Angelo Caroselli, el Caravaggio que no era Caravaggio
El pintor, contemporáneo al genio lombardo, encontró en las copias y falsificaciones del maestro una forma de vida
Cuando se prepara una exposición de Caravaggio este otoño en el Palazzo de Milán, y cuando han regresado tras su salida al Louvre las telas del genio al Museo de Capodimonte (Nápoles), reflota la vida, casi desconocida, de Angelo Caroselli (1585-1652), quizá el mejor falsificador de la obra de Merisi. Autodidacta, copista y restaurador, pintaba en cualquier estilo. Fue acusado de pasar como originales obras de Tiziano, Rafael o Correggio, y el gran c...
Cuando se prepara una exposición de Caravaggio este otoño en el Palazzo de Milán, y cuando han regresado tras su salida al Louvre las telas del genio al Museo de Capodimonte (Nápoles), reflota la vida, casi desconocida, de Angelo Caroselli (1585-1652), quizá el mejor falsificador de la obra de Merisi. Autodidacta, copista y restaurador, pintaba en cualquier estilo. Fue acusado de pasar como originales obras de Tiziano, Rafael o Correggio, y el gran crítico Roberto Longhi dijo de él que “fue uno de los primeros pasticheurs [falsarios] de la historia del arte”. Su existencia fue un descenso a la noche de las tabernas, las prostitutas y la nigromancia. Solo reconoció un maestro: Caravaggio. Y solo le persiguió un enemigo: la pobreza. Ambos le acompañarían hasta su muerte.
Caroselli nació en un siglo hostil, oscuro y violento. Apenas (como el lombardo) ha dejado unas 60 obras. Al igual que Caravaggio, su vida fue una huida, no por asesino sino por la ruina. Firmó pagarés sin fondos. Cambió constantemente de casa en Roma, que nunca fueron de su propiedad, porque se las habrían embargado. Discurrió una estrategia. Alquilar una vivienda entre dos meses y un año y, después, desaparecer. Casi al final de su vida, no lo hizo solo. Llegó un momento en el que tuvo cuatro hijos y una hija, de su primera esposa Maria Turca (falleció en 1637) y de Brigida Lauri —casada virgen a los 50—, que debieron salir corriendo.
En 1617, siete años después de la muerte de Caravaggio, partió de Roma hacia el virreinato español de Nápoles. Lejos de una búsqueda artística, fue supervivencia. Apenas se pagaban impuestos, el pan estaba subvencionado (la gente dejó de comer verduras, provocando bocio) y con los virreyes surgieron palacios e iglesias que decorar. Caroselli pudo sacar allí rédito a su talento de copista-falsario. El historiador Filippo Baldinucci (1625-1697) recordó un Cristo en la columna (el original se exhibe en Capodimonte) hecho pasar por obra del genio tenebrista. Y él y su colega Giovanni Battista Passeri (1610-1679) apuntaban una Santa Elena a la manera de Tiziano y una Galatea, según Rafael.
A Caroselli no se le escapaba su talento como imitador. Fue capaz de que Orazio Gentileschi—extraordinario pintor e íntimo del maestro naturalista— confundiese una tela suya con otra del genial artista lombardo. Un original podría costar 600 escudos; una copia, 20. La diferencia parecía tentadora para alguien que habitaba en la ruina y había tenido dos hijos solo en Nápoles. En los almacenes de Capodimonte se conserva un excelente San Juan Bautista de 1604 (el verdadero se muestra en Kansas) que, tras pasar por obra autógrafa o de Manfredi, ha terminado —acorde con el experto Gianni Papi— atribuida a nuestro pintor. Quizá usó Nápoles para mostrar cuadros romanos desconocidos y venderlos por auténticos. Había que prosperar en una ciudad en la que se tardaba cuatro días en recoger los muertos de las calles.
Pero cuando regresó a Roma (1625) no le quedaban telas napolitanas que vender. Y decidió estrechar su amistad con alguien infame, pero con contactos en la curia, Agostino Tassi (1566-1664), quien en 1612 violó a Artemisia Gentileschi (1593-1653), trató de matar a su propia esposa y robar óleos de Orazio. De hecho, Tassi le presentó a Brigida. En 1635 recibió un encargo importante en el palacio Pamphili (Roma). Sin embargo, no desembolsó a sus colaboradores. Utilizó como moneda a chicas muy jóvenes. Caroselli tampoco respetó la muerte de su primera mujer. Indiferente, escribió: “Ni gozaba ni sufría”. En el siglo XVII ser pintor resultaba difícil; ser mujer era abrasarse entre llamas.