Simone Fattal, artista: “No me creo a la gente que dice: ‘Soy de un país, esta es mi identidad”
La artista de 82 años evoca una biografía fascinante entre Oriente próximo, Europa y Estados Unidos, mientras prepara su exposición en el IVAM de Valencia
Los muebles de Simone Fattal (Damasco, 82 años) no son solo muebles, son vestigios de su paraíso perdido. Proceden de la casa de sus padres en Damasco, y acumulan una pátina de años. Ella tiene especial apego a un magnífico sillón amarillo mostaza. “Originalmente era rojo, y en él se sentaba mi padre”, rememora. Estamos en su piso parisiense, cerca de los Jardines de Luxemburgo. El suelo está cubierto de exquisitas alfombras persas y turcas, algunas procedentes también de la casa familiar, otras compradas en los años setenta. Sentada en el sillón con su atuendo de seda azul y un tobillo vend...
Los muebles de Simone Fattal (Damasco, 82 años) no son solo muebles, son vestigios de su paraíso perdido. Proceden de la casa de sus padres en Damasco, y acumulan una pátina de años. Ella tiene especial apego a un magnífico sillón amarillo mostaza. “Originalmente era rojo, y en él se sentaba mi padre”, rememora. Estamos en su piso parisiense, cerca de los Jardines de Luxemburgo. El suelo está cubierto de exquisitas alfombras persas y turcas, algunas procedentes también de la casa familiar, otras compradas en los años setenta. Sentada en el sillón con su atuendo de seda azul y un tobillo vendado (fue atropellada hace unas semanas por una bici), la artista irradia cierta autoridad serena. A ello contribuyen una voz algo ronca y un acento al hablar inglés que evoca su multiculturalidad. “No me creo a la gente que dice: ‘Soy de un país, esta es mi identidad”, desliza. “Yo soy muchas cosas”.
Aquí vivió junto a quien durante medio siglo fue su pareja, la también artista y poeta Etel Adnan, hasta el fallecimiento de esta en 2021, a los 96 años. En las paredes cuelgan obras de ambas. “¿Que si la echo de menos? Qué pregunta, no pienso responderla”, objeta. Pero sonríe al decirlo.
Poco antes, hemos visto en su estudio algunas de sus pequeñas esculturas de barro cocido y vidriado que evocan humanoides erguidos y restos arqueológicos de antiguas civilizaciones. Varias viajarán hasta Valencia —si las consecuencias del desastre natural no lo impiden— como parte de la exposición del IVAM Suspensión de la realidad (desde el 12 de diciembre), comisariada por Nuria Enguita y Rafael Barber. Allí recibirá también el Premio Julio González, que en otras ediciones ha recaído en Anish Kapoor, Eduardo Chillida o Georg Baselitz.
Su viaje vital comenzó con su nacimiento en Damasco, en Siria, a la que llama su paraíso. Forzosamente perdido, porque la actual capital de casi dos millones de habitantes nunca volvió a ser como en su infancia. “Entonces vivían allí unas 300.000 personas, y era un lugar bellísimo, rodeado de huertos con árboles frutales, por donde paseaban caballos y burros”. Aquella existencia edénica se interrumpió cuando, a los 11 años, fue enviada con su hermana a Líbano, a un internado de monjas francesas, símbolo de estatus para una familia burguesa como la suya. Guarda de esa época recuerdos amargos, pero también le sacó provecho: “Era como una prisión y las monjas eran absolutamente horribles, pero la educación era muy buena. Me ha ayudado mucho después”.
Ya adulta, se trasladó a París para estudiar Filosofía en la Sorbona. Allí se hizo más consciente de su identidad árabe como consecuencia de la guerra árabe-israelí que estalló en 1967: “Había empezado a interesarme por mi cultura de origen nada más llegar a Francia, al verme diferente a los demás. Pero la guerra fue un trauma. Además, en aquel momento, en Francia la gente estaba más del lado israelí. Después de eso volví a Líbano, así que me perdí el Mayo del 68″.
Quizá por eso, ella misma se encargó de montar su pequeña revolución. En Beirut, que era una ciudad cosmopolita y con una floreciente escena cultural, empezó a pintar. También se fue a vivir sola, cosa insólita para una mujer en la época. En 1972 conoció a Etel Adnan, que además de pintora y escritora era la responsable de Cultura del diario libanés As-Safa, y rápidamente decidieron compartir su vida: algo aún más inaudito. “Pero yo no sufrí por ello. Con mi familia sí fue difícil, pero lo acabaron aceptando. Tampoco tuvimos problemas para viajar por el mundo árabe. Etel tenía una posición prominente como editora del periódico, así que la gente quería estar a buenas con ella”.
Entonces estalló la guerra civil libanesa, que duraría hasta 1990, y que provocó la salida del país de más de un millón de personas. Y ellas dos formaron parte de ese éxodo. “Tardamos cinco años en darnos cuenta de que la guerra no iba a terminar, que quedarnos más sería una pérdida de tiempo”, explica. Tuvieron que dejar atrás su producción artística, hoy en gran parte perdida. Su destino fue California, donde abrieron una editorial. Y Simone retomó el arte, esta vez centrada en la escultura. “Pasé el luto por los cuadros que había dejado en Beirut, y estaba de nuevo encarrilada”, dice.
La primera escultura que realizó, a partir de una pieza de alabastro, fue un torso masculino: “Me dio la idea la propia piedra, que ya era como un torso. Era como una estatua que hubiera sido hallada en un yacimiento arqueológico. Mi vínculo con la arqueología apareció desde el inicio”. Ha trabajado con otras piedras, y con metal o cera, pero es el barro el material que ha utilizado más a menudo: “Es el más directo, porque lo modelas con tus propias manos”. Su segunda obra, ya en arcilla, era una figura de Adán, el primer hombre, que según las religiones abrahámicas fue modelado en barro por Dios. “Aunque en mi caso más bien sería Diosa”, matiza sonriendo. Una versión en bronce de Adán, con su correspondiente Eva, se han expuesto en la Bienal de Venecia de 2022 y en la bienal nómada Manifesta celebrada en Barcelona este año.
Etel Adnan y ella se trasladaron a París en 1990. Vivían juntas, pero trabajaban en estudios separados, sin influirse mutuamente, y obsesionadas por informarse acerca de la situación en Oriente Próximo. Ahora, desde el piso en el que ha vivido durante los últimos 35 años, sigue con tristeza la actual deriva de la región. “Una catástrofe total, una vez más”, valora. “Israel ya invadió Líbano en 1978. Pero esta guerra es enorme, algo horrible”.
Los héroes y dioses de la mitología mesopotámica o griega han sido algunos de sus temas recurrentes. Asuntos no muy valorados en la creación contemporánea, con la caída en desgracia de los grandes relatos.
Está en su mejor momento, si nos atenemos a su prestigio y repercusión internacional. En 2019, su exposición en el PS1 del MoMA de Nueva York fue calificada por The New York Times como “suntuosa”. Seis galerías distintas comercializan su obra en la actualidad. Dos de ellas, las neoyorquinas Greene Naftali y Kaufmann Repetto, inaugurarán muestras suyas en noviembre del próximo año. Así que su aportación artística está cada vez más ensalzada.
—¿Qué le ha aportado el arte?
—Un modo de vida y un ámbito de investigación, porque quiero aprender. Para mucha gente, el arte ha reemplazado a la religión. En lugar de ir a misa, van a los museos.
—¿Qué cree que buscan?
—Los grandes descubrimientos de los matemáticos son cosas que, normalmente, los demás no podemos entender. Pero el arte conecta con todo el mundo. Hasta los niños de dos años hacen dibujos preciosos que desean compartir con todo el mundo. Igual que un artista.