Una historia ejemplar

Las mujeres fueron las únicas que completaron una tarea de una reunión de cooperación de una empresa. Y, ¿sabéis qué? Se lo pasaron en grande

LumiNola (Getty Images)

Voy a contar una historia que parece una fábula, una parábola, un ejemplo moral, así de sencilla y de perfecta es en sus enseñanzas. Pero lo más interesante es que todo fue real. Sucedió hace siete años en un club de deportes náuticos a unas dos horas de distancia en coche de Bogotá. Era un lugar bello y sereno con un lago rodeado de imponentes montañas. Allí se reunieron, para pasar el día, una veintena de altos directivos de un banco muy importante de Colombia: la primera línea de subgerentes, y la línea de mando inmediatamente inferior. Se trataba de participar en una actividad de capacitac...

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Voy a contar una historia que parece una fábula, una parábola, un ejemplo moral, así de sencilla y de perfecta es en sus enseñanzas. Pero lo más interesante es que todo fue real. Sucedió hace siete años en un club de deportes náuticos a unas dos horas de distancia en coche de Bogotá. Era un lugar bello y sereno con un lago rodeado de imponentes montañas. Allí se reunieron, para pasar el día, una veintena de altos directivos de un banco muy importante de Colombia: la primera línea de subgerentes, y la línea de mando inmediatamente inferior. Se trataba de participar en una actividad de capacitación en liderazgo; ya saben, una de esas reuniones periódicas que inventan las empresas para movilizar a sus ejecutivos y que suelen estar a medio camino de la autoayuda y del trompeteo complaciente de los propios logros. Son eventos que han sido caricaturizados en muchas ocasiones en novelas y películas y que, de entrada, provocan, al menos en mí, cierto reparo.

Pero esta experiencia en concreto fue formidable. Me la acaba de contar una de sus protagonistas, una amiga colombiana maravillosa e inteligentísima que era la subgerente cultural del banco. Cuando llegaron al club les dijeron que tenían que subirse por equipos a unos veleros diminutos, cruzar el lago y volver en un tiempo determinado. No era una competición, no era una carrera para ver quién llegaba antes; era una tarea, simplemente tenían que ir y volver. Les dieron chalecos salvavidas y les aseguraron que las aguas apenas tenían profundidad, que los barquitos eran a prueba de vuelcos y que estarían todo el rato monitorizados, en definitiva, que no había ningún riesgo para sus vidas. A continuación sortearon los grupos, compuestos por tres o cuatro personas. Salieron cinco equipos, y enseguida se vio que en general nadie tenía idea de navegar. A mi amiga le tocaron otros dos subgerentes, varones, en la cincuentena como ella y, también como ella, en buena forma, deportistas y personas competentes y decididas, todo lo cual la dejó contentísima. Pensó que había tenido suerte y que el reto estaba chupado: “Luego me di cuenta de que esa impresión inicial había sido producto del sexismo”.

Se subieron al pequeño velero y lo primero que sucedió fue que los tres empezaron a dar órdenes e instrucciones, lo cual dificultó mucho las cosas. El barquito se puso a dar vueltas, no conseguían colocar la proa en la dirección adecuada ni tensar las velas, todos se interrumpían y estorbaban unos a otros y chocaban entre sí en el pequeño espacio del velero como gallinas sin cabeza. Pronto comenzaron a discutir, la tensión aumentó, y, cuanta más tensión, peor lo hacían. A duras penas lograron llegar, sin saber ni cómo, a la mitad del lago, y ahí se tuvieron que volver, y el regreso lo hicieron a remo, no consiguieron usar la vela. Los demás grupos tuvieron una experiencia similar, salvo uno, que fue el único que completó la tarea, que navegó a vela y llegó hasta la meta y regresó. Era también el único equipo compuesto solo por mujeres, y, para más casualidad, pertenecían al nivel directivo inferior.

Por la tarde se sentaron a discutir la experiencia. Un poco avergonzados, mi amiga y sus compañeros admitieron que daban por hecho que eran líderes y que con un barquito tan chiquito y una tarea tan fácil no podían fracasar; que no supieron hablar entre ellos, ni coordinarse, ni cooperar, ni tener el suficiente silencio como para pensar. Y todo esto lo dijeron desordenadamente, hablando unos encima de los otros. Cuando llegó el turno de las chicas, en cambio, sólo habló una portavoz. Ellas, al contrario que todos, no se habían puesto en marcha inmediatamente, explicó. Lo primero que hicieron fue preguntarse entre ellas, ¿alguna sabe algo de navegar a vela? Y cuando comprobaron que no tenían ni idea, les dio un ataque de risa. Así que se pusieron a experimentar: para qué es esta palanca, cómo funciona esta soga, si tiro de aquí qué pasa… Fueron descubriendo el mecanismo y se repartieron los trabajos; y, hasta que no entendieron más o menos cómo se dirigía el barquito, no se pusieron en marcha, mucho tiempo después que los otros equipos. Pero fueron las únicas que completaron la tarea y además, ¿sabéis qué? Se lo pasaron en grande, disfrutaron como niñas, mientras los demás sacaban pecho y penaban y sucumbían al miedo a fracasar y, por consiguiente, fracasaban.

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