El síndrome del niño bueno
Darnos sin mesura a los demás puede llevarnos al agotamiento y a la frustración. El impulso nace en la infancia, con la necesidad de aprobación de los padres
El pasado Día del Libro entró en las listas de los títulos más vendidos una obra de Xavier Guix con el significativo título de El problema de ser demasiado bueno. El ensayo de este psicólogo, que un cuarto de siglo atrás fue actor cómico, aborda un tema tan común como poco tratado: el sufrimiento de vivir para complacer a todo el mundo. Este impulso limitador parte de la infancia, cuando necesitamos de la aprobación de los adultos y, para...
El pasado Día del Libro entró en las listas de los títulos más vendidos una obra de Xavier Guix con el significativo título de El problema de ser demasiado bueno. El ensayo de este psicólogo, que un cuarto de siglo atrás fue actor cómico, aborda un tema tan común como poco tratado: el sufrimiento de vivir para complacer a todo el mundo. Este impulso limitador parte de la infancia, cuando necesitamos de la aprobación de los adultos y, para ello, aprendemos a no causar problemas, a portarnos bien. “Lo que llamamos guiones de vida empezaron a escribirse cuando papá y mamá, la familia en general, expresaron opiniones, soltaron comentarios juiciosos y etiquetaron la conducta de sus criaturas sin darse cuenta del calado que tenían para sus psiques”, dice el autor.
Al entrar en la madurez, seguimos cargando con esta programación que incluye mandatos como “Calla y sé obediente”, “Si no te gusta, te aguantas” o “Si eres así, no va a quererte nadie”. Esto hace que, aunque seamos ya adultos, sigamos tratando de agradar y satisfacer a los demás, muchas veces en contra de nuestras propias prioridades. A menudo entregamos el tiempo que no tenemos a los demás solo para que no se enfaden, por ese miedo original a bajar puntos en su consideración.
Así, la ejecutiva estresada que desearía quedarse en casa leyendo una novela acaba acudiendo a una cargante cena familiar o de viejos amigos, donde se aburre o siente que le drenan la poca energía que le queda. O el joven que desearía cursar Bellas Artes acepta pasar primero por una escuela de negocios, porque es lo que debe hacer para “ganarse la vida” y “ser alguien”.
Hay innumerables momentos, grandes y pequeños, en los que renunciamos a lo que somos y deseamos para obtener el beneplácito de los demás, sea la sociedad o nuestro círculo inmediato de amigos o familiares. Aquí reunimos algunas consecuencias de esta mala bondad.
Agotamiento y falta de sentido. Cuando nos acostumbramos a satisfacer las necesidades ajenas, podemos llegar a sentir que no tenemos vida. Como un hámster en la rueda que da vueltas pero no lleva a ningún sitio, nos vaciamos de ilusión y dejamos de identificarnos con nuestra existencia.
Estrés y angustia. Si nuestro valor en el mundo depende de estar siempre disponible, de darlo todo, por mucho que nos desvivamos, muchas veces pensaremos que no es suficiente. Así, cuando una persona cercana se muestra fría, o tarda en contestar un mensaje de teléfono, pensaremos en qué hemos fallado, dónde nos hemos equivocado.
Ira contenida y enfermedades psicosomáticas. Xavier Guix asegura: “Una de las mayores consecuencias para las personas que practican la mala bondad es la acumulación de ira no expresada por no permitirse ser ellas mismas. El trato injusto que a veces reciben, lo que llegan a aguantar y a tragar por quedar bien se convierte en un odio a sí mismas (…), y se expresa muchas veces en forma de enfermedades psicosomáticas”. ¿Significa eso que hay que dejar de ser generoso con los demás, bajo riesgo de malvivir o enfermar? En absoluto. Al final, como decía Paracelso en el siglo XVI, es la dosis lo que hace el veneno, por lo que se trata de encontrar el equilibrio entre lo que uno necesita y lo que el mundo nos reclama.
Como explica Adam Grant en Dar y recibir, la clave es tener criterio a la hora de ser altruista. Hay momentos en los que nos sentiremos bien diciendo “sí” a aquello que nos piden, porque realmente deseamos hacerlo y le encontramos un sentido, y otros en los que deberemos excusarnos por nuestro bien, para proteger nuestra propia libertad y recursos. En este caso, el “no, pero” puede ser la opción menos dolorosa para los demás. “No puedo dejarte ese dinero, pero podrías pedir un préstamo a tu banco y liquidar, de paso, las tarjetas de crédito”, o “No puedo cuidar de tus hijos este fin de semana, pero te daré el teléfono de una canguro de la que tengo buenas referencias”.
Si la persona se ofende por esto y pone distancia, bienvenida sea esa distancia, porque significará que nuestro vínculo era de proveedor. Si la relación no se deteriora, tras haber marcado los límites, estaremos en una fase más madura y equilibrada, a la vez que descubriremos que, cuando no ejercemos de salvadores, el mundo sigue girando.
El hombre que renunciaba a todo
— Qué bello es vivir es una película navideña que ilustra de forma clara el síndrome de los niños buenos.
— El protagonista queda sordo del oído izquierdo tras salvar a su hermano en una pista de hielo. Después, cuando, tras graduarse, se dispone a viajar a Europa, acaba renunciando porque debe encargarse de la compañía de empréstitos de su padre tras su muerte, que deja dinero a familias humildes. Y, acostumbrado a renunciar a sus deseos, ni siquiera puede celebrar su luna de miel.
— Este clásico se inspiró en un relato de Philip van Doren Stern que nadie quería publicar, con lo que se hizo imprimir 200 copias como obsequio de Navidad. Una de ellas llegó por azar a Frank Capra, quien se entusiasmó con la historia y la llevó al cine.
Francesc Miralles es escritor y periodista experto en psicología.