Lisboa se muere de éxito
Tradicional mezcla de autenticidad, melancolía, rusticidad y modernidad, la capital portuguesa se ha convertido en toda una meca del turismo internacional. Pero ha pagado el peaje en forma de gentrificación y pérdida de sus esencias.
El símbolo de Lisboa, romanticismos aparte, es el tuk-tuk. Los hay con tigres en el techo, con decoración floral de plástico, pintados de rosa chicle o disfrazados de tranvía, cualquier elemento que ayude a destacar entre la marea de triciclos preparados para mostrar a miles de turistas las 5, 10, 15 o 20 cosas que no deben perderse en la capital portuguesa. El tranvía domina en las postales y los imanes, pero el tuque-tuque se ha apoderado de las calles. Cuando ambos coinciden en las ruas estrechas y empinadas que suben hacia el castillo de San Jorge se forman a veces colapsos históricos. Los tranvías son transportes rígidos, incapaces de apartarse un milímetro de su ruta, mientras que los tuk-tuk van a salto de mata, burlan a menudo las normas de tráfico para facilitar una buena fotografía y proporcionan a sus pasajeros esa sensación frívola, tan vacacional, de que están en una república despreocupada donde cada uno hace lo que quiere. Y así, sin darse mucha cuenta, Lisboa ha entrado en el club de las ciudades carismáticas que ya solo hacen felices a los visitantes.
“Yo creo que incluso ha dejado de hacer felices a los turistas. Hay gente que vino hace años y, cuando ha regresado recientemente, descubre que no es lo mismo”, puntualiza Tânia Correia. Lisboa nació en el lugar donde creció Tânia, el castillo de San Jorge, una fortaleza militar ubicada sobre una colina que permitía vigilar el Tajo y que protegió primero al islam y luego al cristianismo. En su pendiente se construyó la Mouraría, un laberíntico gueto para alojar a los habitantes musulmanes cuando la ciudad fue conquistada por Afonso Henriques en 1147 y donde ahora conviven vecinos de 50 nacionalidades.
La Mouraría es uno de los seis barrios históricos que pertenecen a la Junta de Freguesía de Santa Maria Maior (10.000 habitantes). Seis barrios-joya (Castelo, Mouraría, Alfama, Chiado, Sé y Baixa), cargados de historia y cultura, que ahora son las calles favoritas de inversores inmobiliarios, empresarios turísticos y conductores de tuk-tuk. La Lisboa cool de ropa tendida, azulejos y fachadas de colores que el año pasado fue declarada el mejor destino urbano de Europa en los World Travel Awards. La Lisboa que ha perdido cerca de un 30% de la población desde 2013. La Lisboa donde un 60% de las viviendas son pisos turísticos. Si el ritmo de expulsión de los locales no se detiene, en unos años los turistas solo podrán verse unos a otros cuando trepen por la Alfama. Gentrificación a mansalva.
En plena crisis del euro, mientras el país estaba intervenido, el Gobierno conservador aprobó una ley que permitió la actualización de los alquileres antiguos y propició múltiples desahucios. En paralelo, se incentivó la entrada de capital extranjero a través de políticas fiscales agresivas (los jubilados de otros países que se mudasen a Portugal no pagarían impuestos hasta 2020) y la creación de vistos gold (visados de oro), que proporcionaban residencia legal a no comunitarios a cambio de inversiones inmobiliarias. Los chinos se convirtieron en los propietarios más entusiastas de Lisboa. Todo ello tuvo algo bueno: el rostro de la ciudad se rehabilitó y embelleció. Y algo muy malo: una mudanza masiva de portugueses a la periferia.
“Perdemos población en los últimos 11 años porque las personas fueron obligadas a salir no solo por la gran crisis económica, sino porque el Gobierno de derechas que había durante los años de la troika aplicó medidas que permitieron echar a la gente, y que además coincide con la entrada en escena de una actividad en apariencia inofensiva, los pisos turísticos, que resultó profundamente invasiva para las personas”, analiza Miguel Coelho, presidente de la Junta de Freguesía de Santa Maria Maior.
En seis barrios históricos se ha perdido el 30% de la población desde 2013 y se han destinado el 60% de las viviendas al uso turístico. El corazón de Lisboa ha perdido la vida local y ya solo ofrece negocio
Fue tal el impacto de la llamada ley Cristas, que liberalizó los alquileres sin grandes contemplaciones, que la junta acabó desarrollando la campaña Rostros de los Desahucios, donde los vecinos expulsados contaban su historia. Coelho cree que su repercusión sirvió para que el Gobierno socialista de António Costa introdujese algunos frenos y persiguiese el acoso inmobiliario. En 2018 se decretó una moratoria en zonas saturadas y la prohibición de abrir más pisos turísticos en Santa Maria Maior, aunque Miguel Coelho asegura que ahora lo hacen de forma ilegal. En 2023 el Gobierno aprobó una serie de medidas restrictivas para estos negocios que ahora serán revertidas en parte por el nuevo Ejecutivo de centro derecha.
Aun así, la junta pretende combatir el éxodo con un programa de Regreso al Barrio, dirigido a las personas que fueron obligadas a salir en los últimos 15 años. Una de ellas podría ser Tânia Correia, forzada a abandonar el barrio del Castillo cuando los propietarios decidieron vender el edificio. “Yo quería comprar mi piso, pero no se permitía la división horizontal y se obligó a vender todo el inmueble. Cuando finalizó mi contrato, no me renovaron”, recuerda. Correia creció en una de las casas construidas dentro de la muralla del castillo de San Jorge, donde también quería ver crecer a su hijo. Aunque hace cinco años tuvo que mudarse a Buraca, a las afueras de la capital, y ahora emplee una hora en transporte público para llegar a su trabajo en una multinacional de seguros en el centro, el Castillo sigue siendo su barrio. Allí permanece su madre, que ya solo conoce a unos pocos vecinos. “Yo puedo comprender que necesitamos vender nuestro país para capitalizarlo porque somos pobres, pero se puede vender para captar turismo de lujo y no de low cost”, añade.
La ley impide el desalojo de residentes mayores, pero todo lo demás se rige por el mercado. Donde había casas de vecinos hay ahora pisos turísticos. Donde estaba la mercearia, la tienda de ultramarinos de toda la vida, hay ahora un bar moderno. La vida colectiva, que se estructuraba alrededor del colegio, de pequeños negocios y de asociaciones vecinales, languidece, aunque los nostálgicos de la diáspora regresen cada fin de semana.
Portugal recibió en 2023 más turistas (30 millones) e ingresos (25.000 millones de euros) que nunca. Y Lisboa es parada obligada, una de esas ciudades que han construido el carisma tanto por lo real, su singularidad geográfica y urbanística, como por lo imaginario. Si es una ciudad llorada, añorada, amada y recreada por Amália Rodrigues, Fernando Pessoa, Antonio Tabucchi o Antonio Muñoz Molina, ¿cómo no va a cautivar a los 700.000 pasajeros de cruceros que el año pasado hicieron un tour rápido para catar un oporto, fotografiar la avenida de la Libertad desde lo alto del parque de Eduardo VII y deslumbrarse con los reflejos del sol sobre los azulejos?
Los visitantes entran ahora en tiendas nuevas que parecen viejas mientras desaparecen las auténticas. La Casa Senna cerró hace poco después de 189 años en el Chiado, también la librería Ferin. Ser una de las más bonitas y la segunda más antigua —se fundó en 1840— no la salvó del desastre. En el disputado corazón de los turistas solo hay lugar para una librería histórica. Y ninguna, por muy viejita que sea, puede competir con Bertrand, abierta en 1732 y, por tanto según Guinness, la más antigua del mundo. A pocos metros, la histórica París en Lisboa, que ofrece ropa de cama y mesa de lino y algodón, ha puesto un cartel para advertir que los grupos no se apelotonen ante su escaparate. Abierta en el siglo XIX, es de los pocos negocios tradicionales que aún resiste en el Chiado, entre la fiebre de tiendas de pastéis de nata, imanes y pastéis de bacalhau.
Al igual que las personas, las instituciones y los negocios relacionados con la cultura están siendo también expulsados hacia la periferia
Lo vintage cotiza al alza como decorado para turistas. Lo tradicional es desplazado. Malos tiempos para una institución cultural como la Academia de Amadores de Música, fundada en 1884 en el centro de Lisboa y obligada a abandonar su actual sede en la calle Nova da Trindade dentro de un año. Después de sortear durante una década los efectos de la ley Cristas, los propietarios aprovecharon un resquicio legal en 2023 para subir el alquiler mensual de 540 a 3.800 euros. “Solo con un mecenas podríamos afrontar los alquileres de la zona”, sostiene su presidente, Pedro Martins Barata.
La Academia es parte de la historia cultural y política de Lisboa. Entre sus socios estuvieron los escritores José Saramago y José Cardoso Pires, y entre sus profesores, grandes compositores. Tal vez sin la Academia no hubiese existido Madredeus, el grupo que triunfó por todo el mundo con su reivindicación de una música tradicional al margen del fado, ya que tanto la vocalista Teresa Salgueiro como el guitarrista Pedro Ayres Magalhães se formaron en la escuela.
Al igual que las personas, las instituciones y los negocios relacionados con la cultura son también expulsados a la periferia. Pedro Martins Barata adora su ciudad pero ya no la reconoce: “Cuando voy a la Baixa o al Chiado, siento que estoy en un parque de diversión para extranjeros. La idea que había del Chiado como centro de la vida cultural lisboeta ya desapareció. Excepto los teatros y museos, que no se pueden alterar, casi todo son tiendas de marcas internacionales o de souvenirs. El turismo lo ha diezmado todo”.