Europa se sube al tren
Son cada vez más quienes utilizan el tren para moverse por Europa. En rutas de alta velocidad y también en una red de nocturnos que no para de crecer en casi toda la UE menos en España. Viajamos de Madrid a Praga para comprobar que el futuro del transporte en el continente llega limpio y veloz
Rébecca Hagège, parisiense de 33 años, tomó la decisión hace tiempo: recortaría al máximo sus trayectos en avión y en coche —solo los realizaría cuando fuera inevitable— para reducir su huella climática. Fiel a la bicicleta para sus desplazamientos del día a día, el tren se ha convertido en su mejor aliado para viajar. Por su país y, en los últimos tiempos, también por el re...
Rébecca Hagège, parisiense de 33 años, tomó la decisión hace tiempo: recortaría al máximo sus trayectos en avión y en coche —solo los realizaría cuando fuera inevitable— para reducir su huella climática. Fiel a la bicicleta para sus desplazamientos del día a día, el tren se ha convertido en su mejor aliado para viajar. Por su país y, en los últimos tiempos, también por el resto de Europa. Al menos, hasta donde la infraestructura se lo permite: en una de sus últimas escapadas, hace unos meses, su preferencia ferroviaria encalló en Madrid: sin alternativa viable para continuar ruta a Lisboa, se vio obligada —muy a su pesar— a optar por el autobús.
Su caso no es ni mucho menos único. “Muchos de mis amigos prácticamente solo viajan en tren”, asegura esta jefa de producción de documentales. Ve, no obstante, mucho margen de mejora: con más frecuencias de los trenes nocturnos, que, tras un tiempo en el cajón del olvido, crecen ahora como setas en Europa, no así en España; y, sobre todo, con precios más bajos. “Es una pena, pero en muchas rutas europeas, como entre París y Londres o entre París y Barcelona, el tren sigue siendo más caro que el avión o el autobús”, se lamenta. “Hacen falta más incentivos”.
Hagège coincide con nosotros a bordo de un tren de bajo coste entre Madrid y Barcelona, una ruta de dos horas y pico inaugurada en 2008, poco antes de la crisis del ladrillo, que sin embargo tiene gran poder simbólico: esta es la ruta que cambió por completo el mapa español del transporte de viajeros. A costa, eso sí, de todo lo que no sea la alta velocidad, sacrosanta prioridad, casi única, en la España de las últimas décadas. Y aquí, además, empieza un viaje de 26 horas y 3.000 kilómetros entre Madrid y Praga. Un periplo de oeste a este de la Unión Europea en el que quienes escriben e ilustran estas líneas toman prácticamente todas las vías férreas posibles —alta y media velocidad; tradicional y bajo coste; nocturno y diurno— sin más objetivo que el de narrar un anhelo cada vez más extendido: subirse al tren y demostrar que, con sus todavía muchos debes, no es ya solo una opción para trayectos cortos.
Son muchos, cada vez más, los europeos que piensan —y actúan— como Hagège. Los jóvenes, sobre todo, por razones climáticas: pasar del avión o el coche al tren reduce drásticamente las emisiones de dióxido de carbono. Pero hay más: la crisis energética de 2022 aceleró los planes de Bruselas para desarrollar una verdadera red férrea continental, promoviendo las conexiones entre países y, sobre todo, los trenes nocturnos, relegados durante años y que ahora —tras la pandemia— salen de su particular ostracismo. La Comisión Europea ha apoyado una decena de proyectos piloto de nuevas conexiones transfronterizas “más frecuentes, más rápidas y más asequibles”. Y el Banco Europeo de Inversiones (BEI), un brazo financiero con cada vez más predicamento en la escena comunitaria, ha apoyado el frente ferroviario mediante millonarios préstamos a iniciativas, como para la compra de nuevos equipos de alta velocidad y de carga de la española Renfe.
A las dos variables para subirse al tren, la ambiental y la energética, se suman algunas preferencias más, de índole individual. ¿Quién no ha sentido frustración ante los eternos controles de seguridad y las prisas de los aeropuertos? Y están, también, quienes, hastiados de una sociedad que se mueve a mil por hora, buscan un ritmo distinto para sus desplazamientos profesionales e, igualmente, de placer. Una cadencia más lenta, más pausada —¿más humana?—, en la que el tren no tiene rival.
Fiona Smart, británica de 52 años, es una convencida. Este miércoles de principios de julio viaja desde la comarca gerundense de Pla de l’Estany, donde regenta desde hace dos décadas un hotel rural ecológico, a Fráncfort para participar en un congreso sobre un tema candente: la sostenibilidad del turismo. Ha pagado 100 euros por la ida, reservando con bastante antelación. “No está mal, pero tanto el avión como el coche suelen seguir siendo más baratos, sobre todo si, como nosotros, se viaja en familia. No debería ser así”. Ella misma, de hecho, volverá a casa en avión por incompatibilidad de horarios.
Frente a una tendencia que se extiende sin cesar en el centro y el norte de Europa, donde en los cuatro últimos años el tren no ha dejado de ganar adeptos para desplazamientos internacionales, ella percibe otra cosa al sur: “Ir de Barcelona a Madrid es mucho más fácil y barato que hace unos años, pero las frecuencias entre Francia y España son muchas menos”. Antes de la pandemia, dice, eran “muchos más” los clientes de su hotel que optaban por esta fórmula para viajar, bastantes, con sus bicicletas a bordo. Todo, enfatiza, a pesar de los descuentos que ella misma ofrece a los clientes hospedados que optan por el tren en vez de por el avión.
No solo se han resentido los trenes entre Francia y España. En la propia península Ibérica, los nocturnos —que viven un auténtico bum en el resto del continente— han desaparecido por completo del mapa desde 2020, cuando dejaron de operar tanto el Trenhotel que conectaba Madrid y Barcelona con Galicia como el añorado Lusitania, que llegaba hasta Lisboa. La razón esgrimida fue la falta de rentabilidad: operaban a pérdidas.
“En los años cincuenta y sesenta las cuotas del ferrocarril en España eran muy importantes, pero el coche se lo acabó comiendo. Y la entrada de las aerolíneas de bajo coste fue la puntilla en los noventa y, por supuesto, en los dos mil”, explica Pedro Cantos, catedrático de la Universitat de València especializado en economía del transporte. En los últimos tiempos, la alta velocidad ha cambiado radicalmente esa tendencia en muchas rutas entre grandes ciudades españolas, sobre todo con origen o destino Madrid, en las que el avión ha pasado a ser casi marginal. “El transporte por carretera, en cambio, todavía resiste. Y el coche [de combustión] contamina mucho”, recuerda. Por no hablar del transporte de mercancías, donde —pese a los avances— el camión diésel sigue siendo el rey.
Rolando Morales y Susana MacIntosh, un matrimonio de profesores de Oakland (California), han cruzado el Atlántico en avión para pasar sus vacaciones de verano en cuatro países europeos: Grecia, España, Francia y el Reino Unido. Con una máxima: todos sus desplazamientos serán en tren… hasta que toque volver al aeropuerto de San Francisco. “Somos mucho más conscientes del impacto de nuestras emisiones”, desliza Morales, de 53 años, cómodamente recostado en su asiento rumbo a París. Serán poco más de seis horas de viaje desde Barcelona, cuatro menos que en coche, y no tanto más que en avión si se suma todo: ir al aeropuerto, los controles de seguridad y la espera de rigor hasta el embarque. En tren, basta con llegar 10 minutos antes.
Morales, MacIntosh y sus dos hijos adolescentes viajaron desde Estados Unidos hace algo más de una semana hasta Atenas. En avión: “Si queríamos venir a Europa, no quedaba otra”, justifican. Tampoco tenían mucha más alternativa para su siguiente trayecto, hasta Sevilla: Grecia es uno de los pocos países de los Veintisiete a los que no se puede entrar ni salir por vía férrea. Eso sí, en los dos próximos meses no se bajarán más del tren: Valencia, Barcelona, París, Londres y Edimburgo, su destino final. “Siempre que sea posible, es nuestra primera opción para viajar. Y en Europa, a diferencia de en nuestro país, tenemos muchas más opciones”, tercia MacIntosh.
Unas filas adelante viaja otro norteamericano, Clement Cost, canadiense, de 39 años. Aprovecha para estirar las piernas y tomar algo en la pulcra y bien dotada —aunque anticuada y cara, muy cara— cafetería de un TGV inOui por el que también se nota el paso del tiempo. A su lado, su hijo de tres años, para quien el viaje es un juego; su pareja los espera en su asiento. Los tres volaron cuatro días antes a Barcelona y, como Morales y MacIntosh, el resto de sus desplazamientos será en tren. Casi todo, de alta velocidad: Girona, Montpellier, Toulouse, Burdeos, París, Lille y Bruselas, para regresar desde allí tres semanas de asueto después. “En Canadá sería sencillamente inimaginable: apenas puedes ir de Montreal a Toronto… Aquí se puede ir prácticamente a todos lados”, sonríe satisfecho. “Es muy cómodo, sobre todo con niños; evitas conducir; y el impacto ambiental es menor… ¿Qué más quieres?”.
El país europeo donde más se apuesta por los raíles es Suiza, con una media de 1.536 pasajeros de ferrocarril por kilómetro de vía (en viajes nacionales e internacionales), seguido de Francia (1.121 kilómetros) y Austria (902 kilómetros). España se sitúa en el puesto 15º (359 kilómetros) de este ranking realizado por Eurostat con datos de 2021. Estudiantes, familias con niños, parejas jóvenes y mayores. Y turistas, muchos turistas. Una máxima en toda la ruta que emprendemos hasta la capital de Bohemia. El castellano y el francés se entremezclan con el catalán y el inglés. También con el alemán y el neerlandés. La mejor cara, en fin, de un continente en el que persiste un peligroso empeño por limitar un mestizaje que le hace rico.
Inès Martínez es hija de esa Europa: de 23 años, francesa, nieta de emigrantes españoles, prácticamente bilingüe. Solo hará un pequeño trayecto, entre Toulouse —donde estudia— y Nimes. Como Hagège, en ciudad se mueve siempre en bicicleta y transporte público. Nunca en coche. Y para sus viajes más largos, su preferencia siempre es el tren. “Incluso si tarda más o si es un poco más caro… Siempre, claro, que la diferencia no sea muy grande”, ríe. El avión procura reservárselo para los recorridos largos. “Si hubiera más opciones y, sobre todo, si fuera más barato, sin duda dejaría de volar y de viajar en coche”. Lo más parecido a una dieta flexitariana, como paso previo al veganismo, pero en versión transporte.
El precio es, en efecto, una de las variables que inhiben un flujo más rápido de pasajeros del avión, el autobús y el coche al tren. Incluso entre los convencidos, quienes muchas veces se enfrentan a un coste desproporcionado a cambio de reducir sus emisiones. O al siempre difícil dilema entre el bolsillo y los valores. Lo ilustra Greenpeace en un monográfico sobre el tema recién salido del horno. Se puede, decía, tomar un tren en París a las ocho de la mañana y llegar a Copenhague a las nueve de la noche. Cambiando, eso sí, un par de veces de convoy (en Colonia y en Hamburgo, con el consiguiente riesgo de perder la conexión) y pagando casi 300 euros frente a vuelos que pueden llegar a costar hasta 20 veces menos. “El tren está en clara desventaja respecto al avión: en los vuelos internacionales no se paga IVA”, se quejan los técnicos de la ONG ambientalista.
Tras París, Bruselas; siempre con Praga como destino final. Cambio de estación, de tren y de compañía: de la SNCF francesa a la paneuropea Eurostar. Y cambio, también, en el perfil de los viajeros. Sigue habiendo de todo, pero los carritos de bebé y los macutos de mochileros son ya muchos menos. En su lugar se abren paso las camisas y las corbatas. Como la de Jean François Folie, belga de 54 años, ejecutivo de una empresa gala de logística y con más clientes en París que en la capital comunitaria. Hasta allí viaja, al menos, una vez por semana. “Siempre en tren”, aclara. Casi tres décadas después de su inauguración, la ruta —una de las más rentables del aún semiliberalizado mercado ferroviario europeo— se ha convertido en un icono de cómo el tren, si es rápido (la ruta se hace en unas dos horas) y fiable, orilla naturalmente al coche y al avión: pese a la densidad de viajeros, hoy son apenas dos los vuelos diarios entre París y Bruselas. Ambos, orientados a quienes viajan para conectar con un vuelo intercontinental.
La rutina de Folie no tiene que ver con la de hace una década, cuando cubría los trayectos sistemáticamente en coche. “Era cansado y no me permitía trabajar; en tren sí puedo”, argumenta con el portátil sobre las piernas. “Y me deja en el centro, sin tener que buscar aparcamiento”. La cuestión climática no ha sido, en su caso, el factor determinante para pasar de las cuatro ruedas a los raíles: “Es mucho más cómodo y seguro”, esboza. Dos atributos que más que compensan los algo más de 120 euros por trayecto, que se dice pronto. “El servicio es bueno, cómodo y puntual, pero también muy caro: debería ser mucho más barato para que más gente lo cogiera, sobre todo si es en vacaciones…”. De nuevo, el precio.
La conversación apenas ha terminado cuando la megafonía anuncia la próxima llegada a la vetusta estación bruselense de Midi. El trayecto continúa —Amberes, Róterdam y Ámsterdam—, pero el objetivo ahora es otro: subir a bordo de una de las nuevas líneas nocturnas que prometen conectar la mayoría de las capitales de Europa Central en los próximos años. Con un compromiso: si se consigue un despliegue masivo del tren-litera que pueda competir de tú a tú con el avión, el potencial de reducción de las emisiones totales de CO2 en Europa rondaría el 3%, que se dice pronto. Una cifra más, también del colectivo Back on Track: en distancias largas, el avión emite 28 veces más que el tren.
A rebufo de la sacrosanta alta velocidad —principalmente en España, el país que más se ha echado en sus brazos—, la mayor novedad de los últimos tiempos es el regreso del tren nocturno. Una modalidad que prácticamente había desaparecido del menú de transporte de muchos países, incluso en los de mayor tradición ferroviaria, y que ahora regresa con una fuerza que pocos fueron capaces de anticipar tras la estocada, casi mortal, de la alta velocidad.
Fue en un ya lejano 2016, poco después de que la todopoderosa Deutsche Bahn anunciase la sustitución de sus rutas realizadas por trenes-cama por la alta velocidad, cuando su vecina austriaca ÖBB lanzó la marca Nightjet para operar —desde Viena o Salzburgo— en un buen número de rutas a lo largo y ancho de Europa. Aquel síntoma de un resurgir que pocos creían posible quedó en barbecho durante años. Hasta los confinamientos y el nuevo deseo de seguir viajando, más si cabe, pero de otra manera.
Esta segunda hornada la lidera una cooperativa neerlandesa de nuevo cuño, European Sleeper, que inauguró el año pasado su primera ruta —entre Bruselas y Berlín— y que acaba de ampliar ahora hasta Praga: 13 horas en las que se atraviesa, durante prácticamente toda la madrugada, Alemania de oeste a este.
Es un convoy casi de época: 15 vagones fabricados, en su mayoría, en los años setenta —aunque ligeramente, solo muy ligeramente, actualizados— con compartimentos para una, tres o cinco personas. Lleno hasta la bandera en la mayoría de las frecuencias, son casi 600 pasajeros los que puede transportar: el equivalente a tres aviones de los que habitualmente suelen operar en rutas como esta. “Hay un mercado claro para los trenes nocturnos: en esta ruta apenas quedan sitios libres para reservar de aquí a septiembre”, constata Bart Poels, el entregado jefe de servicio del tren, mientras comprueba los datos en una tableta.
El propio caso de Poels es paradigmático. Enamorado del transporte, en todas sus modalidades, reparte sus horas entre estaciones y aeropuertos: además de en European Sleeper —que estos días pugna para conseguir una conexión nocturna entre Ámsterdam y Barcelona—, se desempeña como sobrecargo en la aerolínea chárter Air Belgium. “Toda mi vida he combinado el avión y el tren”, relata, con el pasar de las estaciones, rodeado de manuales de a bordo y walkie talkies, y con las primeras luces de la madrugada asomando en el horizonte. Es el más veterano de un equipo de cabina que difícilmente supera los 30 años de media y que tiene, entre sus muchas atribuciones, la de avisar —y, muchas veces, despertar— a los viajeros cuando se aproxima su estación de destino.
El pasaje del tren nocturno es un microcosmos en sí mismo. Alejado, eso sí, del perfil arquetípico: el del mochilero intrépido, el del joven que se sube al Interrail en su último verano antes de entrar a la universidad. Los protagonistas de este revivir del tren nocturno son muchos y muy variados: ejecutivos de empresas concienciadas con lo climático, bohemios, viajeros solitarios o familias en busca de una experiencia diferente.
Este último es el caso del matrimonio Staelens, naturales de Brujas, que viajan a Berlín para visitar la ciudad con sus tres nietos. Acaban de terminar de cenar en su propio compartimento, en el que preparan la cama para los cinco y practican, como Martínez, una suerte de flexitarianismo del transporte. “Seguimos viajando en coche y en avión, pero siempre que podemos vamos en tren. Nuestra huella de carbono del día a día ya es lo suficientemente importante como para agrandarla aún más”, dice Amra, de 61 años. Es la segunda vez que coge un tren nocturno en los últimos meses: antes de Berlín fue a Viena. “Si logras dormir, llegas descansado. Y nos ahorramos una noche de hotel, que no están precisamente baratos… Sumando todo, aunque el tren sea más caro, nos acaba saliendo más barato. Sobre todo, si vamos con los niños”, añade desde su litera, poco después de recoger la baraja de cartas con la que han matado el aburrimiento de antes de marcharse a la cama. Él, Bart, “66 años para 67″, prominente barba blanca y rostro marinero, llevaba casi tres décadas sin pasar la noche con el traqueteo como nana. “Así no solo es una aventura para los chicos, también lo es para mí”, sonríe ufano.
Un compartimento más allá viaja Nicole Decourriere, bruselense, de 67 años, con eterna sonrisa. Tras muchos años como profesora en Nepal, dedica su jubilación a uno de sus leitmotiv: el budismo, que este primer miércoles de julio la lleva a la capital checa para participar en un encuentro de meditación. ¿Por qué en vagón-litera? Esgrime tres razones de peso: una ambiental —”contamina mucho menos”—, una de comodidad —”lo cojo en el centro y me deja en el centro”— y una cuasisentimental —”recuerdo los trenes nocturnos de cuando era joven… y quiero probar cómo son los de ahora”—.
Decourriere comparte espacio —y madrugada— con Rajesh Chandra y Sibghatullah Ahmed, de 46 y 41 años, residentes en Lyon, trabajadores de la ONG Handicap International. Viajan de Lyon a Bruselas —y luego a Berlín— para una reunión de trabajo. Acostumbrados a los convoyes nocturnos de Bangladés y la India, de donde son oriundos, nunca lo han probado en Europa. “Tenemos curiosidad”, reconocen casi al unísono en el espacio para cinco personas que compartirán con otros tres pasajeros las 11 próximas horas. “Viajar en tren es hacer amigos. En un autobús o en avión raramente hablas con quien se sienta en el asiento de al lado; aquí sí se socializa”. Un motivo, uno más, para subirse definitivamente al tren.