La explosiva metamorfosis de Oriente Próximo

El debilitado eje liderado por Irán tiene interés en que las aguas se calmen

Una pancarta del ayatolá Jomeini en la entrada de la antigua Embajada de EE UU de Teherán.Vahid Salemi (AP / LaPresse)

El mundo atraviesa una fase de convulsa transición, con el orden post Guerra Fría ya deshecho y una intensa pugna para la configuración del nuevo. Estados Unidos ya no es la superpotencia absoluta en un escenario unipolar y varias potencias grandes y medias pujan para conseguir nuevos equilibrios que les sean favorables. Oriente Próximo es una región que experimenta de forma brutal y acelerada esa metamorfosis, marcada por el pulso entre distintas fuerzas locales, regionales y globales. Si prever el devenir del mundo es siempre un deporte de alto riesgo, en el caso de este sector del atlas lo es especialmente. No obstante, es posible esbozar una perspectiva a partir de los hechos recientes y del análisis de las voluntades de los principales actores. Veamos.

Tal vez destaque entre los últimos acontecimientos la constatación del gran debilitamiento del ‘eje de resistencia’ capitaneado por Irán. La reacción de Israel al ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023 ha dejado casi aniquilada a la milicia palestina, y posteriormente golpeado con fuerza a Hezbolá y dejado en evidencia la inferioridad militar de Teherán. Las dificultades de Irán y Rusia han propiciado a su vez las condiciones para la caída de Bachar el Asad -al que ambos respaldaban-. Su régimen era una pieza clave del ‘eje de resistencia’ por cuanto permitía la continuidad territorial entre la República Islámica, el Irak gobernado por fuerzas chiíes y Hezbolá en el Líbano. Esta premisa condiciona de manera esencial el futuro de la región, sobre todo en lo que concierne el camino de Irán. El debilitamiento puede conducir a dos consecuencias en las antípodas. La primera es un acelerón de Teherán para dotarse del arma nuclear como una suerte de seguro de supervivencia del régimen a la vista de la manifiesta debilidad y a las claras amenazas de intentar provocar un cambio proferidas por Benjamín Netanyahu. La segunda es un giro reformista, promovido por los sectores moderados del régimen que, precisamente a la vista del desmorone del proyecto de proyección regional y confrontación que ha sido el ‘eje de resistencia’ promovido por el ala dura, tiene argumentos para defender un cambio de rumbo.

Este potencial cambio de rumbo se encontraría con elementos a favor y otros en contra. A favor, una Arabia Saudí completamente concentrada en su propia metamorfosis, la visión 2030, que busca superar su condición de economía de monocultivo energético y diversificarla para prosperar en un mundo que se aleja lenta, pero inexorablemente, de los combustibles fósiles. Este proyecto requiere estabilidad. Aunque debilitados, Irán y sus socios han demostrado tener capacidad para golpear infraestructuras saudíes de una manera extremadamente problemática. Es por ello que Riad buscó una normalización con Teherán, sellada en 2023 bajo patrocinio de China, otro actor favorable a la estabilidad de una región que le abastece de recursos energéticos y por la que transitan muchas de sus exportaciones.

Pero hay dos actores importantes que a priori no se pueden considerar como favorables a ese desarrollo. El nuevo presidente de EEUU, Donald Trump, que asumirá su mandato el 20 de enero y que fue portador en su primer cuatrienio de una política de máxima presión contra el régimen iraní; y el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, que es el adalid de un proyecto que no busca un entendimiento con el régimen de Teherán, sino más bien su derrocamiento. Todo apunta a que Trump y Netanyahu reanudarán el gran plan que impulsaron durante el primer mandato del magnate neoyorquino -y que la administración de Biden siguió cultivando-: la normalización de relaciones entre Israel y las monarquías árabes.

La voladura de ese proyecto que avanzaba sin tener adecuadamente en cuenta los derechos de los palestinos fue uno de los motivos clave de la decisión de Hamás de perpetrar su ataque terrorista. La desproporcionada respuesta de Israel, que ha causado un inmenso sufrimiento humano, ha provocado sin embargo un cambio geopolítico en la región muy desfavorable a Hamás al haber debilitado a sus aliados. La opinión pública mundial observa mayoritariamente con espanto la acción de Israel y la justicia internacional ha tomado cartas en el asunto. Pero no parece que estos factores puedan tener una influencia determinante. Lo probable es que Israel seguirá consolidando su proyecto colonizador e incluso anexionista -con el apoyo y el aplauso de Trump-.

Mucha más influencia tendrán potencias regionales y mundiales que proyectan sus intereses en la región. Turquía sin duda tratará de seguir aprovechando la caída de El Asad y la situación de dificultad de Irán y Rusia en Siria para promover su agenda, una que busca entre otras cosas debilitar a los kurdos. Estados Unidos tratará de golpear a células del Estado Islámico si la nueva realidad siria con islamistas radicales al mando propiciara un nuevo caldo de cultivo para ese grupo terroristas. Emiratos Árabes Unidos probablemente financiaría a grupos alternativos si el salafismo radical se impusiera ahí con una agenda dura. Rusia buscará retener las bases militares que, desde Siria, le permiten proyección en el Mediterráneo y África. Israel ya ha actuado, y sin duda seguirá actuando, sin grandes contemplaciones para consolidar su posición, con el respaldo de Washington.

El nuevo año no tiene por qué ser tan violento y terrible para la población civil de la región como lo fue 2024. Israel ha casi destruido Hamás y golpeado fuertemente a Hezbolá, así que tal vez en algún momento decida frenar su acción devastadora. El debilitado ‘eje de la resistencia’ tiene interés en que las aguas se calmen y coser sus heridas. Pero la metamorfosis de Oriente Próximo no está culminada y la contradicción de intereses estratégicos construye una mezcla explosiva que no permite observar con serenidad al futuro.

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