Cómo los maquilladores han multiplicado su prestigio y presencia social en la última década
De la británica Pat McGrath al español Iván Gómez, los gigantes del oficio son líderes de audiencia en las redes sociales. Sus propias marcas son la gran esperanza blanca de la industria cosmética.
En 2019, la revista Time incluyó en su lista de las 100 personas más influyentes del mundo a Pat McGrath, una maquilladora británica de origen jamaicano que, a juicio de los editores, había revolucionado la industria cosmética. Time la situó en la sección Titanes, compartiendo espacio con Mark Zuckerberg, Lebron James y Jerome Powell, el austero exjefe de la Reserva Federal de Estados Unidos. Desde luego era un sitio nuevo para una ma...
En 2019, la revista Time incluyó en su lista de las 100 personas más influyentes del mundo a Pat McGrath, una maquilladora británica de origen jamaicano que, a juicio de los editores, había revolucionado la industria cosmética. Time la situó en la sección Titanes, compartiendo espacio con Mark Zuckerberg, Lebron James y Jerome Powell, el austero exjefe de la Reserva Federal de Estados Unidos. Desde luego era un sitio nuevo para una maquilladora, una profesión que durante años había estado oculta tras la fama de sus clientes y sus lógicas exigencias de confidencialidad y que, de repente, adquiría un nuevo brillo y hasta un título, make up artist.
Time reconocía a McGrath su inteligencia —es autodidacta— y audacia. A finales de 2020 Isabel II la nombró, además, Dama del Imperio Británico.
La maquilladora, curtida en las pasarelas y las portadas de las mejores revistas del mundo, tenía entre sus clientes a Cardi B, Reese Witherspoon, Madonna y Oprah Winfrey, y había construido una audiencia de 4,6 millones en Instagram y 100.000 en TikTok. En resumen, sabía lo que había que saber para crear una línea cosmética que funcionara en un mercado saturado de marcas de dudosa eficacia y enormes presupuestos de marketing. Pat McGrath Labs, lanzada en 2015 y valorada en la actualidad, según Forbes, en 1.000 millones de euros, parecía haber escuchado a muchas mujeres, especialmente a las de raza negra que por fin encontraban una base con un pigmento que no las ignoraba. McGrath había contado más de una vez que ella y su madre tenían que mezclar hasta cinco bases diferentes para conseguir un cutis uniforme. Para los labios juntaban hasta tres tonos.
La historia de Path McGrath puede que no sea la norma, pero tampoco es ya la excepción. Los maquilladores han ganado prestigio y presencia social en la última década, son líderes de audiencia en las redes sociales y sus marcas son la esperanza blanca de la industria cosmética. Sus productos funcionan porque han nacido tras años de ensayo y error, después de escuchar a la gente que conforma su comunidad digital, y probando mezclas improbables y desprejuiciadas. Iván Gómez, que durante más de una década fue maquillador oficial de Chanel y ahora se ha ido a trabajar con una agencia internacional, cuenta que muchos de sus mejores looks los ha conseguido mezclando fondos de maquillaje de varias marcas: “Chanel, Charlotte Tilbury… con unas y otras hago mis fórmulas propias y quedan pieles preciosas”.
La figura del maquillador profesional apareció por primera vez en Hollywood. Cuando la tecnología permitió los primeros close ups, los actores se retocaban entre ellos a toda prisa. Con las luces, el maquillaje se fundía y se empezó a requerir de una figura que asumiera la responsabilidad de las buenas caras. A dos nombres se le adjudica la profesionalización del oficio: Maksymilian Faktorowicz (1877-1938), que llegaría a nuestros días como Max Factor, y George Westmore (1879-1931).
Factor fue el creador de una fórmula de maquillaje que permitía aplicar capas más finas que daban mejor en cámara, y de un labial que consiguió que las bocas impactaran en las cintas en blanco y negro. A Westmore, por su parte, se le adjudica la invención de las pestañas postizas que modularon la mirada de los galanes y las femme fatale del cine.
El libro La belleza del siglo. Los cánones femeninos en el siglo XX (Gustavo Gili, 2006) coloca el siguiente punto de inflexión en la década de los años setenta, cuando las marcas contrataron a jóvenes maquilladores que se revelarían como auténticos genios en la década siguiente. En 1968, Christian Dior contrató a Serge Lutens para crear su imagen. Entre 1978 y 1982, Jacques Clemente, que había sido el último maquillador de Coco Chanel, se convirtió en la estrella de Elizabeth Arden, y Revlon contrató a Tyen como su make up artist. Años más tarde, los maquilladores ya eran los directores artísticos de las grandes casas cosméticas.
Kevyn Aucoin fue quizás el más renacentista de aquellos artistas. En la columna que escribía en la revista Allure dejó por escrito toda una filosofía del maquillaje. Fue de los pocos que en los años ochenta se negó a maquillar a las modelos que le parecían demasiado jóvenes. En 1983, con 21 años, Revlon lo contrató como director creativo y se convirtió en el maquillador mejor pagado de la historia. Un año después creó su marca, The New Nakeds, una línea cosmética que cubría todos los tonos de piel y animaba a las mujeres a revelar su naturaleza en lugar de esconderla detrás de gruesas capas de productos. Para los make up artists de hoy, Kevyn, que murió en 2000 con 40 años, sigue siendo una inspiración.
Con la llegada de internet, los blogs, YouTube y las redes sociales se eliminaron varias capas de intermediarios entre las marcas y el consumidor final, aparecieron los prescriptores digitales y los influencers y creció el deseo de seguir a autoridades auténticas. En este contexto, los primeros maquilladores que invirtieron tiempo en hacer carrera en internet encontraron un terreno fértil para hacerse con una audiencia y una identidad propia. Para Iván Gómez (180.000 seguidores en Instagram), que maquilla, entre otras, a Penélope Cruz, Úrsula Corberó y Alexa Chung, ese momento de cambio fue la pandemia. “Se había paralizado todo y empecé a utilizar Instagram, que hasta entonces había sido un escaparate de mi trabajo para hablarle a la gente directamente como yo, Iván, a ayudarla y a darle tips para verse mejor. Así empecé a construir una identidad propia y dejé de ser ‘el maquillador de”. La experiencia de Natalia Belda (95.000 seguidores en Instagram), una maquilladora muy demandada en España, es otra. Durante varios años tuvo un blog de maquillaje en la web de SModa y construyó su propia comunidad, pero siempre ha preferido el perfil bajo. “Me cuesta mucho mantener las redes, es un trabajazo al que hay que dedicar muchas horas. Te tiene que gustar; merece la pena si quieres visibilidad y tienes otros proyectos”, resume. El problema para los maquilladores es que todo esto se convierte en una segunda jornada laboral a veces incompatible con su trabajo principal. “Tengo clientes muy conocidos que necesitan privacidad y no puedo ponerles siempre una cámara delante para satisfacer la curiosidad insaciable de los seguidores”, reflexiona Iván, que ha apostado por el bajo perfil y una carrera internacional con base de operaciones en París.
En la última década, muchos make up artists han acabado siendo tan famosos como sus clientes, con líneas cosméticas propias que, en muchos casos, venden más que las creadas presuntamente por celebrities que, con excepción de Fenty (la marca de Rihanna) o Rare Beauty (la de Selena Gomez), no acaban de convencer al consumidor. Marcas como Makeup by Mario, fundada por Mario Dedivanovic, maquillador de Kim Kardashian, o Patrick Ta Beauty, del maquillador de cabecera de Emily Ratajkowski, Kendall Jenner y Gigi Hadid, se han ganado muy rápido al mercado, gracias a la confianza de sus enormes audiencias digitales.
Los make up artists son los nuevos líderes de la industria, por eso las grandes marcas toleran que a veces sus embajadores desarrollen también sus marcas propias y promocionen indistintamente unas y otras. Iván Gómez confiesa que en su maletín lleva más de 20 marcas y las usa todas. “El maquillaje es una de las artes plásticas; hay que mezclar tonos, pigmentos, texturas. Ahora es un mundo jerarquizado por marcas, pero quizás debía ser cada vez más libre y flexible”. En definitiva, hoy muy poca gente podría decir con qué marca de pintura trabajaba Picasso.