Ignorados portentos
En el Museo del Prado no caben estas boberías autodespectivas, porque es lo más de lo más del universo mundo
Uno de los rasgos más persistentes del carácter español es la fastidiosa costumbre de flagelarnos. Ya lo dice el poema de Joaquín Bartrina: “Si alaba a Inglaterra, será inglés; si habla mal de Prusia, es un francés, y si habla mal de España, es español”. Bueno, pues desde 1881, que fue cuando se publicó este texto, no hemos mejorado ni una miajita. Aún peor: me temo que esta manía nacional (que para mí se basa en un sentido del ridículo exacerbado, que a su vez se asienta en un complejo de inferiorida...
Uno de los rasgos más persistentes del carácter español es la fastidiosa costumbre de flagelarnos. Ya lo dice el poema de Joaquín Bartrina: “Si alaba a Inglaterra, será inglés; si habla mal de Prusia, es un francés, y si habla mal de España, es español”. Bueno, pues desde 1881, que fue cuando se publicó este texto, no hemos mejorado ni una miajita. Aún peor: me temo que esta manía nacional (que para mí se basa en un sentido del ridículo exacerbado, que a su vez se asienta en un complejo de inferioridad que nos hace decir: antes de que me critique alguien, yo mismo me pongo a caldo) se la hemos pasado a los otros países de la lengua, que también son tendentes a atizarse en demasía. Todo se pega menos la hermosura, como decía mi abuela.
Por eso hoy quiero dedicar mi artículo a la joya de la corona de nuestra cultura: el Museo del Prado. Sólo con pensar en el Prado se nos esponja el orgullo patrio. Ahí sí que no caben estas boberías autodespectivas, porque el Prado es lo más de lo más del universo mundo. Lo sabe bien Francisco Tardío, jefe de Proyección y Programación Internacional del museo, que está gestionando un bonito proyecto patrocinado por la Fundación Loewe. Consiste en traer a dos grandes escritores al año en estancias de tres a seis semanas, con la única obligación de escribir un relato sobre el Prado. Han pasado ya Coetzee, Chloe Aridjis y Olga Tokarczuk y en breve vendrá John Banville. Dos de ellos son premios Nobel, y todos dijeron que sí desde el principio. Y es que nadie le niega nada al Prado, por supuesto.
Porque además un museo de esta envergadura es muchísimo más que un espacio de exhibición de arte. Yo ignoraba, por ejemplo, que cuando un museo o un coleccionista particular, español o extranjero, cede una obra para su exhibición temporal en el Prado y no está en perfectas condiciones, el museo la restaura (lo cual fomenta el préstamo de fondos), haciendo una labor maravillosa de conservación del arte mundial. He visitado el departamento de restauración del Prado, que es, claro está, magnífico. Está en la cuarta planta del edificio y entrar allí deslumbra: altísimos techos, grandes ventanales, las típicas escaleras con ruedas delante de las enormes telas y media docena de personas trabajando en concentrado silencio limpiando, fijando y recuperando obras maravillosas (cuando fui había, entre otros, dos goyas). “Esto es un hospital”, me dijo Enrique Quintana, jefe de restauración. Y, para “curar” las obras, han de hacer una inmersión total en ellas y conocerlo todo: la historia de la pieza, el entorno de la creación, las motivaciones. Aquí están fijas unas 25 personas, pero al año pasan una treintena más, entre becarios y estancias de universitarios de todo el mundo. La labor de formación es también muy importante.
Cada restaurador trabaja en una o dos piezas y cada rehabilitación puede llevar seis meses o un año. Para ello utilizan una tecnología puntera: rayos X, por supuesto, pero además espectómetros capaces de evidenciar las sucesivas capas de pigmentos y otras máquinas alucinantes, como una de reciente adquisición que en realidad fue inventada para detectar fisuras en los aviones. Todo ese aparataje está en el sótano, y hasta allí son llevados los cuadros y esculturas en un ascensor gigante cuya planta mide siete metros en diagonal.
No tengo espacio para citar a todos los apasionados restauradores con los que hablé ni las preciosas historias que me contaron (la recuperación de un rostro que una mano posterior había retocado, el descubrimiento de que nuestra copia de La Gioconda se hizo codo con codo con la de Leonardo…), pero quiero terminar mencionando a José de la Fuente, restaurador de soportes de pintura. Como la madera se encoge y expande con los cambios de temperatura, resulta que las viejas tablas, sujetas a soportes rígidos que impiden el movimiento, terminan con graves deterioros. Pues bien, especialistas en soportes apenas hay ocho o nueve en todo el planeta. Y De la Fuente, que inventó junto al experto del Metropolitan George Bisacca (hoy ya retirado) un soporte con muelles que permite que las tablas respiren, es hoy seguramente el más importante del mundo. Este hombre modesto y encantador que, fuera de su ámbito, nadie conoce, es un número uno. Me pregunto cuántos ignorados portentos más habrá en España. Porque otra cosa que no se nos da bien es reconocer la valía ajena.