneros puros”. Dávez no se ha visto en un apuro así, tendrá que inventarse la comida.

Óscar Mariné, fotografiado en su estudio recóndito, una mezcla de taller de artista y gabinete de curiosidades. Coco Dávez

“Yo lo único que quiero es que me conmuevas, soy un experto en emoción y estudio mucho cada día para poder estar abierto a lo nuevo, porque el tiempo va contra la capacidad de emocionarte, te salen callos, dejas de sentir las cosas en la piel”. Recuerda entonces una película documental que grabó la primera vez que viajó a Buenos Aires. Fue con un amigo y compraron una cámara de vídeo antes de subir al avión, leyeron las instrucciones en el vuelo y se pasaron 15 días grabándose. “La película es la experiencia de un señor que llega a una ciudad y lo primero que siente: esas sensaciones que tiene cualquier persona cuando llega a un sitio nuevo y te sale la emoción por la boca”. Ese documental encarna el estado que Mariné busca perpetuamente. Dice que a veces hay que huir de toda la sofisticación que nos rodea, de tanta comida, tanto vino, tanto París y tanto Nueva York, e ir a sitios pobres, salir cuando hace frío, ducharse con agua helada, andar descalzo, para poder seguir sintiendo en la piel las cosas y no entumecer nuestra capacidad para el asombro.

Con la bebida sin embargo no quiere sorpresas: “Me gusta el vino español, pero en un día así tomaría un borgoña, o un côtes-du-rhône, y pasaríamos pronto a los mejores champanes, sin cortarme un pelo. Con el vino hay un momento que ya me pierdo, pero en el champán he probado digamos que hasta las alturas. Y te puedo decir que no es lo mismo ver el mundo desde los cincomiles que desde los ochomiles; desde ahí se ve mucho más el cielo, pero también es más hondo el abismo”.

Los invitados los tiene claros: “Lo obvio, amigos, familia, estas cosas que dirá todo el mundo, pero también mis padrinos que son dos: Tibor Kalman, el diseñador más grande que han visto mis ojos, y el poeta John Giorno”. Kalman, que editaba Colors e Interview, se interesó por la estética punk de la revista Madrid me mata. “Tú imagínate que tu superídolo dice que te quiere conocer. Pues nos conocimos y conectamos. Nos dedicábamos a hacer el gamberro en bici por Nueva York, y me introdujo muy generosamente a la ciudad”, recuerda. A partir de ahí, Mariné pudo asomarse a las catacumbas contraculturales de esa ciudad, donde cuenta que conoció a Lou Reed, a los beats Allen Ginsberg y William Burrroughs, al poeta John Giorno, al que nombra con un brillo en la mirada que muestra que no está haciendo namedropping sino que está recordando a un verdadero amigo que se fue, con el que colaboró y con el que aprendió muchas cosas. Abierta ya la posibilidad de traer a muertos ilustres a la mesa, Mariné se va a por sus ídolos: “A la derecha de John Giorno, sentaría a Marco Aurelio, y si no estuviera muy ocupado, a Séneca también, por qué no a Flaubert, también a Jacques Brel…”. La lista de invitados de Mariné no deja de crecer; de la misma manera que quiere un menú que jamás haya probado, le pasa que quisiera conocer a mucha gente en el último día de su vida.

No tiene claro el lugar para esta cena. “He sido muy errante, he estado en muchos sitios, que me han gustado mucho. Sería en el Mediterráneo quizás”. Egipto es el sitio que más le ha impresionado, también podría ser Beirut. Le gusta el callejón, la palmera y la luna en un cielo despejado, el ambiente del bazar árabe, que dice que es otro de sus fetiches. “He pasado noche en sitios supersospechosos en Marraquech, con ricos, otros menos ricos, unos con pajarita, otro borracho perdido, siempre en una situación límite”. Lo quiere todo vaporoso, a media luz, que haya mucho humo, la fiesta requiere veladuras y el amparo de cierta oscuridad. “Es fundamental la indefinición, la atmósfera, cosas que aparecen y desaparecen entre los vapores, todos los licores tienen vapores”. También quiere muchas telas amontonadas a modo de mantel, candelabros enormes, servilletas de más de un metro, como las que vio en casa de Chillida, y buenas vajillas. “Luego nos daríamos el gusto de romperlas, porque es el último día y todo el mundo tiene que ir a tope”. No se quiere ir sin un poco de escándalo, sin épater le bourgeois. Dice que a los burgueses hay que divertirles molestándolos, tocándoles las pelotas. Considera que los artistas “somos su esperanza”. “Somos los que los movemos y los que les entusiasmamos. Y yo me levanto todas las mañanas con ese compromiso”.

EL PLATO

Disperso pero mágico


▪ Sorpresa, a ser posible japonesa, pero nada de fusión, estilos puros.

▪ Vino tinto: borgoñas y côtes-du-rhône.

▪ Champán: de las mejores pequeñas bodegas.


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